Revista Educación

Recuerdos disjuntos

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Me parecía increíble que fuera ella. Ya había creído verla en otras ocasiones, pero esta vez no cabía duda. Esa manera de intentar sujetarse el mechón rebelde del flequillo detrás de la oreja a la vez que resoplaba era exclusiva. ¿Cuánto tiempo había pasado desde nuestra separación? Madre mía, más de 20 años… mejor no echar cuentas. Pero me sentía como si fuera aún un adolescente imberbe. Ni lo pensé, dejé mi maleta abandonada en medio de la teminal y me dirigí a ella rápidamente.

“¿Lucía?” María Lucía Hernández Infante. “Hola”, balbuceó ella. “¡Hola! ¿¿Cómo estás?? ¡Cuánto tiempo! Qué casualidad…”. Ella sonrió, sólo sonrió. ¿Sólo? Su sonrisa era la más bella que había conocido. Conseguía iluminar toda su cara y mi mundo. Fue volver a ver esa sonrisa y agolparse en mi mente recuerdos y más recuerdos de las ocasiones en que había podido disfrutarla. Como cuando cumplió quince años y le dejé en su puerta un ramo de flores, observándola tras un árbol para que su familia no me descubriera (o al menos ésa era mi excusa). Cuando su amiga le contó que había recorrido kilómetros en bicicleta para visitarla en vacaciones, porque no soportaba un día más sin verla, pero que me había perdido por el camino. Cuando me armé de valor y me atreví a apartarle el pelo, besarle suavemente el cuello y decirle que no olvidaría jamás el cinturón de Orión de los lunares de su mejilla.

“¿Cómo te va la vida?” Fui poco original, había olvidado las frases ensayadas los primeros años sin ella. Me contó que había abierto hacía unos meses un bufete y me entregó su tarjeta. Que su hijo estaba cada día más gracioso y me mostró una foto. Que esta primavera estaba harta de la alergia y sacó un paquete de pañuelos. “Me alegro mucho. Bueno, de lo de la alergia, no, ¡claro!, de lo demás. De verte… de verte feliz”. ¿Sería feliz? En realidad lo estaba dando por sentado con una migaja de información. Tantas veces me lo había preguntado: qué sería de ella, dónde viviría, si sería feliz… Incontables los momentos solitarios que había dedicado a imaginarme qué hubiera sido de nosotros si no hubieran destinado a su padre a Granada aquel lluvioso septiembre.

Un hombre con unos billetes en la mano se acercó a nosotros. Supe enseguida que era su marido. Había que admitir que tenía cara de buena persona, que parecía un tipo simpático, cariñoso, un buen compañero y padre. Ella le regaló otra de sus magníficas sonrisas y le dijo: “Manolo, un viejo amigo”. Entonces me di cuenta: no me recordaba.

maleta


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