Revista Opinión

Recuerdos de familia I

Publicado el 13 agosto 2019 por Carlosgu82

Recuerdos de familia I

Mi madre era una persona muy perfeccionista y ponía especial empeño en alcanzar la perfección con su obra más preciada: nosotros, sus hijos.

Luego el destino haría que los clavos que ella intentaba que entraran rectos en la madera, se fueran torciendo, pero nunca hasta el punto de que se pudiera sentir defraudada por los resultados obtenidos, pues ni mis hermanos ni yo hemos estado, nunca, en una cárcel; no hemos caído en ninguna adicción de la que no pudiéramos salir y somos personas con valores; no hemos sido malas personas.

No éramos una familia rica, pero nunca pasamos por necesidades; también es verdad que no nos dimos grandes lujos, pero siempre comimos bien; vestíamos decentemente e, incluso, algo por encima de nuestras posibilidades, como, de inmediato, relataré y todos recibimos educación universitaria.

Nosotros éramos cinco hermanos: dos chicas y tres chicos; y yo aparecí “cuando nadie me esperaba”, pues mi madre ya había cumplido los cuarenta cuando se quedó embarazada de mí.

Mi hermano mayor, Carlos, me lleva trece años; mi hermano Jorge, que viene a continuación, me lleva doce; mi hermana Pili, nueve y, por último, mi hermana Rosi, la que me precede, siete.

Mi madre, como ya he dicho, se desvivía por nosotros, sus hijos y era especialmente protectora, como era propio de aquellos tiempos, en el caso de mis hermanas, de las que siempre estaba pendiente, sin que ello significara que nos descuidara a los varones; pero con mis hermanas su celo era algo mayor.

Ella hacía que, dos veces por semana, dos costureras (o modistas, llámeseles como se quiera) vinieran, en diferentes días, nunca juntas,  a casa a confeccionar ropa para ellas, casi siempre para mis hermanas y, de cuando en cuando, algo para mi propia madre. A tal fin, mi madre compraba todos los números que salían de una revista llamada “Burda”, que traía, en su interior, muchos patrones de los modelos que aparecían fotografiados en sus páginas. En esa etapa, todo el mundo era feliz, pues mis hermanas lucían modelitos que no se veían, siquiera, en las escasas boutiques que, por aquel entonces, había en mi ciudad; mi madre se sentía muy satisfecha por el trabajo que hacía, pues no eran pocas las amigas que le comentaban, en tono de admiración, lo bien vestidas que iban sus hijas; las costureras se ganaban un dinerito y mi padre se lo ahorraba, pues esos vestidos, de haberlos podido adquirir en alguna de aquellas boutiques, habrían salido bastante más caros.

Sin embargo, tuve la desgracia de que, en alguna de aquellas revistas, apareciera ropa para niño; o bien fue ocurrencia de mi propia madre, nunca lo llegué a saber, pero el caso es que ella me metió en el “berenjenal” aquel, haciéndome a mí objeto, también, de su creatividad, pues le dio por empezar a confeccionar ropa, también, para mí, y así fue que empezó a vestirme con unos modelitos, que a mí me parecían ridículos, consistentes en unos pantaloncitos, que siempre eran cortos, y  que iban a juego con una camisa, es decir, que ambas piezas eran confeccionadas con la misma tela, con el mismo dibujo (o “estampado”, como se le decía en aquel entonces), preferentemente de cuadraditos.

Sin embargo, como yo aparecía en mi casa, siempre, con la camisa por fuera del pantalón, y eso, para ella, rompía la armonía del conjunto, ideó un sistema para que la camisa estuviera, siempre, dentro de los pantalones: abrió cuatro ojales, en los pantalones, a la altura de la cintura, y a las camisas les puso cuatro botones que los hizo coincidir con los ojales de los pantalones; de esta forma, la camisa no se salía de los pantalones, pero yo tenía la sensación de llevar puesta una armadura, pues apenas podía girar el cuerpo con aquel “sistema”; y si, por casualidad, algún botón saltaba por culpa de lo que yo me movía, ella se apresuraba a asegurarlo de forma que aquello no había forma de que pudiera volverse a soltar, ni aunque me hubiera movido lo que se mueve un bailarín de “breakdance”.

