Hay viajes que se tardan en salir de mi libreta para llegar al blog. Hace un año estuve en Italia y hasta hoy es que me siento con las líneas ya escritas a contar un pedacito de la historia
Quería ir a Roma. Busqué por varios días cualquier tipo de oferta, pero nada me parecía razonable desde Frankfurt-Hann o, en todo caso, Luxemburgo, desde donde también podía salir. Estaba en el sur de Alemania, país al que llegué después de estar dando vueltas durante dos meses por otros lados de Europa. Ahí, los días se me pasaron entre pueblos, bosques y viñedos. Entonces, cuando desperté de ese ensueño, no tenía otra idea en mente: quería ir a Roma.
Pero no todos los caminos llevan allá, como uno cree. Un pequeño viraje en el mapa, un vuelo de último momento y terminé aterrizando en Pisa, en el encanto de la Toscana y su noche; una noche que me guió por las calles a ritmo de benvenuto y ciao bella, mientras arrastraba la maleta. De repente, como todo viaje que está predestinado a darse, tenía un montón de opciones de hospedaje y yo terminé decidiéndome por esa que me dejaba al frente de la Piazza dei Miracoli, o mas bien frente a ese muro que separaba mi ventana de la Torre de Pisa, pero desde donde alcanzaba a vislumbrarla ostentosa para sentir que estaba en medio de un cuento.
Si llovió mientras iba de Pisa a Florencia no me di cuenta. Y ya tampoco recuerdo cuántas veces hice ese recorrido durante los sietes días en que el italiano se me impregnó en el entusiasmo. Recuerdo, eso sí, que después de atravesar la piazza (y de intentar grabarme cada vez los detalles de la torre, de la catedral, del baptisterio), comía un croissant relleno de crema, de mermeladas o de chocolate, con un café copioso y recuerdo también que cruzaba dos calles más para siempre ir a la misma parada a esperar ese autobús que me dejaba en el aeropuerto de la ciudad a la hora exacta en que otro autobús iba saliendo a Florencia. Compraba el ticket, subía, me sentaba y me quedaba dormida. Por eso, si llovió mientras iba de Pisa a Florencia no me di cuenta, ni tampoco supe cómo era el camino porque dormir en esa vía se me convirtió en un acto repetitivo al que me entregaba sin remordimientos.
Pero en Firenze, ¡ah, Firenze! llovió siempre. Y a pesar de eso nadie se movió de las filas para subir a la Torre de Giotto, ni para entrar a la Galería de la Academia donde está el David de Miguel Ángel Buonarroti. Cinco horas y media bajo la lluvia habían aguantado los argentinos que estaban de primeros en la fila para ver la escultura y yo, que ya he hecho esas cosas antes, sabía bien lo que se siente no moverse de ahí. Ese aguante es como una especie de gloria, de mini triunfo viajero.
La Florencia que yo vi, la Pisa que caminé, estaban lejos de una espera. Contemplé las ciudades sentada en sus bancos, perdiéndome en su idioma, reconstruyendo frases, imaginando historias. Pasé cerca de tres horas viendo cómo un payaso hacía reír a todo el que caminaba frente al Palazzo Medici, pero fui incapaz de entrar. Como tampoco entré a ninguna catedral, porque preferí la contundencia de un helado mientras veía a la gente pasar y poner sus cámaras a punto para llevarse el mejor recuerdo.
¿Qué fui a hacer yo a Italia? Ahora que lo pienso, me parece que fui a sentirla. Lo que recuerdo de ella son sus sonidos, los colores de las calles, el desparpajo de las noches largas mirando a la nada. La piazza llena de gente y vacía durante la noche cuando tenía la suerte de caminarla sin prisas. Recuerdo la lluvia y el sueño. Recuerdo su belleza como un suspiro, mi tranquilidad; la certeza de que tenía que estar ahí y no en otro lugar.
PARÉNTESIS. Mis días italianos me alcanzaron para ir con la buena gente de My Tour hasta la región de Chianti, en medio de la Toscana. Se supone que me llevarían a dos bodegas de vino, a dar una vuelta, que me dejarían caminar; pero como siempre hablo más de la cuenta, además de todo eso me regalaron la dicha de conocer Monteriggione porque yo estaba destinada a que me enamorara de sus puertas y ventanas. Eso lo cuento otro día.