Partiendo de la soledad, todo cineasta se relaciona mejor con el mundo que le rodea a través de las imágenes que de las palabras. Una pequeña cámara domestica basta para atrapar clandestinamente la belleza de la realidad, los instantes efímeros de felicidad, o los fantasmas que pululan por cada uno de los espacios que habitamos o transitamos. Una mesa (ordenador) de montaje completará el gesto del artista dando forma al pensamiento tras la observación. Así surgió En la ciudad de Sylvia (2007), de los viajes que José Luis Guerín realizó por diferentes ciudades durante 3 años registrando de manera furtiva toda una serie de rostros y presencias femeninas. En Recuerdos de una mañana (2011) el impulso del flâneur que anima toda su filmografía se guarda celosamente en su propio domicilio. A la manera del ‘Jeff’ Jeffries de Rear Window (1954), Guerín mira atentamente desde una de sus ventanas hasta donde le alcanza la vista (la lente); los pájaros, las precipitaciones meteorológicas, un árbol o la insignia que acredita que el edificio situado justo enfrente fue construido en 1900.Y, como no, los vecinos que lo habitan. Hombres y mujeres que, al igual que Guerín, se asoman a sus ventanas para admirar la realidad que les rodea o para tomar, simplemente, un poco de aire en un día demasiado caluroso.
Pero resulta que, un día cualquiera, a uno de esos vecinos le dio por suicidarse. Guerín le había filmado mientras tocaba el violín en calzoncillos al lado de la ventana desde la que decidió poner fin a su vida. Intentando descubrir quien era aquella persona con la que había mantenido una especie de relación a través de las imágenes, pero con la que nunca llegó a entablar una conversación, el director sale a la calle con su cámara. Pregunta a los vecinos lo que sabían de aquel hombre que parecía a todas luces músico, y como recordaban el momento en que su muerte alboroto, momentáneamente, la tranquilidad de la pequeña esquina de la calle Casp de Barcelona que sirve de escenario. Las opiniones que recoge fragmentariamente son tan dispares como los entrevistados; desde el elogio, al deprecio pasado por la mera especulación de los motivos del suicidio. Realmente da lo mismo. Porque, no obstante, conocemos la debilidad de todo testimonio.
Guerín, asumiendo la derrota de su empresa, comienza a desplegar el gesto del artista. En primer lugar monta una especie de atlas a partir de su trabajo de campo. El roce de las imágenes escarba la realidad para revelar la soledad que asola, como si se tratara de un mal endémico, a ese pequeño lugar donde resuenan los ecos de todo el mundo. Todos se conocen, saben perfectamente quien son sus vecinos y cada una sus rutinas. Pero son incapaces para entablar conversación alguna. «Faltan más parque y plazas» afirma uno de los entrevistados. Suena a excusa pero no hay reproche. Guerín, posteriormente, vuelve a mover su mano para llegar donde la vida no puede, buscando una suerte de asociaciones imposibles entre cada una de esas historias, en principio, solamente testimoniales. Y encuentra la curiosa correspondencia que unía en la distancia a Manuel, nuestro violinista, con un saxofonista que también ensayaba enfrente de su ventana. Tampoco ellos se habían comunicado personalmente, pero la cámara logra descubrir el dialogo secreto que mantenían gracias a los ecos de cada uno de sus instrumentos.
Recuerdos de una mañana forma parte del Jeonju Digital Project. Todos los años financia tres cortometrajes a cineastas de cierto prestigio para ser proyectados durante las fechas que se desarrolla el festival surcoreano que lo ampara. En esta ocasión, Guerín comparte el honor con Claire Denis y Jean-Marie Straub. Pese al elevado interés del proyecto, por el que también han pasado Pedro Costa u Hong Sang-Soo, nunca se ha distribuido ni proyectado ninguna de sus piezas en España. Pero esta no será la única razón que impida la exhibición de este, por el momento, último trabajo de Guerín. Alrededor de él se ha generado una polémica que evoluciona lentamente hacia la censura. La familia de Manel considera intolerable que Guerín robara imágenes de su intimidad para mostrarlas en medio mundo, y cree conveniente que la película no llegue a ser exhibida públicamente.
Sin duda que este tema alrededor de la figura de lo público y su uso es sumamente interesante. Pero desgraciadamente vela todo lo que tiene de interesante este trabajo. Guerín al igual que en trabajos anteriores, centra su mirada en el estudio de una relación muy singular con la ausencia y la pérdida. Y al igual que sucediera en Innisfree (1990), Tren de sombras (1997) o En la ciudad de Sylvia (2007) la realidad que se toma como punto de partida es una ficción. Es decir, la imagen que una forma artística proyecta de si misma y que provoca tantos tipos percepción como miradas se orientan sobre ella. Manel, era una imagen para Guerín. La imagen de una mirada extrañada que percibe lo real como si fuera una ficción. Algo así como el dibujante de En la ciudad de Sylvia en que, en mayor o menor medida, nos hemos convertido todos hoy en día. Como expresa uno de los entrevistados «cuando cayó el cuerpo creía que estaba en un reality-show, y que enseguida saldrían tres personas para decirme que todo era una broma»
Después de las asociaciones vecinales, Guerín consigue encontrar la suya. Descubre que Manel tenía casi su misma edad y que había trabajado como traductor para diferentes editoriales dejando como legado la traducción de dos libros. El Werther de Goethe. Un libro que, como reconoce el cineasta, le marcó profundamente en su adolescencia. Y Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana de Proust. Conjunto de fragmentos de orígenes tan diversos como desconocidos que sirvió de ensayo previo a la búsqueda de ese tiempo perdido que ha obsesionado a Guerín durante toda su filmografía. Tras su aventura, el cineasta vuelve a encerrarse en su apartamento con estos dos libros. Les filma con cariño, aunque se detiene sobre todo en el segundo. Arcadi Espada nos recuerda que “el libro es una requisitoria de Proust contra el principal crítico de su tiempo, Sainte-Beuve, y contra cualquier intento de vincular la vida corriente (el «ser social» lo llama Proust) con la obra de un artista”. El arte sirve para estas cosas.
Ricardo Adalia Martín.