Revista Cultura y Ocio

Recital de sebastián mondéjar

Publicado el 03 marzo 2010 por Hache
RECITAL DE SEBASTIÁN MONDÉJAR
RECITAL DE SEBASTIÁN MONDÉJAR
RECITAL DE SEBASTIÁN MONDÉJAR
Si están en Murcia este domingo, y les apetece, podrían unirse al intento de recuperar –aunque sea una vez al mes– aquella sana costumbre de quedar con los amigos para irse de cervecitas los domingos a mediodía. Además, con la mejor de la excusas posibles: escuchar poesía.
Y es que continúa el ciclo que organiza José Antonio Martínez Muñoz del que ya hablé aquí.
Esta vez le toca el turno a no sólo un gran poeta (y gran músico) sino, además, una excelente persona (no conocemos a NADIE que hable mal de él): Sebastián Mondéjar, autor de poemas tan brillantes como
LOSAS SUELTAS
He vuelto tarde a casa. Todos duermen.
A oscuras, me descalzo
y procuro llegar hasta mi cuarto
sin romper con mis pasos el silencio.
Controlo palmo a palmo las distancias;
conozco el sitio exacto en que se encuentran
algunas losas sueltas del pasillo.
Pero, en la oscuridad, son como imanes:
las piso, fatalmente, una tras otra.
Mi error, en un principio, me fastidia;
pero después me río de mí mismo.
Qué ignorante me siento, qué ridículo;
qué inepto frente al fracaso de mis cálculos.
Las losas sueltas, vida, nos delatan
aunque no hayamos hecho nada malo.
Llego, vida, contigo,
y me siento culpable por amarte.
Mi culpa es mi perdón, me digo;
mi culpa es compasión por mis deseos:
no quiero que se cumplan.
Te quiero, vida, como soy sin ti;
como serías sin que yo existiera.
Porque eres, vida, efímera;
y yo sigo el camino de mis sueños
(procurando sortear las losas sueltas).
Mondéjar, Sebastián. 2008. La herencia invisible. Madrid, Calambur editorial.
LA CAMA
Abre más la ventana
y deja que se airee la habitación.
Vamos a hacer la cama.
La cama se hace siempre cuando hay luz.
Y en esta cama antigua
despiertan con la luz tantas mañanas
que casi no existimos.
Tan sólo somos dos que en ella duermen.
Vamos a hacer la cama.
Primero sacudamos bien las sábanas,
para que nuestros sueños
de anoche se confundan con el polvo
que flote iluminado.
Tomemos la de abajo. Agita fuerte.
¡Vaya, se me ha soltado!
Ahora la estiramos y centramos,
dejándola caer;
alisamos los pliegues con las manos
y metemos los bordes
debajo del colchón. Cuida que queden
bien asidos los picos;
ya sabes que se sueltan fácilmente
si un sueño nos inquieta.
La sábana de arriba también cumple
una noble misión:
evitar que la manta nos irrite
con picores la piel.
El pliegue que le hagamos debe ser
lo más ancho posible,
a fin de que la manta no se salga.
(Las sábanas, las sábanas...
¡Qué distinto sería dormir sin ellas).
Bueno, continuemos.
La amante manta abraza nuestros cuerpos,
los convierte en paisajes
que cambian de postura y se conmueven
mientras nadie los ve.
Debemos colocarla de manera
que no esté alta ni baja;
si queda muy pegada al cabezal
se nos saldrán los pies,
y ya sabemos lo incómodo que es eso.
Es cincha del colchón
(un animal que está mejor sujeto,
porque a veces nos tira).
Y vamos con la almohada, hija del lecho;
un lecho por sí sola.
La almohada sabe mucho de nosotros.
En ella, nuestros sueños
arraigan cada noche, y nos arranca
todos esos cabellos
que eligieron morir mientras dormíamos.
Nuestras duras cabezas
tienen el privilegio de posarse
en la pieza más blanda,
esta pequeña nube viva y díscola,
tan libre e independiente
(¡qué poco parecido con su padre!)
que suele caerse al suelo
con frecuencia. No le hacen mucha gracia
algunas pesadillas.
La almohada hay que mullirla con los dedos,
con energía y destreza,
como si pretendiéramos, de cuajo,
sacarle el corazón
que a menudo nos late en los oídos.
Se vuelve así más tierna
y más confidencial; más relajante;
y custodia el pijama
y el camisón con más mimo y contento.
Por fin, el edredón,
la lisa piel que cubre nuestra obra
(un monumento al sueño
y al descanso que a solas descubrimos
cada íntima noche).
Sólo es imprescindible si hace frío.
Cae por su propio peso,
pues sus fibras conocen el terreno
sobre el que han de doblarse,
como el ala de un ave que protege
y calienta su nido.
Lo pinzamos apenas con la almohada
para realzar la forma
de la sutil y fiel restauración
que acabamos de hacer,
y que ya sólo pide que le demos
un buen punto y final:
estos amplios cojines que confirman
que esta es nuestra cama
y nos guardan el sitio con orgullo.
Para mí simbolizan
nuestras dos almas mudas abrazadas.
Nos servirán de apoyo
si, antes de aventurarnos hacia el sueño,
quisiéramos leer
un poco más del libro que nos llama
(con su limpia presencia)
dulcemente postrado en la mesilla.
Si no, los echaremos:
diplomáticamente –deslizándolos
sobre el mar de la alfombra–
o haciéndolos volar hacia una silla.
Y ya está hecha la cama,
isla en que naufragamos cada noche.
Salgámonos ahora.
Dejemos que la luz y ella conversen
a solas en el cuarto.
Ya vendremos más tarde a deshacerla.
Mondéjar, Sebastián. 1999. El jardín errante. Murcia, Editora Regional.

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