Hoy cumplo cincuenta y cuatro años, siete meses y diez días. Con motivo de fecha tan señalada, me he parado a reflexionar sobre algunos aspectos de mi trayectoria vital. En concreto sobre los llamados vicios menores.
He cultivado, con esmero y espero que con elegancia, los llamados vicios menores, que a la hora de hacer las cuentas, cada cual incluirá en la lista los que tengan tal calificativo según su leal saber y entender. En mi caso me salen cuatro, a saber: fumar; beber; jugar y joder (en su primera acepción, que es la lúdica y por lo tanto susceptible de generar vicio).
Fumar.- Empecé a practicar este estúpido vicio a la ¿inocente? edad de once años. Con el tiempo adquirí una habilidad tal, que las volutas de humo las expelía por boca, nariz y oídos con gracia y donaire, incluso formando figuras tan elaboradas, que de haber existido en aquellos años los móviles con cámara fotográfica como hoy, podría fundar un museo de fotografías de figuras volátiles. Como no era así, no os queda más remedio que fiaros de mí, que si bien es cierto que propendo a la exageración, no me tengo por más mentiroso de lo que está socialmente permitido. Afortunadamente, al cabo de los años, muchos, en concreto treinta y cinco, me di cuenta que jugar a escultor con el humo, además de efímero era malsano, pues para que el humo saliera blanco y puro y pudiera formar bellas figuras, necesitaba dejar en mis pulmones y otros recovecos, el resto de las sustancias que acompañaban al humo, así que decidí dejar este virtuosismo, más que nada porque no compensaba. Lástima, porque enseguida llegaron los móviles con cámara y podría haber dejado constancia fehaciente de mis anteriores afirmaciones. Pero las cosas son como son y no como creemos que debieran ser.
Beber.- El vicio de trasegar licor, ya sea fermentado o destilado, lo inicié a la también temprana edad de trece años. Afortunadamente, en el paleolítico superior, no existían las leyes de protección a los menores y por tanto podíamos entrar en un bar y pedir un chato de vino sin mayores alharacas, o echar unas gotas, más bien chorrito, bueno, a lo mejor chorro de coñac en el café, pero es que, aunque parezca mentira, en Badajoz en invierno rasca el frío. También adquirí cierto virtuosismo en este arte y aunque no pueda afirmar, sin mentir, que nunca me ha visto nadie más perjudicado de lo que las buenas costumbres y el decoro aconsejan, si puedo parafrasear a don Juan Tenorio y afirmar que “en muchos, sino en todos, bares dejé, memoria amarga de mí”. Claro que al día siguiente ellos dejaban su memoria amarga en mi estómago y cabeza en forma de amarga resaca. Resacas que en el momento de soportarlas, invariablemente arrancan de uno frases ilustres y originales, jamás dichas por otro resacoso, como aquella de: “¡¡¡más nunca!!!”, que debido a la fragilidad de la memoria, dura lo que tarda en diluirse un par de Alka Seltzer en medio vaso de agua. Para mantener vivo, guapo y lustroso este vicio, nunca le hice ascos a casi ningún brebaje, excepción hecha del mal whisky, que para mí es todo aquel que no provenga de la malta. Hoy, estoy casi limpio de este vicio, no por convicción metafísica, sino por falta de compañía suficiente y cualificada para practicarlo. Aquellos con los que no me importaba hacer el ridículo en las noches de humo y alcohol ya no están a mi lado, aunque no renuncio a que vuelvan, y mis nuevos compañeros, y algunos amigos, tienen una imagen de mí incompatible con las veleidades del alcohol. Así que por puro sentido del ridículo e incapacidad para sacar de su error a los que me rodean, bebo con moderación y buen propósito, que tengo para mí que no es buena manera de beber.
Dejo los dos vicios que me quedan para una próxima, pues he podido comprobar que si extiendo más de lo debido estas entradas, el personal se me duerme en su lectura y no consigo que saquen provecho de ella.