Durante años, mi padre se negó a que tuviéramos un perro. Yo pensaba que era porque no le gustaban, pero, con el tiempo, comprendí que la razón era muy diferente: conocedor del hecho de que a los perros se les llega a querer como a un miembro más de la familia, y de que tienen una vida bastante más corta que la de un ser humano, no quería que todos nosotros pasáramos por la traumática experiencia de tener que sufrir el duelo por la muerte de una mascota.
Una vez, hasta recuerdo que, mi madre, que en ocasiones era más niña, y más traviesa, que nosotros, bromeó con él, diciéndole, desde el interior del cuarto de estar, que tenía un cachorrito con ella, y que nos lo íbamos a quedar; mi padre, mostrando un enfado monumental, quiso entrar en el cuarto de estar para sacar al inexistente perrito, mientras ella, desde dentro de aquel, se lo impedía, riéndose, mientras empujaba la puerta. Pero, ahora que lo pienso, aquello debió de ser una maniobra “preparatoria”, porque mi madre era bastante maquiavélica, bastante astuta, y al poco de ese suceso, “Luna” llegó a nuestra casa no solo para quedarse, sino para hacerse la dueña y señora de la misma.
En aquellos tiempos, en nuestra casa, trabajaba, como empleada doméstica, una señora llamada Antonia, a la que mi madre le comentó que nosotros, sus hijos, estábamos desesperados por tener un perrito, aunque la verdad era que la única “desesperada” era ella, pues nosotros teníamos asumido que mi padre no quería tener perro alguno y lo que decía mi padre “iba a misa”. Mi madre era la única que podía hacerle cambiar de opinión y… ¡vaya si lo hizo! Pues bien, Antonia le respondió, a mi madre, que, casualmente, una perrita (de unos vecinos, o perteneciente a su propia casa…no recuerdo muy bien esta parte de la historia) acababa de dar a luz a una camada de cachorritos y estaban buscando hogar para algunos, o todos ellos, así que, por un módico precio, podría traerle uno de aquellos perritos. Mi madre accedió y así fue como Antonia, al día siguiente, o al otro, mediando el pago de ciento cincuenta pesetas, trajo una cachorrita que cabía en una mano y que, aún era lactante, pues no tenía sino dos semanas de vida.
Mi madre, que era una maniática del orden y de la limpieza, lo primero que hizo fue bañarla (en aquellos tiempos no se tenía, sobre los perros, al igual que sobre muchas otras “cosas”, el conocimiento que hoy se tiene, y no se sabía que no se podía bañar a un perrito con tan poco tiempo de vida; y el caso fue que la perrita sobrevivió a ese primer baño que le dio mi madre, y a muchos otros más, que lo hizo con todo el amor y el cuidado del mundo, secándola, de inmediato, para que no cogiera frío). Con ese primer baño, mi madre le quitó a la perrita todos los parásitos que anidaban en su pequeño cuerpecito: cuatro garrapatas y siete pulgas.
La perrita era callejera, y se veía que, en algún “momento” de su árbol genealógico, debió de haber algún pastor alemán, porque los colores de su pelaje así lo indicaban (negro y “fuego”). Fue de tamaño mediano y nunca llegó a tener las orejas erguidas, tal y como las tienen los verdaderos pastores alemanes, sino que las tenía hacia los lados, recordando a las alas de un murciélago. Pero era muy inteligente; muy, pero que muy inteligente.
