Últimamente prefiero abrir libros a periódicos. No lo digo por una cuestión pretenciosamente cultureta, qué va. Es más bien por pura salud emocional, incluso por prevención.
Por ejemplo, el otro día, mientras caminaba por la mañana camino del Metro, rescaté de un contenedor de obra una novela de Vargas Llosa que aún no había leído: La tía Julia y el escribidor. La mejor sorpresa, sin embargo, no procedía de la pluma del escritor. Entre sus páginas se escondía un sencillo recordatorio de Primera Comunión. Era de una niña que se enfrentó a esa temprana ceremonia socioreligiosa en un pueblo de Teruel, apenas unos años después que yo en mi colegio salesiano en Madrid.
Me conmovió la coincidencia generacional y estética de ese sencillo recordatorio, impreso en el mismo papel suave y traslúcido que yo recordaba de los de mi hermana, con esos dibujillos de niños ángeles con rasgos pícaros y coloretes en las mejillas, tan característicos de los años setenta. Aquel recordatorio de esa niña que hoy será, con mejor suerte que mi hermana, una mujer de aproximadamente mi edad, me arrastró cuarenta años atrás -qué barbaridad- de un modo violento e inesperado y me provocó una intensa emoción agridulce.
Ayer, sin embargo, al entrar en un medio on line me topé con una imagen que, pese a que también me obligó a pensar hacia atrás, me produjo en este caso un profundo desasosiego. Allí estaba, en una recepción con los Reyes, una jefa que tuve hace quince años. Una señora empresaria que, según me dijeron, cazaba jabalíes a caballo con lanza, invitaba los sábados a cenar en su finca a ministros y podía vender en caso de falta de liquidez grabados de Goya como usted puede llevar al cash converter su enciclopedia de las maravillas del mundo.
Cuando la vi con su sempiterna sonrisa impostada me acordé de cuando pretendió sacarme a bailar en la cena de Navidad de la empresa, después de que me hubieran comunicado por la mañana que no renovaría mi contrato. Por la tarde había tenido el detalle de preguntarme, delante de todos mis compañeros, con esa misma sonrisa, que cómo estaba. Supongo que para alguien que cena en casa con ministros y acude a recepciones reales la aflicción de un empleado al que acabas de dejar sin sustento es como la penita de los nenes que lloran en el parque porque se les ha llenado de arena la piruleta. ¡Mala, mala la arena cochina!
Igual que les ocurre a los tiernos infantes con los adultos, nos falta empatía con esta gente que acude a los besamanos de Felipe y Letizia. Por eso no los entendemos y a veces nos enfurruñamos con sus cosas y no nos parecen sinceras sus sonrisas. Por eso me resistí a bailar con ella en aquella cena. Por puro berrinche.
Por eso, porque no los comprendemos, sigo prefiriendo entrar en librerías de viejo y encontrarme al abrir un volumen una vieja foto en blanco y negro; o un cupón de lotería de hace veinte años; o una anotación con exclamaciones; una fecha, o una dedicatoria con letra dibujada a un hermano o a una amante. Porque ahí, en esos libros viejos, estamos todos nosotros, transmitiéndonos unos a otros, a través de ellos, como mensajes en una botella, nuestras efímeras victorias y también nuestras derrotas crónicas. Nuestros sueños y nuestros fracasos.
Los de ellos, no. Los de ellos están todos en las páginas de las revistas, en los sumarios de los telediarios, ahora en los clicks de los medios digitales. En el Ibex 35 y en los actos oficiales de los doces de octubre. En las cacerías, donde siempre han estado los de siempre, pegando tiros y repartiéndose luego el botín. Los que siguen asistiendo a los besamanos de los Borbón, aunque cambie el muñeco. Los que celebran el año nuevo en las noches electorales de balcón y banderas.
Definitivamente, puestos a elegir entre olores viejos, me quedo con el de los libros y los recordatorios de Primera Comunión olvidados entre sus páginas, como el de aquella niña desconocida de un pueblo de Teruel, de hace tantos años, encajado entre los renglones escritos por un Premio Nobel. Rescatado de los escombros.