Hay una máxima del sabio Esquilo, creador de la tragedia griega, según la cual ni aun permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar puede el hombre escapar a la sentencia de su destino. Y hay una deliciosa película, Los girasoles, en la que Vittorio de Sica aparca el neorrealismo que tanto lo encumbró para agarrar un melodrama apuntalado en la interpretación por dos monstruos del celuloide: Marcello Mastroianni y Sophia Loren. Y utilizó en ella la citada planta herbácea, esa eterna compañera del sol, para simbolizar el amor humano en la pareja.
En el Nápoles de la Segunda Guerra Mundial, el electricista Antonio y la modista Giovanna hacen un hueco en sus vidas para casarse y encontrar muy pronto los sinsabores del destino. A él lo destinan al frente ruso. Se resiste, finge locura, pero descubren su treta. Y al final se marchará a la guerra. Era él, a sus 32 años, un contumaz solterón de Salerno, en tanto era ella una deslenguada napolitana que se ganaba la vida con la costura. Antonio cae herido en una refriega y es una campesina rusa, Mascia, la que cuidará de él. Allí se queda pues el soldado electricista, viviendo otra vida acabada la contienda. En todos esos años, en su ciudad, la supuesta viuda se niega a dar por muerto al marido, aun a pesar de que transcurra el tiempo que, dicen, todo lo cura. Y emprende su búsqueda. Y, al fin, lo halla.
La sugerente banda sonora de Henry Mancini envuelve esta historia de ida y vuelta, de amores exiliados, pero también de ilusiones, alegrías y pasiones. La escena del reencuentro es desgarradora. Sólo esos dos actores, Mastroianni y la Loren, pueden aguantarse la mirada como ellos lo hacían. Y el final desgarrador, de ese tren que desde el andén emprende la marcha en la estación y que se pierde en lontananza, véanlo y traguen saliva.