De entrada, la primera noche que pasó en lo que sería su hogar hasta el fin de sus días, mi madre la puso a dormir en el interior de una cesta de Navidad, a la que cortó el asa, poniendo un cojín en su interior, y situando a la misma en la cocina, pero se conoce que sintió frío o, quizá, habituada a dormir con su madre y sus hermanitos, se sintió algo desprotegida, lo cierto fue que buscó un mejor acomodo, o unas condiciones algo más parecidas a como había dormido hasta ese momento. Y, cuando a la mañana siguiente, mi padre, que ya estaba con la perrita “como Mateo con la guitarra”, llegó a la cocina, a prepararse un café, para irse al trabajo, vio que la perrita no estaba en donde se la había dejado la noche anterior, y que, tras buscar por toda la cocina, y por todo el piso bajo, en las estancias a nivel de la cocina, no conseguía dar con ella, así fue que regresó a su dormitorio, para contarle a mi madre lo que pasaba. Ni que decir tiene, que mi madre bajó, de inmediato, para iniciar la búsqueda de la perrita, preocupada por lo que hubiera podido sucederle, y, cuando ya empezaban a estar algo más que preocupados, comenzaron a oír unos ruiditos que provenían del interior de otra cesta que había debajo de la mesa de la cocina, próxima a aquella otra que habían habilitado como cama de la perrita, y que estaba llena de la ropa limpia de cama, que mi madre había estado planchando la tarde anterior. Mi madre se acercó a dicha cesta y oyó, con mayor nitidez, los ruiditos que parecían pequeños ronquidos, así fue que, con mucho cuidado, empezó a mirar entre los diversos pliegues que formaban las sábanas, fundas y forros de almohadas, cuidadosamente doblados, y allí encontró a “Luna”, que, en ese momento, se despertó, y se incorporó, mirando a mis padres, que a su vez la miraban a ella, interrogante, moviendo su cabecita de un lado hacia otro, a la vez que su pequeño rabito. En ese momento, la perrita se llevaría la primera “paliza de cariño”, por parte de mi madre, la primera de muchas a lo largo de su vida, pues a mi madre le daban ataques de cariño hacia “Luna”, durante los cuales cogía a la perrita, la estrujaba, le daba besos, nalgadas.. y, por su parte, una vez que la perrita comprendió que aquellas eran muestras de lo mucho que mi madre la quería, se volvía como loca, también, y saltaba, trataba de lamer a mi madre, se tiraba contra ella, fingía morderla…en fin, para no cansarles, que ambas se volvían locas demostrándose el amor que la una sentía por la otra. Pero las tres, o cuatro primeras veces, en las que mi madre la sometió a esas muestras de cariño, se vio, a las claras, que la perrita no sabía cómo tomárselo y llegó a “protestar” por el trato recibido.
Debo de aclarar que el nombre de “Luna” se lo puso mi madre y que, al contrario de lo que pueda pensarse, no guardó relación alguna con el satélite que circunda nuestro planeta, sino que se lo puso en honor a un perro que su padre, mi abuelo, tuvo, y que se llamaba “Lun”, siendo “Luna” el femenino de dicho nombre. Llegados a este punto, debo decir que la historia de este perro es digna de ser contada, y ya lo haré en un capítulo aparte, pues de hacerlo aquí me extendería demasiado y perderíamos el hilo conductor de esta otra que estoy narrando ahora.
Continuando con la historia de “Luna”, a la que, como ya he dicho, mi madre puso ese nombre, y ese fue el nombre que figuró en la cartilla que su veterinario abrió para ella, pues, como puede suponerse, en esos tiempos (años setenta del siglo pasado) no existían microchips ni nada que se les pareciera, y aunque ese fue su nombre oficial, en realidad, siempre la llamamos “Lunita”. Bueno, pues “Lunita” estuvo durmiendo en la cesta de la ropa limpia de cama hasta que creció lo suficiente para, de un salto, alcanzar la cama de mis padres, pues para ese entonces, ya hacía mucho tiempo que les había robado el corazón (ya saben lo que se dice de los perros: “primero te roban el corazón y, luego, la cama”). En realidad, “Lunita” nos robó el corazón a todos, que la adorábamos y la convertimos en la reina de la casa, y ella nos devolvía ese amor multiplicado, aunque, casi desde el primer momento, se estableció un vínculo especial entre mi padre y ella.
