En el azul claro de Palm Beach
Nunca había estado en Aruba, pero una vez la vi desde lejos. Eso pasó cuando llegué hasta el Cabo de San Román en la Península de Paraguaná, en Venezuela, y el día estaba despejado. Tanto, que la estructura blanca y borrosa de un hotel en Aruba se alcanzaba a ver en la lejanía. Recuerdo que nos sentamos en la arena del cabo a mirar para allá y hablar de cualquier cosa. Cuando la imagen se nos perdía, entrecerrábamos los ojos y la buscábamos; entonces, cuando aparecía otra vez seguíamos conversando como si nada. Como si lo importante de ir para allá es ver a Aruba, hablar y seguir.
Un mes después de eso llegué a Aruba en barco. Empezamos esa travesía por el Caribe en Panamá y ya habíamos pasado por Cartagena de Indias antes de despertar esa mañana con la vista de la isla un poco nublada. Justo un día antes el huracán Matthew había pasado muy cerca y dejó en el paisaje un oleaje fuerte que provocó que todas las playas permanecieran cerradas o al menos, con advertencias de “mejor no te bañes hoy”. Y aunque el azul de Aruba sí estaba un poco revuelto, su belleza caribeña igual hacía guiños a los viajeros, tan ansiosos de mar y sol.
Es imposible describir a Aruba de tan solo un vistazo, por eso no vengo aquí a contarla. No sé decirles qué hacer ni a dónde ir y mucho menos dónde comer. Mi aventura de esos días era andar en barco y bajarme de esa realidad, era meterme en paisajes desdibujados que había que ver a prisa antes de la hora de embarque. De todas maneras, uno iba por ahí con lentitud, tratando de llevarse en la memoria lo que nos pareciera propicio contar después. Uno solo acumula las ganas de volver. Por eso estuvo bien la bocanada de Aruba, dejar esa puerta abierta para pasar a explorarla en otro momento.
Lo que sí puedo contar es lo que hice en algunas pocas horas y cómo fue que estaba en una de las cubiertas del barco viendo a Aruba desde muy arriba y de repente, me vi montada en un jeep con ocho personas más. Eso fue un salto. No recuerdo haber bajado del barco, pero ahí íbamos a gran velocidad mientras el ¿simpático? guía iba tocando la bocina para abrirnos paso. “Y a la derecha”, dijo para sacarme de mi lejanía, “si no estuviera nublado podrían ver el Cabo de San Román, en Venezuela, en la Península de Paraguaná”. No pude evitar imaginarme sentada en el cabo tratando de ver hacia acá.
Al jeep le salieron patas y eran gigantes. Iba dando zancadas apresuradas. Nada de lo que se quedaba atrás parecía importante, al menos no ese día. Mira ese azul, decíamos. No está bonito, decía el guía. Curvas, casas, fábricas, brisa, alguien se puso el cinturón de seguridad que llevaba cada asiento y que yo no había advertido. Y entonces, la montaña, las piedras, los cactus, la aridez de Aruba en todo su esplendor. Este no es el paisaje típico de Aruba, nos dijo. Y en el paisaje no típico nos quedamos un rato porque está bien entender que son tierras volcánicas, que el mar se arremolina y grita, que es azul profundo.
Aruba, vista desde una de las cubiertas del Monarch de Pullmantur
El norte de la isla es árido y azul profundo
Para el calor, una cerveza típica del lugar
Regresamos caminando al barco
Tengo recuerdos sueltos de ese instante: hacía mucha brisa, pero también calor; tenía sed y había dejado la botella de agua en el jeep; la entrada al baño que está en esa suerte de mirador costaba 1$ y no la pagué; había una pared con una imagen grandísima de este lugar y la gente se tomaba fotos allí en vez de hacerlo en el paisaje real que tenían al frente; había caracoles y piedras filosas. El mar sonaba como un estruendo.
Otra vez el jeep, unas ruinas que no vi, un nombre que no anoté. Vamos al faro. ¿Hay que ver el faro? ¿Dónde nos podemos bajar? Queremos ir a allá. Y allá era una playa azul y había gente en la orilla. ¿Por qué nos vamos? El faro. ¿Y si vamos nosotras? El jeep no se mueve porque hay atascos de buses, carros y jeeps alrededor del faro. ¿A qué hora es el embarque? Podemos ir a allá y volver a tiempo. Podemos volver caminando, en un taxi ¡hay taxis! Como sea, pero volveremos. Y así fue cómo tampoco recuerdo en qué momento subí al jeep (quizá es que no me bajé más), hicimos el camino de vuelta y llegamos a Palm Beach, una playa azul, quieta, necesaria y cerca del puerto. De ahí, podíamos caminar hasta al barco y ya.
Y ya. Porque todo se convirtió en conversaciones llenas de Caribe, en el sabor de una cerveza, en el sol insistiendo. Y ya. Porque nos colocamos la ropa y emprendimos el camino de vuelta haciendo una que otra foto. No nos detuvimos en las letras de Aruba, aunque quisimos. Vimos el tráfico, los buses de colores, las tiendas llenas, los restaurantes llenos. ¿Por qué si la tienes tan cerca no has venido antes? me preguntaron. No sé, a lo mejor justo por eso. Y entonces, después de doblar la esquina, el barco esperando. Y subimos directo al buffet, antes que lo cerraran. Y comimos allí, mientras Aruba y su sol seguían afuera sin nosotras y con la promesa de volver.
Con Aniko, Laura y Maru
PARÉNTESIS. Esta parada en Aruba la hicimos durante la travesía en crucero con Pullmantur. Los viajeros pueden contratar excursiones en el barco y realizar las actividades que más les guste o simplemente, ir cada quien a su aire. Lo importante siempre será hacer caso de la hora “todos a bordo”, para que el barco no los deje.