Día 44.
Uno de tantos placeres de la infancia era recluirme secretamente y dejarme llevar por el momento. Momento sin prisas, cuando no urgía ningún quehacer y no apremiaban los otros con sus atenciones. Podía ser en una de aquellas cabañas que construíamos con ramas y paja, sacados de cualquier era, o en el último de los pisos en construcción que por entonces sellaban pueblos y ciudades, al abrigo de las toallas familiares que hacían de techos en la casa, o mucho más en la intimidad, en la bañera sumergiéndome con los playmobil de siempre y aquellas esponjas coloreadas que chorreaban el agua tibia al aviso de nuestras madres.
Una de aquellas veces, de pie sobre uno de los bancos de madera de mi primer colegio, el único que todavía yace empotrado en las paredes amarillas, me sentí especialmente recluido. Tanto, que temí no volver a los demás. Sin nadie que lo advirtiera una concentración de luz irradió de un solo punto, perdiéndose cuanto ahí fluía en una sordomudez que todavía en las tardes de otoño persiste. Comprendí entonces que nada de lo que hiciera podría tener, jamás, verdadero valor. El caso es que durante años resté importancia a tamaña impresión, pero es ahora, en los momentos en los que el mundo parece desvanecerse como aquella primera vez, cuando veo a la luz de entonces formar las palabras y los gestos.
En los terrenos que nos ocupan, sólo hay conocimiento a modo de relámpago.
El texto es el largo trueno que después retumba.
Walter Benjamin