Mi padre solía levantarse muy temprano para ir al trabajo, a eso de las cinco de la mañana, para estar en su oficina a eso de las seis o, incluso, antes; así era que se iba a la cama muy temprano también, como muy tarde a las diez de la noche. Él acostumbraba a llegar del trabajo a eso de las tres y media de la tarde, almorzaba y se sentaba en su sillón, en el cuarto de estar, con la televisión encendida, pero casi sin hacerle caso, pues casi todo el tiempo lo pasaba leyendo, y “Lunita” se echaba a su lado, en el sofá que estaba situado a la derecha del sillón de mi padre, haciendo descansar su cabecita en el reposabrazos, para facilitar el que mi padre, de cuando en cuando, se la acariciara. El sofá, que era de tres plazas, tenía una en propiedad: la de “Lunita”, al lado de mi padre; las otras dos plazas nos las repartíamos mis hermanos y yo. Mi padre era el único que la sacaba de paseo y lo hacía dos veces al día, las dos por la tarde, una al poco de haber almorzado, después de haber llegado del trabajo y la otra como a las ocho de la tarde, antes de quitarse la ropa de calle y ponerse cómodo, y a eso de las nueve y media, “Lunita” saltaba del sofá, se sentaba en el suelo, frente a mi padre, y empezaba a bostezar, haciéndole ver así, que ya tenía sueño y que quería que se fueran a dormir; y mi padre, la inmensa mayoría de las veces, le “obedecía”. Una vez en el dormitorio, ella se subía a la cama y se echaba a los pies , en el lado de mi madre y cuando esta llegaba, una o dos horas más tarde, para acostarse, se la encontraba en su sitio, de modo que tenía que empujarla, para situarla en el centro para, así, poder extender sus piernas, y “Lunita”, entonces, protestaba emitiendo pequeños gruñidos mientras hacía que se movía, aunque en realidad, lo único que hacía era mover el culito, sin desplazarse un centímetro.
Mi madre solía adquirir, para ella, en una carnicería próxima a nuestra casa, “recortes”, que eran trozos de carne que la gente compraba para ponérselas a las sopas, los potajes…para darles sabor, pero que, habitualmente, no se comían, pues en aquellos tiempos no había pienso para perros; mi madre guisaba esa carne y, en ocasiones, la mezclaba con algo de arroz y, una vez a la semana, le daba una lata de sardinas en aceite porque, no sé en dónde había leído que eso hacía que el pelaje se volviera más brillante. Y a la perrita le encantaban esas sardinas en aceite, que devoraba en “un santiamén”. Una tarde en que mi madre le había dado su lata de sardinas semanal y que la perrita había degustado con verdadera fruición, esta se sintió especialmente contenta, y se fue al cuarto de estar, para hacérselo saber a mi padre, para hacerle saber que estaba contenta, así fue que se puso delante de él y empezó a hacer pequeñas cabriolas para llamar la atención de mi padre, que, de inmediato dejó el libro que estaba leyendo, y se dirigió a ella:
-¡Pero, bueno!, ¿qué le pasa a esta perrita?, ¿está contenta?-y, diciendo esto, puso, sobre sus rodillas, sus manos, con las palmas hacia arriba.
“Lunita”, de inmediato, se acercó a él y restregó su hociquito, y su boquita, contra las palmas de las manos de mi padre, dejándoselas impregnadas con el aceite de las sardinas; mi padre, al ver sus manos Impregnadas por aquél liquido graso, se llevó una de ellas a la nariz, para tratar de identificar el olor, reconociendo, de inmediato, el inconfundible olor de las sardinas en aceite.
-¡Ah!, ¡perrita cochina!-exclamó, algo asqueado, mientras todos reíamos la ocurrencia de “Lunita” y esta continuaba igual de contenta, realizando cabriolas.
