Revista Cultura y Ocio
Ayer Dios se sentó a mi lado. No lo reconocí. Hablamos largo y tendido sobre cosas sin importancia. Su voz era sonora y su expresión severa. Luego, me contó cosas increíbles que me dejaron realmente boquiabierto “¿de verdad?” –le pregunté impresionado- Él me miró fijamente a los ojos, como si estuviera enfadado, consiguiendo que me avergonzara y me sintiera realmente estúpido. Y, de repente, rompió a reír sin parar -¡Claro que no, me estaba quedando contigo!-. Entonces, y aunque me sentí aliviado, se me quedó una cara de tonto con la típica sonrisa de estreñido, hasta que se me contagió su risa y nos estuvimos desternillando durante un buen rato. Al poco, apareció en la salita un hombre de mediana edad, serio y trajeado, que, tras dar los buenos días sin mirarnos, se sentó frente a él. Él, tras observarlo de reojo y resollar, dijo entre dientes algo así como: “que mal me caen los que me imitan”. Me sonreí, creo que lo entendí. Ahora, que sé que era él, estoy seguro que no me reconoció.
Texto: Marcos Alonso