Arturo espera paciente mirando el camino que tiene frente a su casa. Una casa de piedra en medio del pirineo aragonés en la que vive solo desde hace prácticamente cinco años. No recuerda ya ni cómo ni por qué aceptó aquel trabajo, pero lo hizo. Renunció a lo conocido por lanzarse a la aventura, por intentar que su corazón dejara de doler de la forma en que lo hacía. Ella al sur, él al norte. Todavía a la espera de que la distancia hiciera lo que suele hacer con el amor, romperlo, desgastarlo, convertirlo en polvo y recuerdos en blanco y negro. Da una calada profunda al cigarro que le toca fumar ese día, hasta el pueblo más cercano está demasiado lejos como para fumar más de la cuenta. El cartero aparece con ese coche viejo que hace que se le escuche a varios kilómetros de distancia, entre el silencio de los valles. Los bosques allí parecen silbar melodías que él no entiende, y que sabe con certeza no logrará entender durante el tiempo que siga residiendo en aquel lugar. Duda de que pudiera entenderlos aunque pasara el resto de sus días descansando entre aquellos montes.
―Buenos días, don Arturo. ―Le saluda el hombre, que saca una carta sellada por la ventanilla, se la entrega siempre sin bajar del coche.
―Buenos días, Manuel. ¿Qué tal va? ―Arturo camina hasta el automóvil y coge la carta, todavía con el cigarro apoyado en el labio.
―Como siempre, ya sabe, en el pueblo no hay mucha novedad en estas fechas.
―Que viene el frío.
―¿Eso le parece una novedad?―El cartero se ríe con ganas, mostrando un hueco entre sus dientes, y enciende de nuevo el motor.―Bájese un día por allí, le invitaré a una buena tortilla y vino.
―Intentaré bajar pronto. Se lo prometo, Manuel.―El hombre hace un ademán con la mano y recorre el camino inverso hasta la puerta de la casa. Apaga el cigarro y observa el sobre amarillento por un momento, mientras escucha el coche del señor Manuel alejarse por los caminos, siguiendo el recorrido de casas desperdigadas que esperan su correspondencia.
Comprueba siempre el nombre y la dirección del destinatario, el remitente y el tipo de sello. Es un hombre metódico pero sin llegar a la obsesión, por suerte para él. Sonríe más con los ojos que con la boca al reconocer el trazo estilizado de la tipografía. Desde que estudió tiene la idea de que las mujeres escriben mucho mejor que los hombres, y que por norma general se esfuerzan mucho más en sus tareas. Ella nunca falta a su cita. Una vez al mes recibe una carta, una carta desde muy lejos. Casi siente la calidez del sol entre las manos y se le enciende el pecho al coger el papel rugoso entre sus dedos e imaginar las manos de ella acariciándolo antes de meterlo en el sobre.
Nunca se imaginó lejos de ella, sin poder verse reflejado en sus ojos, sin poder besarla a todas horas, sin poder correr tras de ella por el patio de la casa para abrazarse a su cintura antes de esconderse en cualquier esquina para que nadie los viera. Nunca imaginó que podría seguir respirando a cientos de kilómetros de distancia del amor de su vida. Pero las apariencias, las exigencias del guión, habían hecho que ella tuviera que casarse con otro y que él tuviera que huir al norte.
Se levanta para echar algo de leña al fuego y servirse un café en una taza de latón para amenizarse la lectura. Sonríe al leerla, al imaginar la vida que lleva, al imaginar a ese niño que está aprendiendo a andar que lleva su nombre y probablemente su sangre. Sonríe al ver que todo le va tan bien como siempre quiso que le fuera. Se desprende de un par de lágrimas al ver la foto que acompaña a la carta y poder verla de nuevo. Ni siquiera siente celos del hombre que lleva su anillo, ya no. Arturo comprendió desde su refugio de montaña que los celos sólo sirven para consumirse a uno mismo, y que de nada valen. Aceptó la derrota que le proporcionó la vida con la dignidad de un hombre que ama de verdad a una mujer. Aceptó que no poder tenerla no significaba no poder quererla.
El hombre vuelve a doblar la carta, deja la fotografía en la repisa de la chimenea para poder verla cada día y busca sus utensilios para devolverle la carta.
“Querida Natalia…”
Mientras le queden fuerzas tiene claro que escribirá para ella, mientras le queden fuerzas tiene claro que la amará cada día.
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