El plato de la comida de “Lunita” lo ponía mi madre en la cocina, al lado de una puerta que daba a un minúsculo patio, y como la perrita acostumbraba a sacar la comida de su interior para ponerla en el suelo, mi madre ponía, debajo de ese plato, hojas de periódicos, para que así no lo ensuciara. “Lunita” se pasaba todo el día “picando”, pues cada vez que nos veía, a alguno, moviendo la boca, venía a pedirnos que le diéramos lo que quiera que fuese que estuviésemos comiendo; ella podía estar en el sitio más recóndito de la casa que, si oía abrir la lata de galletas, venía “como un tiro”. En aquellos tiempos no existía la variedad de galletas que existe hoy en día, y así es que yo recuerde, en mi casa, empezamos por consumir las galletas María “de toda la vida”; luego vinieron las galletas Himalaya, que eran cuadradas, y de mantequilla; luego vinieron las María “doradas” y, por último, las Boronitas, que eran como pequeños bizcochitos con la forma de una concha de Santiago en su parte superior, con un abultado “vientre” en su parte inferior, y estas últimas eran uno de los manjares más exquisitos para “Lunita” que podía devorarlas por kilos, si se las hubiéramos dado. Por otra parte, mi madre acostumbraba a ponerle el plato a rebosar de comida, así que era muy normal que ella no se comiera toda la comida que mi madre le ponía, y era en esas ocasiones en las que, con su hociquito, se dedicaba a tapar el plato, empujando las hojas de periódico que había debajo del mismo, hasta conseguir “empaquetarlo”, ocultándolo a la vista de todo el mundo, para guardar su comida, para cuando le volviera a dar hambre; de haber tenido tierra, hubiera enterrado la comida, pero como no disponía de ella, tenía que hacer uso de los periódicos. Y cuando yo oía que estaba haciendo esto, me acercaba a la cocina, y me situaba en el marco de la puerta de la misma; entonces ella dejaba de hacer “el paquete” y me miraba, y entonces, yo le decía:
-“Esa comidita, es mía”-y, dicho esto, yo salía corriendo, pues “Lunita” me perseguía, ladrando, como si estuviera furiosa; tras cruzar el comedor, yo subía los escalones de la escalera que daban al piso de arriba, de dos en dos, hasta llegar el rellano, poniéndome así “a salvo”, mientras ella se quedaba al comienzo de la misma, mirándome, desde abajo, entre enfadada y satisfecha de haberme puesto en fuga. De inmediato, se daba la vuelta, y volvía a la cocina, para continuar empaquetando su plato y hacer guardia a su lado; yo, por mi parte, volvía a bajar, volvía a llegarme hasta la puerta de la cocina, volviendo ella a mirarme. Si yo no decía nada, podíamos quedarnos mirándonos toda la tarde, pero como yo le dijera la consabida frase (“esa comidita es mía”), tenía que volver a salir corriendo, pues ella me perseguía, ladrando, furiosa. Yo estoy seguro de que, de haberme parado, no me hubiera hecho nada, porque nunca mordió a ningún miembro de la familia, de manera consciente, pero era nuestro juego particular, y podíamos pasar la tarde jugando a él.
Antes dije que nunca mordió a nadie de manera consciente, porque a mi hermano Carlos sí lo mordió sin querer, y eso ocurrió de la siguiente manera: mi hermano acababa de comer y, ese día, de segundo plato, mi madre había hecho un pollo a la cerveza que, como era normal, le había quedado delicioso. En esos tiempos no se sabía nada acerca de que los huesos de pollo fueran peligrosos para los perros, así que mi hermano, sentado a la mesa, en el comedor, leía el periódico mientras sujetaba un hueso de pollo para que, a “Lunita”, le resultara más fácil comérselo, sin ensuciar el piso ; yo, en ese momento, estaba sentado en el “recibidor”, que era una estancia que solía haber en las casas de antes, que, normalmente, estaba situada al lado de la puerta de entrada a la casa, en la que se recibía a la gente con la que no existía confianza, de ahí su nombre, y, desde allí, oía como “Lunita” quebraba los huesos de pollo, y los trituraba, con la fuerza de sus mandíbulas, en esto que oigo que mi hermano se queja, de dolor, e, instantes después, lo veo pasar, delante de mí, con el dedo índice hacía arriba, y veo que abre la puerta de la calle, y sale por ella, sin darme tiempo a preguntarle nada. Como a la hora, regresa, con sus dedo índice vendado, y nos cuenta, entre risas, que acababa de venir de la Casa de Socorro, un dispensario médico de barrio que existía en aquel entonces, en donde le habían dado un par de puntos de sutura en el dedo porque, al parecer, la salsa del pollo había resbalado por sus dedos, impregnándolos y, así, “Lunita” había acabado por confundir su dedo con un hueso de pollo, mordiéndoselo. Pero, como ya digo, no fue una mordida consciente y tampoco nada grave; se curó con los consabidos dos puntos y una vacuna antitetánica.
