Revista Cultura y Ocio
Imaginemos a dos hombres barbudos que llegan a Lisboa en el año 1984, acompañados por sus mujeres. Viajan en un humilde Seat Panda y en sus maletas, que pronto serán robadas por unos desconocidos y de las que sustraerán las píldoras anticonceptivas, se acumula un vestuario más deudor de la órbita hippie que de la estética Yves Saint Laurent. Uno de esos viajeros se llamaba Paco; y veintitrés años más tarde, aprovechando una ausencia estudiantil de su hija Elena, su esposa y él deciden repetir la experiencia lusa. A pesar de las tentaciones modernas, el vehículo que eligen para volver a la patria chica de Fernando Pessoa y António Lobo Antunes no es el avión, al que consideran transporte poco adecuado para el disfrute del viaje («En la mayoría de ocasiones el recorrido se realiza tan rápido que el cuerpo llega antes que el alma al punto de destino»), sino otra vez en coche.
La primera información que se nos suministra sobre «este nuevo y definitivo viaje» que habría de durar cinco días (aunque quizá no tan definitivo, porque en la página final se nos advierte de que el autor piensa en regresar a la ciudad en un futuro cercano), nos habla de intensos contrastes. Hospedados en el moderno hotel Nacional, pronto descubrieron el autor y su esposa la profusión de los mendigos lisboetas (muchos de ellos aquejados por dolencias en los pies y las piernas, que el autor de la crónica atribuye irónicamente a la discreta condición del empedrado de la ciudad), que se situaba al lado de las bellezas arquitectónicas y de unos mariscos que impresionaron fuertemente a los viajeros. Y casi de inmediato brota la primera perplejidad, que me sacudió también a mí cuando visité Oporto, y que traslado literalmente con las palabras de Paco López Mengual: «Nos sentamos en un banco frente al Palacio Color de Rosa, donde reside el presidente de la República de Portugal. Después de varios intentos, ni mi mujer ni yo acertamos a decir su nombre [...]. Fuimos conscientes de lo distantes que vivimos los dos países que ocupamos la Península Ibérica». Cierto es.
Más tarde aparecerán algunos detalles de humor, que salpican el texto con el sello inconfundible de Paco López Mengual. Así, nos aconsejará lo que debemos hacer los murcianos para explicar más allá de nuestras fronteras de qué lugar procedemos y que los extranjeros se sitúen («Si nos encontramos en Berlín y un camarero alemán nos pregunta por nuestra región, lo más útil es mentar primero Benidorm; después, Marbella; y entonces, situarla en medio. O directamente, para no dar muchas explicaciones, ubicarla junto a Andalucía»); o nos contará el modo más bien indiscreto en que Jose y él se asomaron a la urna que contiene los restos de san Vicente, para comprobar si le faltaba de verdad algún dedo (dedo que, en teoría, se conserva respetuosamente en la iglesia de La Asunción de Molina de Segura); o nos ilustrará sobre la misteriosa doble tumba de Camoens, principal poeta portugués. No es raro, teniendo en cuenta la brillantez de su escritura, que Paco López Mengual haya tenido noticia de que su obra El mapa de un crimen está a disposición de los lectores lusos en la librería Bertrand (editada por Estrofes e Versos), justo tres años después de que ellos la visitaran en aquel julio de 2007. Y un consejo para escritores que busquen argumento con el que escribir una historia: yo les animaría a que visitaran las páginas 28 y 29 de este libro, donde se enterarán de la singular historia de Otelo de Carvalho, que pasó de ser líder de la revolución de los claveles a convertirse en ladrón.Escribió una vez Paco Umbral que de los genios se aprovechan hasta las migajas, pero le faltó añadir dos precisiones: que hay genios cuyas migajas son más bien infumables (Miguel de Unamuno, por ejemplo) y que hay genios que miman todos sus escritos, sin dejar ocasión a que se los tilde de migajas. Paco López Mengual, con la ayuda de La sierpe y el laúd (el maravilloso grupo poético ciezano que ha hecho posible este volumen), nos entrega aquí una obra exquisita que sólo los miopes juzgarán de menor.