Revista Filosofía
A mis compañeros del Colegio Azúa (1984-1992), Que el recuerdo de una experiencia pasada pueda cambiar el futuro es algo ordinario, incluso habitual. Pero que ese recuerdo se transfigure en parte de ti, hasta no querer dejarlo pasar, compartiéndolo solo con quienes lo pueden recibir, es algo extraordinario. Cuando ello ocurre y el recuerdo se hace tuyo, obra por sí mismo, como una célula que se desprende de sus órdenes o una nota de la sinfonía que integra. En ese momento las estructuras se tambalean y lo más arraigado se debilita. Ni las guerras más feroces pueden evitar su irrupción ni la paz más perpetua calmar su violencia. El tiempo acaba descubriendo sus entrañas. Un reencuentro, una voz, un aroma, pueden desengancharte de la vida monótona de la memoria. Descubres tu impretérito ser, siempre indemne, como el primer niño capaz de mirar a su alrededor, pero también de dejarse mirar, formando con ello su lugar en el mundo. Aquellos recuerdos nos separarán para siempre del paso del tiempo, de la melancolía del atardecer, de la incapacidad de ser más. Aquellos recuerdos serán para siempre tú mismo.