De “Lunita” podría contar decenas de anécdotas, pero este relato, que quiero que sea corto, se convertiría en una novela, así es que voy a contar, por último, la más “memorable”.
A finales de los años setenta, el segundo de mis hermanos, Jorge, contrajo matrimonio y lo hizo en el pueblo natal de su novia, Olot, en Gerona, pero tanto la ceremonia religiosa como la celebración estaban previstas que se celebraran en una masía perteneciente a la familia de ella, en un lugar denominado San Mateo, que era una especie de aldea, con muy pocos habitantes, muy verde, y muy bonita, que no estaba lejos del propio pueblo.
La masía en cuestión estaba enclavada en un paraje maravilloso, en el interior de una finca de varios decenas de miles de metros cuadrados, con verdes prados, alguna que otra zona boscosa, con una pequeña ermita que distaba un par de cientos de metros de la casona, un granero que estaba situado frente a la puerta principal de esta, a unos veinte, o treinta metros, y esta preciosa finca contaba con hasta un pequeño riachuelo que discurría, en parte, por su interior.
A un acontecimiento como ese era normal que acudiera toda la familia, y así lo hicimos, con la excepción de mi hermano mayor, Carlos, que, en ese entonces, vivía en el extranjero, felizmente casado, desde algunos años antes, y al que sus obligaciones laborales no le permitieron asistir, y “Lunita”, a la que hubiera sido muy complicado llevar.
Mis padres, mi hermana Pili y yo, partimos de nuestro querido Tenerife para permanecer en Gerona por espacio de unos diez días; llegaríamos allí una semana antes del enlace y nos quedaríamos dos días más después del mismo, para pasar unas cortas vacaciones con motivo de aquel. Mi hermana Rosi se reuniría allí con nosotros, pues ella y su pareja, en ese entonces, vivían en Madrid.
Mis padres no querían dejar a “Lunita” sola, tantos días, en casa, así que mi madre habló con María, que así se llamaba una de las costureras (o modistas) de las que ya hablé algo en el primero de mis relatos, y la convenció de que, esos días, se quedara en casa con nuestra perrita, para que esta no se sintiera tan sola y se ocupara de ponerle de comer y de beber, así como de recoger las caquitas que la pobrecita tendría que hacer en la azotea, porque por espacio de esos diez días, nadie la sacaría de paseo.
Llegados a este punto de mí relato, he de aclarar un par de aspectos, para que lo que sigue a continuación, se entienda mejor.
Lo primero que tengo que aclarar es que para “Lunita”, su mundo éramos nosotros, su familia; fuera de ese mundo, nada, ni nadie, normalmente, le interesaba y ella se creía en la obligación de defender su mundo, o sea, de defendernos a nosotros, así que, en principio, nadie que viniera de fuera era bienvenido, y era por este motivo por el que, cada vez que alguien que no perteneciera a nuestra familia, venía a nuestra casa, teníamos que encerrarla, bien en el recibidor, bien en el cuarto de estar. Para ella, había tres tipos de visitantes: un primer grupo compuesto por aquellos visitantes, algo asiduos, a los que se alegraba de ver, saludándolos afectuosamente, moviendo el rabito; este grupo era muy exiguo pues solo contaba con un integrante: mi tía Elena, una hermana de mi padre que, no sabemos porque motivo, pero le caía bien a “Lunita”; un segundo grupo compuesto por aquellos visitantes asiduos que no le gustaban pero a los que soportaba, para no ser encerrada con frecuencia, y a los que, si hubiera tenido la oportunidad, les hubiera dado un susto; en este grupo se encontraban las dos costureras, Juanita y María, que eran dos señoras mayores bastante afables, y algunos amigos de mis hermanos; y en el tercer grupo, de largo el más amplio, en el que estaría comprendido el resto de la humanidad, que sería toda la gente a la que atacaría si tenían el atrevimiento de venir a nuestra casa.