Ahondando en mi desgracia, empecé a tener la mala suerte de que, a mi madre, empezaran a gustarle unas telas que eran como “peludas”, es decir, que no eran de superficie completamente lisa, sino que podían vérseles fibras que sobresalían algo sobre las demás, como sucede, por ejemplo, en el caso de la lana (con esto no quiero decir que esas telas fueran de lana, sino de un tejido que era más parecido a esta que a la seda, por ejemplo); o bien unas telas que eran ásperas al tacto, y yo, que era muy sensible, por lo que a la piel se refería, “armaba la marimorena” cuando me iba a vestir con según qué modelitos; y así, algunas mañanas en las que pretendió ponerme alguno de aquellos trajecitos, yo montaba el circo, pues no paraba de llorar y de quejarme diciéndole que aquella ropa “me picaba”. Pero ella era una mujer muy inteligente, muy imaginativa, y muy terca, que no se rendía, fácilmente, y así fue que no se resignó a tener que apartar esos modelitos, que a ella le parecieron tan estupendos y fue entonces que confeccionó dos camisas, de raso, a modo de forro, para ponerlas debajo de las camisas de los “conjuntitos”, de modo que estas no estuvieran en contacto directo con mi piel y que así, yo no me quejara de que “me picaban”.

Gracias a Dios, esa “afición” no le duró mucho a mi madre y decidió volver a centrarse en mis hermanas, que eran bastante más agradecidas que yo, dejándome a mí tranquilo.

Normalmente, al colegio me solía llevar mi hermana Pili, pero le dio por hacer un curso de mecanografía, para lo que tenía que desplazarse hacia otro punto de la ciudad, que estaba en sentido opuesto a aquél en el que se encontraba mi colegio; y así fue que empecé a ir al colegio con mi hermana Rosi, que era la que me precedía, y cuyo colegio estaba en la misma dirección que el mío.

He de aclarar que ni hermana Rosi había pedido, por varios años, en su carta a los Reyes Magos, un bebé; pero no un muñeco, que eso se lo dejaron todos los años para tratar de dejarla contenta, sino que quería un bebé de verdad, “de los de carne y hueso” (¡la pobre!, ¡lo que es la inocencia!); y, entonces, aparecí yo; y como le oyó contar a mis padres, un montón de veces, que “yo aparecí cuando nadie me esperaba”, ella quiso creer que el motivo por el que yo había aparecido fueron sus peticiones a los Reyes Magos; y el hecho de que yo hubiera nacido en Agosto, y no un seis de Enero, no fue motivo suficiente para hacerle ver que sus cartas a los Reyes Magos no habían tenido nada que ver con mi venida a este mundo; y así ha seguido ella toda su vida, cuando a ella “se le mete algo entre ceja y ceja”, no hay persona, ni argumento, que la convenza de lo contrario. Así fue que ella creció creyendo que yo era suyo; que yo era su juguete y, como tal, estaba en este mundo para divertirla.

Uno de sus pasatiempos favoritos era inmovilizarme y hacerme cosquillas, pues sabía que eso me enfadaba muchísimo, ya que no soportaba que me hicieran cosquillas; y le encantaba hacerme reír, a base de hacerme cosquillas, para, luego, parar, y verme enfadado para, a continuación, volver a hacerme cosquillas…y así durante el tiempo que a ella le apeteciera, o el que tardara en aparecer alguien que me rescatara de aquella tortura, terminando yo con un enfado monumental, rojo como una grana, de tanto reírme y enfadarme, pues no hay nada tan frustrante como que estés enfadado y que, encima, te hagan reír.

Bueno, pues habiendo hecho este paréntesis para poner en antecedentes a los lectores sobre algunos detalles importantes para la mejor comprensión del relato, quedamos en que, durante los meses en los que mi hermana Pili estuvo haciendo un curso de mecanografía, mi madre le encargó a mi hermana Rosi que me llevara al colegio, idea que a mí no me gustó, en absoluto, y así se lo hice saber a mi madre, pues sabía que si le encargaba algo a Rosi, en relación conmigo, eso era sinónimo de problemas, y de problemas para mí, por descontado. Pero mi madre, como era de esperar, desatendió mis temores, diciéndome que yo era un quejica y un exagerado.

