Daniel de Pablo Maroto, ocd
“La Santa” (Ávila)
El día 1 de noviembre se celebra en la Iglesia católica la festividad de todos los santos y, junto a ella, el día 2, la memoria de los fieles difuntos porque tenemos la esperanza de que entre los muertos necesiten la ayuda de los santos canonizados por la Iglesia. En este día también me pregunto si en el mundo existen más “santos” que los canonizados; y la respuesta es clara: ¡por supuesto que sí! Cuántas veces pienso en tantas buenas gentes anónimas, crucificadas en vida y que llevan su cruz no “arrastrándola”, como diría santa Teresa, sino con paciencia, con paz y alegría, en silencio, y aunque les preguntes no te cuentan el drama interior que están sufriendo. Y otras gentes que son capaces de dar la vida por los demás.
También me pegunto si no serán ellos y ellas los que mantienen el orden en el mundo donde sobreviven tantas gentes malvadas, sanos de mente, no enfermos mentales que cometen crímenes sin saber lo que hacen. Recuerdo haber leído de joven el escrito de un poeta inspirado y converso a la fe cristiana que nuestros santos, los canonizados y los anónimos, son como una cúpula palpitante de amor que nos cobija a todos y suple nuestras deficiencias morales
Este día me gusta recordar también a santa Teresa de Jesús que “canonizó” de palabra a tanta buena gente no solo entre las monjas, frailes y clero, sino laicos y laicas, sin tantos procesos canónicos tan complicados y costosos, sino con el buen olfato de su vida santa, de su capacidad discernidora de buenos y malos por el amor que sentía hacia sus amigos y amigas.
Esta fiesta también me recuerda, de manera negativa, que la creencia en el Dios cristiano, su presencia en la sociedad, está en crisis porque la práctica religiosa está descendiendo, sobre todo entre la juventud y en las zonas del primer mundo mientras se mantiene en los terceros mundos; también que hay carencia de vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa, de misioneros en territorios no bien evangelizados, etc., y la solución se ve lejana. Hace tiempo que algunos filósofos dictaminaron: “Dios ha muerto”; y la fórmula fue aceptada, en sentido diferente pero significativa, por los teólogos cristianos que especularon sobre la “muerte de Dios”.
Lo que sí existe en este mundo nuestro es “el silencio de Dios”. Me parece lo más coherente con su ser y modo de actuar. El creer en Dios de los hombres y mujeres de nuestro tiempo es aceptar a Dios que se revela en su misterio y oscuridad, habla un lenguaje no comprensible del todo para los humanos. Y cuando se revela en los “milagros” solo lo entienden los ya creyentes y los ateos y agnósticos lo atribuyen a la casualidad. La fe, como lo definían los viejos Catecismos, es “creer lo que no vimos”, ni vemos ni comprendemos. Dios habló una sola vez en Jesucristo y enseñó todo lo que necesita el hombre para salvarse.
La situación de la fe lánguida y no vivida, alimenta las mentes de los profetas de calamidades proponiendo, o al menos preguntándose si no son signos del Apocalipsis, del final de los tiempos, como un vaticinio cumplido por las misteriosas palabras de Cristo: “Cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?” (Lucas, 18, 8). De momento, las profecías no se han cumplido, aunque los videntes y oyentes las confirman con las palabras de la Virgen María o de algún ángel o arcángel y comunicadas a personas en varias partes del mundo. La fe en Dios del pueblo, no sentida ni practicada, no genera grandes santos que conmuevan al mundo con su vida y sus enseñanzas predicadas o escritas, sino carencia; falta de grandes maestros que rompan la atonía con que se vive la creencia en Dios, no obstante, la sobreabundancia de predicadores y escritores que no conmueven ni consiguen conversiones.
La crisis actual no es novedad en la historia del cristianismo; ni este “invierno de la Iglesia católica” no es solo de nuestro tiempo, ni está causada por cuatro monseñores del Vaticano corruptos, sino que forma parte de la historia del cristianismo desde sus orígenes. Teresa de Jesús conoció los “tiempos recios” del siglo XVI y anotó que la Iglesia sufría “grandes tempestades”; pero Cristo actuó, como en el lago de Galilea salvando del naufragio la barca de Pedro. Y Juan de la Cruz intuyó la solución: “Siempre el Señor descubrió los tesoros de su sabiduría y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho los descubre” (Dichos de luz y amor, 1). Un lector de la historia de la Iglesia católica sabe de esas crisis, sobre todo la ruptura de la unidad y la abundancia de herejías; pero, al mismo tiempo, la abundancia de santos y sabios que la enriquecieron con su santidad y sabiduría.
Volviendo a la fiesta de todos los santos, confiemos en que Cristo no abandone a su Iglesia, que siga enviando hombres y mujeres santos y sabios que iluminen el camino de la fe y la moral cristianas. No olvidemos que un santo auténtico, de los canonizables, es un milagro viviente. El ejercicio de sus virtudes “heroicas” supera las posibilidades de la voluntad del ser humano y son elegidos, generalmente, para las grandes creaciones en la Iglesia y al servicio de la humanidad.
Los ejemplos abundan no solo en el pasado histórico, sino en algunos de nuestro tiempo pueden ser ejemplares claros de lo que digo: enriquecidos de virtudes y, con frecuencia crucificados en vida y con grandes “noches oscuras” de fe en los momentos de su muerte, aparentemente “desamparados” como Cristo en la Cuz. En ese momento demuestran que son co-redentores con Cristo. En Ávila, donde escribo estas líneas, conocemos el caso de Teresa de Jesús, siempre muy enferma y siempre tan creadora de instituciones en beneficio de la Iglesia y de la humanidad. En nuestro tiempo, pensemos en el Padre Pío de Pietrelcina, Teresa de Calcuta y tantos mártires de las ideologías anticristianas.
El proyecto para el futuro de la Iglesia cristiana es claro. El ejemplo más antiguo está en el “Resto” de Israel, pequeña porción del pueblo que se mantuvo fiel a la Alianza con Yahvé no obstante las persecuciones de los pueblos paganos. En el Nuevo Testamento, el “pequeño rebaño” del que habló Jesús de Nazareth que, con la ayuda de los emperadores cristianos y los jefes de los pueblo conquistados y convertidos al cristianismo, cambiaron la configuración de la Iglesia de los orígenes haciéndola “católica”, universal. Y, por poner un ejemplo casero, recordemos la estrategia de combate de la madre Teresa para vencer a los herejes y reconquistar el terreno perdido: la pequeña ciudad amurallada, y dentro, la “gente escogida” de “buenos cristianos” dirigidos por los capitanes que son los teólogos, sobre todo si son santos, además de sabios. (Puede verse la propuesta en el Camino de perfección, cap. 3, nn. 1-5). Que el lector siga reflexionando en este hermoso día de TODOS LOS SANTOS.
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