Revista Diario
Esa noche fuimos a ver una película española de segunda. De segunda hora y de segunda categoría, porque la primera es la de las historias originales, no contadas o que se conocen poco. Ésta no. Se nutría de tópicos. Pero daba risa. Tal y como le gustan a mamá: flojitas, de no mucho pensar, que entretengan y que te hagan reír en uno o dos sketches manidos.
Cuando la película terminó, y como consecuencia de la calidad antes mencionada, decidimos intentar asentar nuestros culos en otra sala, a la espera de encontrar, al final, un entretenimiento de primera categoría.
Pero no dio resultado. Salimos del recinto pisando la moqueta de forma totalmente insonora. Los cines estaban situados en uno de esos centros de ocio que intentan recoger todo lo que se supone que el público necesita para entretenerse: cine, bolera, tiendas, restaurantes, juegos para niños.
Debido a la hora intempestiva, la soledad inundaba los espacios: la cama elástica para que los niños salten amarrados a un arnés, el tiovivo, el puesto de dulces, las tiendas. Todo cerrado. Y sin embargo, esos paisajes muertos seguían con algún tipo de movimiento, un hilillo de vida que recordaba para quién estaban ahí. La música ambiente -aterradora en la negrura-, el agua de la fuente y el brillo de los escaparates se diluían frente a un público inexistente.
- Qué patético resulta todo esto así, sin nadie -pensé en alto. Vero miró con incredulidad y mi madre, acostumbrada a este tipo de comentarios, me ignoró y siguió andando.
Resultaba patético porque sólo así, con las atracciones en standby, se podía entender el truco que ese mundo prefabricado y endulzado con colores chillones ponía en marcha para que nos gastáramos el dinero. Una diversión aséptica y predecible, ese era el truco. Y resultaba patético que sólo nos diéramos cuenta en ese momento, cuando el engranaje había cesado por un tiempo limitado, como cuando la tele está apagada y entonces te das cuenta de que desperdicias más de dos horas al día mirando un rectángulo de, en el mejor de los casos, sesenta pulgadas; buscando en él una imitación veraz de la vida.
*Foto extraída del blog de Agustín Fest.