Que las empresas buscan obtener niveles de alto rendimiento en las personas que forman parte de la organización es obvio, razonable y necesario. Que la gestión de un directivo debe estar encaminada, entre otras cosas, a la optimización del rendimiento de las personas que dirige también es lógico. Ahora bien ¿es siempre el concepto de alto rendimiento una variable o un indicador fiable con estabilidad en el tiempo y recomendable a la hora de establecer criterios de eficacia? Dicho de otra manera ¿cuál o cuáles pueden ser las razones y mecanismos por los que una persona ofrezca un alto rendimiento en la función que desempeña, en la tarea encomendada o, en definitiva, en la empresa de la que forma parte? ¿El alto rendimiento puede ser un indicador, no solamente medible sino, además, sostenible en el tiempo?
Desde hace varios años podemos ver anunciados programas de formación que con tipografías destacadas anuncian su contenido bajo el título de “Gestión de Equipos de Alto Rendimiento”, encabezando cada concepto en mayúsculas para elevar, si cabe aún más, su rimbombante atrevimiento. Se ofrece en estos programas una extraordinaria metodología capaz de ayudar al más torpe de los directivos a extraer de sus colaboradores un altísimo nivel de rendimiento basado en aspectos (importantes, desde luego) como la gestión del tiempo, la delegación de funciones, los modelos de liderazgo y un amplio etcétera de fórmulas que se asemejan, en algunos casos, al bálsamo de Fieragrás, de cuya receta se declaró conocedor Don Quijote ante Sancho, con el fin instruirle en su elaboración para remediar los dolores producidos a causa de alguna de las palizas recibidas en sus andanzas. Así, mediante esta mágica receta, el andante directivo se convierte en el poseedor de la sabiduría y sus escuderos, en receptores y beneficiarios de la misma, en aras de un extraordinario incremento del rendimiento. De esta forma, y de manera mecanicista, se adiestra a los mandos para “extraer lo mejor de sus colaboradores”.
Un mando, podía plantearse después de un proceso de formación en tal sentido, lo siguiente: “Sé delegar, conozco la pirámide de Maslow (junto a la de Keops, Kefren y Micerino), he aprendido a planificar mi tiempo y el de mis colaboradores, he leído los planteamientos de Goleman sobre la inteligencia emocional, he asistido a foros en los que gurús de prestigio nacional e internacional han transmitido sus experiencias y conocimientos a los allí presentes y, en definitiva, me considero un directivo capaz de extraer de mis colaboradores las más altas cuotas de rendimiento y, lo que es mejor, haciéndoles ver y sentir que ese rendimiento es lo que más desean obtener en la vida. Me siento, pues, un directivo de manual”.
Hace unos meses cené con un gran amigo mío y con su hijo en un restaurante de Madrid. Pues bien, a lo largo de la cena, Juan, mi amigo, y su hijo Luis se empeñaron en demostrarme, uno, los éxitos de su hijo y, otro, los éxitos propios. Fue entretenido. Durante el primer plato y siguiendo casi una estricta secuencia cronológica, Luis se despachó ampliamente sobre cómo hacía poco más de año y medio había participado en un estricto proceso de selección en el que tras varias entrevistas fue el elegido para incorporarse a la red comercial de una multinacional sobradamente conocida. La verdad es que el chico está muy bien preparado.
Cuando nos sirvieron el segundo plato ya regado por un extraordinario vino de Rioja, Juan, el padre, quiso redondear la faena cuantificando el logro alcanzado por su hijo: “Se presentaron más de 200 candidatos”, sentenció. Luis esbozó una sonrisa y bajó la mirada como un avergonzado adolescente. Me vino inmediatamente a la cabeza aquel primer trabajo serio en el que comencé mi trayectoria profesional y al que me presenté como único candidato al puesto y, aún así, tuve que participar en el proceso de selección. Cómo han cambiado los tiempos.
Bien, durante el solomillo, Luis se extendió largo y tendido en definir sus funciones como comercial, en el perfil de los clientes, en las reuniones de planificación de los lunes, en el porsche Carrera de su jefe y en cómo el primer año ya fue elegido el mejor vendedor de España, lo que le llevó a viajar a EE UU para visitar la sede central de la compañía y cenar con los altos gerifaltes de la organización. Parecía contento, entusiasmado y, desde luego, transmitía la imagen de ser un comercial de alto rendimiento.
