Cuando era más joven le pedía a mi mamá enseñarme a cocinar, replicaba con que podía lastimarme. Yo no creía que doce años fuera una mala edad para comenzar a aprender. Me ofreció enseñarme a los dieciséis, pero para aquel tiempo yo había perdido el interés en tomar un sartén, insistía en que debía aprender a cocinar las recetas familiares, pero en mi mente pensaba que no tenía uso, no eran secretos de estado, podía comprar comida similar en otro lado y ahorrarme el esfuerzo.
A los diecisiete mi mamá se mudó a Oaxaca siguiendo los pasos de mi papá que se había marchado un año antes. Fueron tiempos difíciles, mis hermanos y yo no sabíamos ser adultos, no enseñan en la escuela cómo confrontar la vida real. Pagar agua, luz, el gas… se que es fácil ir con el recibo a cualquier tienda de conveniencia, pero es más fácil olvidar que se tienen esas responsabilidades, motivo por el que no sabíamos administrarnos con la renta de un pequeño local que mis padres nos habían dejado. Nos habían dejado de mantener y aquel era el único sustento que nos habían dejado, todos estudiábamos, no teníamos empleos.
Comenzamos a ahogarnos porque gastábamos demasiado a inicio de mes y a penas resistíamos a fin de mes. El dinero en manos inexpertas es peligroso, en especial en gente sin gramo de habilidades culinarias, comprábamos comida hecha, lo que duplicaba nuestro gasto. Intente hacer comida los primeros meses, pero mi arroz era un engrudo pastoso y tenía escasas habilidades para hacer comida sabrosa, mucha de mi comida iba a parar a la basura, comencé a odiar cocinar, me sentía un fracaso, tal vez la mayor herida a mi orgullo fue en un tiempo en el que creía mejorar, sentía tanta confianza que decidí preparar una cacerola de Yakimeshi cuando mis padres decidieron visitarnos… nadie tocó ese plato, trajeron pollo rostizado y paella y fue lo que comimos mientras sentía la vergüenza hacer nudos en mi estómago. Tire yo misma esa cacerola el mismo día.
No podía alejarme de la cocina, era necesario para mantener nuestras finanzas estable, pero mi corazón no estaba ahí. Me disgustaba demasiado cuando sugerían pedir algo de comer cuando no encontraban pasable mi comida, pero al final incluso yo misma me encontraba hambrienta y omitía mi ego herido, lo que era mala elección, tuvimos meses en lo que incluso terminábamos comiendo los últimos días salchichas baratas guisadas con cebolla solo para sobrevivir.
No se cuando sucedió, ni porque, pero encontré un programa de cómoda en canal once, no recuerdo el nombre o los platillos que observé, pero me inundo de una sensación de animo. Fue el empujón que necesité para preguntarme si no quería probar comida deliciosa, no por sobrevivir, sino porque quería sentirme contenta comiendo y no frustrada.
Mi sorpresa era que no necesitaba copiar las recetas, demasiados ingredientes estaban fuera de mi alcance, pero no las técnicas básicas de cocina, estas funcionaban para mejorar mi comida. La primera vez que vi la cacerola vacía me inundó el alivio y el orgullo, muy en el fondo había querido que mi familia disfrutara mi comida y cuando lo logre comencé a reconciliarme con la cocina, incluso si volvía a fracasar, solo significaba que tenía que volver a intentar, no era un fracaso total.
Suelo poner películas o música mientras cocino, estar en silencio me parece solitario. Hace dos días encontré un nuevo titulo en Netflix, “Street Food”, mi curiosidad fue captada por saber que podían decir sobre comida callejera. Debo admitir mis propios prejuicios, por instinto pienso que lo que pueda ofrecer un restaurante es superior a la comida callejera, que ir a un café refleja riqueza, y que saborear el platillo de un chef es un momento para deleitarse.
Como persona humana reconozco mi error por dar por sentado los puestos callejeros, era ignorante de su riqueza cultural, el amor, el legado, y el trabajo que muchos de estos puestos reflejan. Esta temporada se centra en Asia, pero verlo me hizo observar similitudes que están incluso reflejadas en mi país. Darme cuenta de que muchas de estas historia muestran un espíritu indomable, no solo conocemos de deliciosas comidas, también nos cuentas como para muchos sus puestos significaron salvación, libertad económica, que no se dieron por vencidos ante el fracaso o sus difíciles situaciones, dejaron de cocinar para sobrevivir, y continuaron para vivir. Porque incluso si para algunos no era su sueño, terminaron encontrando felicidad de la manera menos esperada.
Ahora se que lo que busco es volverme cabeza de ratón y no cola de león.
Street Food ha hecho una contundente declaración de que no debemos dar por sentado los puestos callejeros, ahora caminaré con una nueva visión que me permitirá descubrir nuevas comidas por más humilde que sea el origen. No pasaré oportunidades de abrir mi paladar a nuevos sabores en favor de lugares de renombre o franquicias que ofrecen sabores seguros pero difícilmente sorprendentes, porque comer en la calle no es pobreza, es una aventura… porque había olvidado lo feliz que me sentía en una ocasión mientras el cielo tronaba y la lluvia caía a caudales mientras mi hermano y yo comíamos elotes preparados bajo la cubierta de una casa ajena.
Estoy convencida, no hace falta grandes ventanales ni modernas sillas mientras los platillos puedan hablar por sí mismo, parada en la calle o sentada en la banqueta, no importa el lugar, planeo disfrutar de cada interacción sin preocuparme por las apariencias.