Pero, “desde el minuto uno” tuve la confirmación de que mis temores iban a convertirse en realidad, pues de camino al colegio, cuando no habíamos  recorrido ni medio kilómetro desde que abandonamos nuestro domicilio, llegamos a un parque que había muy próximo a él y que servía como referencia para todo aquel que quisiera llegar a nuestra casa; un parque que no es muy grande pero que, a decir de los especialistas que lo han visitado, es una maravilla desde el punto de vista de la botánica, dada la gran diversidad de especies vegetales que lo pueblan. Bueno, pues ese parque estaba, en esos tiempos, rodeado por un muro más ancho que alto (de altura tendría unos cincuenta centímetros), que delimitaba al mismo en todo su perímetro, y mi hermana, cuando cruzamos la calle y llegamos junto a él,  dijo que me subiera al mismo; yo, dado que era bastante pequeño, en ese entonces, no cuestioné esa extraña petición de mi hermana, y me subí al murito, y entonces ella metió su mano entre mis muslos, haciéndome cosquillas, cuando caminaba; yo me paré, en seco, y le dije que quitara su mano de entre mis muslos, a lo que ella no solo no hizo caso alguno,  sino que, como si estuviera enfadada, me ordenó que no parara, sino que continuara caminando, porque si seguía parándome, iba a ser culpa mía el que llegáramos tarde al colegio. Yo, que era pequeño, pero no tonto, le dije que con que sacara su mano de entre mis muslos, yo no me pararía, continuaría caminando y llegaríamos a tiempo al colegio, a lo que ella repuso que si ponía su mano entre mis muslos era por mi seguridad, para tenerme cogido por si me caía; luego, yo le hacía ver que no veía la necesidad de caminar por encima de aquel murito; no entendía por qué no podía ir por la acera, como lo hacía ella…; luego, ella parecía atender a mi petición y quitaba su mano de entre mis muslos para, diez metros más adelante, volver a meterla…y, bueno, de esta guisa transcurrieron las siguientes dos semanas, con mi enfado matutino, y vespertino, a cuenta de que mi hermana Rosi me llevara al colegio; y de nada sirvieron mis protestas, cuando llegaba a mi casa, al mediodía y por la tarde, pues mi madre no creía que mi hermana me hiciera eso.

Pero, he aquí que, transcurridas esas dos semanas a las que me he referido antes, un sábado por la mañana, que no teníamos colegio y que mi madre llevaba a mis hermanas para comprarles no recuerdo qué, como no se fiaba de que yo me pudiera quedar solo en nuestra casa, me llevó a mí con ellas.

Ibamos caminando por la acera situada frente al parque, y frente al murito escenario de mis torturas matutinas, cuando de una de las casas que estaban situadas a ese lado de la calle, salió una señora que era amiga de mi madre.

-Hola, Conchita; hola, niños-nos saludó, tanto a mi madre como a nosotros.

Nosotros le devolvimos el saludo y, acto seguido, continuó:

-¡Ay, Conchita!, ¡hacía ya unos días que tenía ganas de verte, porque me lo paso tan bien con tus hijos!

-¿Y eso?-se interesó mi madre ante la revelación que le acababa de hacer la buena señora.

-¡Ay, pues sí! Todas las mañanas, a eso de las ocho y media, que sé que es cuando tus hijos pasan por aquí delante, camino del colegio, yo dejo de hacer lo que quiera que esté haciendo en ese momento, y me asomo a la ventana, para verlos pasar, porque ¡me río tanto con ellos!-la señora hizo una pausa y yo pude ver, por la expresión de su cara, que mi madre estaba muy interesada en que continuara con su relato. Y la señora continuó con el mismo, contándole a mi madre cómo mi hermana me hacía subir al murito; cómo metía su mano entre mis muslos, para hacerme cosquillas; cómo yo me paraba, y me negaba a continuar caminando…en fín, que le contó a mi madre todo de lo que yo había estado quejándome las dos últimas semanas y que mi hermana negaba, tajantemente. Mientras la señora le contaba a mi madre el motivo por el que se lo había pasado tan bien con nosotros, yo veía que mi madre me dirigía miradas que traslucían cierto sentimiento de culpa, que alternaba con miradas furibundas, dirigidas a mi hermana.

Esa misma mañana, una vez que hubimos regresado a nuestra casa, después de haber hecho las compras, mi madre se encerró con mi hermana Rosi en un cuarto, y no sé qué fue lo que le dijo, pero lo que quiera que fuese, funcionó, porque a partir de ese día, mi hermana me llevó al colegio en absoluta paz y armonía.


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