Pese a que normalmente el asesino no es el protagonista en las películas de Hitchcock, lo cierto es que con frecuencia se convierte en el personaje más importante de sus historias, sin el que la acción no tendría sentido. En la película muda El enemigo de las Rubias (The Lodger) de 1927 el leitmotiv y eje central de todas nuestras sospechas será el asesino, y sin embargo ni siquiera al final tendremos claro quién es. Eso sí, nos queda claro que no es el falso culpable que durante toda la cinta se nos había estado sugiriendo. Con este giro, y en el que se considera su primera gran filme, Alfred nos presenta un enorme MacGuffin.
Después de rodar
The Mountain Edge, película que aborrecía, a Hitchcock le propusieron un atractivo proyecto basado en la novela de la escritora de historias policíacas
Marie Belloc Lowndes, que gira entorno la existencia de un asesino en serie de rubias que se ensaña con ellas cada martes en la ciudad de
Londres (muy inspirado en
Jack el destripador).
Jonathan Drew es el personaje principal, que encarna al
“Vengador”, que será el nombre con el que firma el asesino. Si bien en la novela original éste acababa siendo el verdadero criminal, en la versión cinematográfica, y por cuestiones de reparto no fue así (
Ivor Novello, quién encarnará al joven Jonathan era por aquel entonces una estrella, y las estrellas no podían ser nunca malvadas). El truco que se le ocurrió a Hitch para salvar el problema no le satisfacía del todo, y sin embargo el resultado final
fue uno de los finales más insatisfactorios para el público pero al mismo tiempo una genialidad narrativa.
En la película, mientras vivimos la construcción del romance de la hija de una casera y el nuevo inquilino, el mencionado Jonathan Drew, podemos disfrutar de una
técnica innovadora para lo que fue el momento, y que inspiró a tantos directores posteriormente. Por ejemplo, en la escena en la que el chico intenta abrir en silencio el pomo de la puerta donde se está aseando Daisy (June) fue incorporado después en Llamada a las Doce (Return from the Ashes) de
J. Lee Thompson, o un contrapicado de los pasos que da el protagonista en la habitación que, desde nuestro punto de vista está en el piso superior, mediante un cristal.
Pero lo que de verdad llamó la atención fue
la escena final, cuando la policía descubre que Jonathan no es culpable pero una multitud enardecida ya había creado su propio juicio personal y le estaban moliendo a golpes de un lado y del otro de la valla en la que estaba entrampado.
Esta masa enfurecida, irracional y violenta que tanto tenía que ver con una opinión pública sustentada en viejas normas y poca profundidad de juicio.
De una sociedad en la que, aunque empezaban a calar las leyes judiciales,
seguían obedeciendo a una ley popular en la que los indicios eran más que suficientes para ser condenado.
Con
toneladas de noir y expresionismo, unos planos detalle en los momentos de tensión que hablaban sin la necesidad de sonido añadido y unas actuaciones que no te permiten averiguar lo que está pasando hasta el final (y aún así te quedas mirando al cartel de FIN pensando, ¿esto va en serio?) este fue sin duda un
éxito del momento, que si hoy no nos llega a causar demasiado impacto es por todo lo que le bebe el cine posterior de
la idea de thriller que Hitchcock inventó y al que nos hemos acostumbrado y por el que deberíamos mirar de vez en cuando los orígenes para saber apreciar a nuestros ancestros.
Esther Miguel Trula
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