Ella solía pasar las mañanas en el recibidor, vigilando la puerta de entrada, hasta que yo llegaba del colegio. De vez en cuando iba a dar con mi madre, para saludarla y sentirse querida, pero, de inmediato, volvía al recibidor. He de decir que este era un cuarto pequeño, de tres metros de ancho por unos cuatro de largo, que albergaba una mesita situada en la esquina opuesta a la puerta de entrada al mismo, sobre la que estaba el teléfono, algún cenicero, un cuaderno para tomar notas y algún adorno cuyo detalle no recuerdo ahora mismo; debajo, la mesita tenía un estante en donde teníamos los guías de teléfonos.
A cada lado de esa mesita había dos sillones, cuatro en total, pegados unos a otros, de esos de eskay, muy funcionales. Luego había otros dos muebles en los que había libros; uno de los muebles era bajo y el otro era un mueble-bar en su mitad superior, y estantería de libros, como ya he dicho, en su mitad inferior. Por último, había un “sillón de orejas”, es decir, un sillón de respaldo alto con una especie de apéndices, a los lados de este, que servían para apoyar la cabeza; un sillón muy cómodo, que “Lunita” hizo suyo, pues estaba estratégicamente situado frente a la puerta de la entrada, así que en él, ella podía dormitar mientras que cumplía con lo que creía que era su obligación, vigilar.
Ella, de cuando en cuando, se levantaba de su sillón y se subía a los sillones de eskay que había debajo de la ventana que había en el propio recibidor y que daba a la calle, asomándose a la misma, y, desde allí, le ladraba a los perros que veía pasar por delante y a la gente cuyo aspecto no le gustaba; a este respecto he de decir que, en esos tiempos, era muy frecuente que, sobre todo las mujeres, vistiesen de negro, guardando luto en memoria de algún familiar que hubiera fallecido y a “Lunita” no le gustaba, nada, que, mujeres vestidas de esa manera, pasaran por delante de nuestra casa, así que se volvía loca ladrándoles.
Hecho este inciso, vuelvo a mi relato, poniendo el acento en el hecho de que mi madre hubiera dejado al cuidado de nuestra perrita a María, una persona perteneciente al segundo grupo, es decir, al grupo de personas que no le gustaban a “Lunita”, pero a las que toleraba porque no le quedaba otro remedio.
Durante el segundo día de nuestra estancia en Gerona, mi madre llamó a casa, para ver cómo estaba “nuestra reina”, pero nadie contestó, nadie cogió el teléfono; no le dimos mayor importancia a este hecho, asumiendo que María habría tenido que salir a la calle, a hacer algo, o, quizá, estaría en el cuartito de la azotea, que era el cuarto de costura, haciendo algún trabajo con la máquina de coser y, desde luego, desde allí no oiría si sonaba el teléfono. A la mañana siguiente, mi madre volvió a llamar, con idéntico resultado; volvió a llamar, otra vez, esa misma tarde, y lo mismo…ya al quinto día sin saber qué era lo que sucedía en casa, pues nadie respondía a nuestras llamadas, empezamos a preocuparnos, y sin nadie de confianza a quien llamar para pedirle que se acercara por nuestra casa para interesarse por lo que pasaba en ella, pues todo esto estaba sucediendo en pleno mes de Agosto, mes en el que nadie estaba en su casa, fue por lo que decidimos que yo adelantara mi regreso, y, nada más terminar la ceremonia de la boda, me iría, en un taxi, al aeropuerto de El Prat, para coger un vuelo con destino a Tenerife, para así ver qué era lo que sucedía en nuestra casa.
He de decir que, en aquel lugar, en Olot y los municipios aledaños, no era raro que, de repente, estalle una tormenta terrible en la que llueva a cántaros agua caliente, y los padres de la novia ya habían previsto que, si eso sucedía, la fiesta de celebración tendría lugar en una discoteca que habían alquilado al efecto. Y llegó el día de la boda y la gente empezó a llegar a la finca, aparcando sus vehículos a la entrada de la misma, en un terraplén que había frente al portalón de acceso a la misma, pues arriba, cerca de la casona todo estaba organizado para celebrar el banquete de boda al aire libre, en la explanada cubierta de pasto, que había entre la casona y el granero que había frente a esta. Dos o tres vehículos se encargarían de llevar a la gente desde el portalón hasta la casona, que era el lugar en el que se celebraría la ceremonia religiosa, y el posterior banquete de bodas, pues se trataba de una distancia considerable, además de que para llegar a aquella se hacía necesario cruzar el riachuelo que, si bien, en ese momento estaba casi seco, con solo unos pocos centímetros de altura, la gente venía muy elegantemente vestida y no era cuestión hacer que llegaran arriba con los zapatos enfangados. Y ya durante la boda sucedió lo que se temía: empezó a diluviar; los pobres novios no tuvieron ni la suerte de que el temporal empezara una vez que hubiera terminado el oficio religioso y así la gente se apelotonó en el interior de la casona y los que no cupieron la siguieron desde el granero que, a pesar de ser grande, también estaba atestado de gente.