Cuando los postres llegaron comencé a estar algo cansado de escuchar al muchachito su narración en tono multinacional y la secuencia de éxitos alcanzados, así que le interrumpí y le hice una pregunta: “Luis, perdona, ¿qué es lo que más te gusta de tu trabajo?” Sorprendido, dudó unos segundos antes de responderme y me dijo:“Varias cosas, no solamente una”. Insistí: “¿Cuáles?” Su padre, mi amigo, me lanzó una mirada de extrañeza. “Gracias a mi trabajo –añadió– puedo tener una bonita casa en una buena zona residencial de Madrid, he podido comprarme el coche que siempre he deseado, viajo por toda España, lo cual me agrada, pertenezco a una gran empresa reconocida nacional e internacionalmente, lo que aporta valor a mi historial profesional; en fin, me gusta mi trabajo”, sentenció.
“O sea –le dije–, que te dejas el alma en él ¿no es así?”. “¡Claro!, si no, quién paga todo esto (se refería al coche, la casa,…)”. “Evidentemente”, sentencié, y añadí: “Tu jefe debe estar encantado contigo”. “¡Desde luego!”, contestó, como si el más mínimo atisbo de duda en mi pregunta le hubiera ofendido.
Cuando acabó la cena y, una vez realizadas las despedidas de rigor, me subí al coche. Durante el trayecto hacia mi casa iba reproduciendo mentalmente la conversación con Luis, sus éxitos comerciales, su entusiasmo al poner sobre la mesa la compra de su casa, del coche deseado, de tantas cosas que iba consiguiendo comprar y le hacían tan feliz. Pensé, Luis es un comercial de alto rendimiento, dirigido por un jefe especialista en extraer el más alto rendimiento se su equipo comercial. De pronto me asaltó una duda: si Luis tuviese pagada su casa, su coche, y demás símbolos del éxito ¿tendría en su trabajo el mismo nivel de rendimiento? ¿qué aspectos realmente le están llevando a ser un “comercial de alto rendimiento”? Y lo que es más importante ¿su jefe le está exigiendo simplemente niveles altos de rendimiento?
Como ya era tarde y estaba cansado no quise profundizar más en el tema, pero creo que es bueno cada noche acostarse con una conclusión sobre el día vivido, y por eso pensé: estamos formando a nuestros mandos en la gestión del alto rendimiento de sus equipos, dando por hecho que esta variable es la fundamental para medir el nivel de eficacia y rentabilidad de las personas, pero ¿estamos formando a los mandos para que sean capaces de generar en sus colaboradores un alto nivel de compromiso? En otras palabras ¿deberíamos centrar los esfuerzos en que nuestros equipos sean de alto rendimiento o de alto compromiso? Compromiso con su puesto de trabajo, con su proyecto, con su empresa y, lo que es más importante, consigo mismos. ¿No debería ser el rendimiento la consecuencia del compromiso? Si los mandos de las empresas se esforzaran más en favorecer el compromiso de sus colaboradores que simplemente el rendimiento, éste no se dispararía y se haría más sostenible en el tiempo? ¿Qué pasa cuando un trabajador liga su rendimiento al nivel de necesidades que ha de cubrir, tales como hipoteca, colegio de los niños, coche, vacaciones…? ¿No estamos perdiendo, tal vez, la perspectiva de que el compromiso de un trabajador con su proyecto profesional y vital así como con la empresa en la que lo puede desarrollar es, realmente, el motor de su rendimiento? ¿Tal vez el hecho de que un mando gestione el compromiso de las personas que dirige le exija, también a él, un mayor compromiso en el desarrollo profesional de sus colaboradores y este aspecto, más complejo y exigente, le lleve a centrarse más en el rendimiento como variable medible y objetiva sin tener en cuenta su papel de coach desarrollador ante su equipo?
Llegados a este punto, pensé que, tal vez, al día siguiente o en otro momento, podría profundizar más en este aspecto
Autor Miguel del Cerro, - director de Avanzo Training Consulting
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