Mis instintos no supieron encajar con tus principios; ni tus tormentos con mi cobijo. Nos escurríamos como el agua entre las manos y terminamos siendo dos náufragos, intentando salvarnos de nosotros mismos.
Buceamos todo lo profundo que pudimos, desde las orillas de mis recodos hasta el horizonte de tus ojos, conteniendo la respiración, tratando de no morir ahogados en nuestros propios abismos.
Y qué sabía yo entonces, si siempre termino enamorándome de quien no sabe conjugar los tiempos del amor.
Yo, que acabo recogiendo los frutos del suelo siempre a destiempo.
Aún sin madurar.
O cuando ya están podridos.
Si jamás hubiera esperado que te fueras, cuando más necesitaba que fueras.
En cada uno de los huesos de mi cuerpo, que cada noche se moría por la inercia de los resortes de tus dedos.
En cada trozo roto de la coraza que yo misma rompía en mil pedazos, solo para que tus labios y tu saliva la volvieran a unir de nuevo. Aunque cada vez quedaran más grietas. Aunque cada vez, por ellas, se escapara más nuestro tiempo.
Y es ahora, cuando el frío de tu ausencia ya no se cala entre mis huecos, y ya no duele tu indiferencia, cuando puedo decirte este adiós arrancado desde lo más profundo de mi alma.
Y es ahora, desde tan lejos y en la distancia, que soy capaz de gritarte que ni tú fuiste para tanto.
Ni yo seré nunca para tu olvido.
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