Para no cansarles, una vez que terminó la ceremonia, me despedí de todo el mundo, cogí la maleta que ya había llevado hasta allí y me subí a uno de los vehículos que habían estado subiendo a la gente, pero cuando llegamos a la altura del riachuelo, resultó que este estaba crecido, pues tendría como unos cincuenta, o sesenta centímetros de altura, y así fue que tuve que arremangarme los pantalones, quitarme los calcetines y los zapatos, y cruzarlo como pude, así como tener que hacer el resto del camino a pie; a todas estas, continuaba lloviendo “a mares”.
Cuando llegué al portalón, en donde me esperaba el taxi, después de haber estado caminando por espacio de un cuarto de hora bajo aquella tromba de agua, pueden imaginar que estaba como si me hubiera estado bañando en el riachuelo, con la ropa puesta, así que, con la maleta colocada en el maletero, la abrí y saqué ropa seca que me puse en el taxi, metiendo la ropa mojada en una bolsa plástica que, a su vez, metí en la maleta.
Unas seis horas y media más tarde, mi avión aterrizaba en el aeropuerto de Los Rodeos, en Tenerife, y, una media hora más tarde, otro taxi me dejaba delante de la puerta de nuestra casa. Abrí la puerta de la misma y, de inmediato, apareció “Lunita”, meneando su rabito y emitiendo pequeños “lloritos”, que eran de emoción, contenta de ver a alguien de su familia, aunque fuera yo, que siempre la estaba haciendo rabiar.
María, que estaba en los pisos de arriba, oyó mi llegada y bajó, de inmediato, y, al encararme con ella, tras saludarla, le pregunté:
-María, ¿usted no oía el teléfono sonar?
-¡Mira, mi niño, he oído el teléfono sonar un montón de veces, pero esta perra es un demonio!, ¡cada vez que me acercaba al teléfono, ella se subía a la mesita y se ponía a gruñirme, como diciéndome: “anda, coge el teléfono, a ver si te atreves”!
En ese momento, miré a “Lunita”, y ella me miró a mí, poniendo una miradita de lo más dulce, con las orejitas hacia atrás, moviendo el rabito y, la verdad es que no me había creído lo que me había contado María; me sonó a “cuento chino”, pues nunca había visto a “Lunita” subirse a la mesita del teléfono. Pero decidí dejar las cosas como estaban y que fuera mi madre la que se entendiera con María, cuando regresara, pues ella es la que acostumbraba a tratarla, no yo. Yo ya había cumplido con mi cometido, habiendo regresado a la casa, para comprobar que todo estaba bien, tras un viaje que no olvidaría en lo que me quedaba de vida.
Pero quiso el destino que, en ese momento, sonara el teléfono y María me dijo:
-¡Míra, ahora vas a ver!-y, diciendo esto, se adelantó para ir hacia el recibidor, a coger el teléfono, en eso que “Lunita” salió corriendo, la adelantó y, tal y como ella me había dicho, momentos antes, se subió a la mesita del teléfono y empezó a gruñirle.
La verdad es que si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo hubiera creído; y resultó que quien llamaba era mi madre. Cuando le empecé a contar qué era lo que había sucedido, no podía parar de reír, y ella, después tampoco, soltando la célebre frase que le había oído tantas veces, aplicada a mi hermana Rosi, esta vez aplicada a nuestra “Lunita”: “¡lo que no se le ocurra a esta perra!”.