Revista Cultura y Ocio
Montmartre Imagen libre de pixabay
Mi infancia son recuerdos de una caja de cartón con gusanos de seda y otra repleta de tebeos de El Capitán Trueno. Todo un tesoro. Guardo también imágenes de un tren de humo y carbonilla cubriendo con su monótono traqueteo la distancia entre el valle del Guadalquivir y Madrid, a través de Sierra Morena y de los campos interminables de La Mancha, donde había gigantes —que no molinos— custodiando aquellos océanos de cereales. Los chicos de mi generación parábamos poco en casa. En la calle éramos felices. Había setos y árboles. No faltaban los pinos, tampoco las moreras. Comprábamos pipas y algarrobas en el puesto de la pipera. Jugábamos hasta que se ponía el sol. Pasó la infancia y mi rostro se pobló de granos. El paisaje se tornó abrupto, lleno de guijarros y desfiladeros, peñas inalcanzables, abismos y sumideros... los turbulentos años de mi primera adolescencia. Fui creciendo y el paisaje de mi ciudad se transformó, mágicamente, en el París bohemio del Sena y de Montmartre, todo lleno de tenderetes de libros, dibujos al carboncillo del Sacré Coeur y de Notre Dame, discos de Édith Piaff y Jacques Brel, humo de cigarrillos y melenas al viento de meteque, como el de la vieja canción de Moustaki... Éramos jóvenes, teníamos la cabeza llena de pájaros en libertad, hacíamos el amor —o lo intentábamos— y conspirábamos en las mesas de los viejos cafés. Más tarde regresaron de nuevo los campos tranquilos de la meseta castellana. Con la madurez, la vida se volvió más llana y serena, sin terremotos ni sobresaltos, y permitía ver el horizonte; pero aunque siempre corría detrás de él, que diría Galeano, nunca logré alcanzarlo del todo. Los viejos sueños quedaron en el saco del recuerdo. Y en las tardes de otoño contemplaba melancólico el declive de un sol crepuscular que, entre nubes, se deshacía en hilachas de color cárdeno. Y, ahora ya, tras las últimas lomas, asomándome finalmente al acantilado, veo el mar. Y a lo lejos, una embarcación. Para un crío de diez o doce años, como el que fui en su día, sería sin duda la nave de El capitán Garfio capitaneada felizmente por Peter Pan, que viene a por mí para llevarme a la tierra de Nunca Jamás; para el joven bohemio que también fui, se trataría del bateau mouche que me invita a un paseo nostálgico por el Sena; pero como ya voy teniendo una edad, debe tratarse de Caronte buscándome. Y yo, que gasté las monedas para el viaje, ¿cómo pago ahora al barquero?