Revista Filosofía
Todavía me elevo sobre los barrotes verdes que aún nos separan de aquellos patios de juego, cuando el único reloj era la sirena de las doce y de las cinco. Todavía respiro el aire de nocilla que reblandecía el pan de nuestras madres, y escucho los sietes de Don Claudio en las mañanas de los lunes, y me adentro por los pasillos y laboratorios, cuando el misterio de las probetas mezclaba los primeros olores. Todavía me quito la plastilina de la uña del pulgar, y veo ahí el lápiz mordido por el primer aburrimiento, y solo junto a él, el sacapuntas amarillo. Todavía escucho la lluvia mientras nos amontonamos bajo los porches, sujetos a aquellas columnas que sólo Sansón lograba tambalear. Y a lo lejos el abrigo verde y rojo, olvidado entre las hojas otoñales, para siempre llevado por el viento. Todavía veo a mi amigo Víctor riéndose de su cara redonda, y volviéndose a mí como queriendo encontrar un cómplice en los días de soledad, cuando la piel aún se llenaba de moretones. Todavía me veo los viernes esperando la hora de las cinco, y el carro de la compra mientras jugaba a sobrevolar planicies y desiertos, y ríos de hormigas como siendo los ojos de dios. Todavía siento erizarse el alma al presentirla, siempre a ella, una sonrisa que parecía esconder los secretos de todos nosotros, y quién sabe si los de este universo sin nombre ni origen. Allá, cuando la eternidad era el pan de cada día y los ríos no daban a ninguna mar.