Sabemos que los misterios isíacos, y ritos iniciáticos asociados, se estructuraban en entorno a una jerarquización del culto modelada a partir de los usos y costumbres del sacerdocio egipcio.
Los iniciados debían purificarse durante unos 10 días antes de la ceremonia, absteniéndose de comer ciertos alimentos prohibidos y de mantener relaciones sexuales.
Llegada la hora los aspirantes con la cabeza afeitada por completo participaban en una suerte de recreación del mito de la muerte y resurrección de Osiris cuyos detalles no conocemos puesto que revelar los podría acarrear la muerte.
A la mañana siguiente, tras una procesión hacia el templo, se celebraba un banquete para completar el proceso, si bien sabemos que existían varios grados de iniciación, de los que da noticia Apuleyo, en el asno de oro, sin demasiados detalles.
El culto isíaco y sus misterios tuvieron tanto éxito que acabaron por seducir a emperadores como Cómodo Septiminio Severo, Caracalla o Diocleciano, que los practicaron en diferentes momentos de su vida.
Tanto más éxito tuvo en el Imperio Romano una religión llegada lejano Oriente qué hunde sus raíces en el hinduismo védico y que desde la India penetró para adquirir su configuración definitiva, en Persia imprimiendo una Honda huella mazdeísmo.
El mitraísmo, en efecto, llegó a Roma procedente de Frigia a finales del siglo I y llegó para quedarse convirtiéndose en la religión mistérica pagana por antonomasia hasta que en el siglo V fue definitivamente barrida por la expansión social e institucional del cristianismo.
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