Teléfono de principios del siglo XX.
Ahora le venía a la memoria aquel día en el que, como tantas veces, iba sola por el camino, con su cesta de mimbre. Detrás de ella se acercaba a toda prisa una nube de polvo como traída por un feroz vendaval y el sonido de un terrible vehículo. El claxon la sobresaltó sin remedio.“¡Rediez!” murmuró creyendo que eran los orates de siempre. Pero no, en esta ocasión era la alegre y encantadora Soledad que, mofándose de los hombres que pretendían protegerla, se había escapado con el coche. Aún los elegantes Hispano-Suiza no se veían por los caminos de España, pero el vehículo que conducía Soledad era el más moderno y veloz de aquellos años. La jovencita se ofreció a llevarla al pueblo.-¿Qué? ¡Ni hablar! ¡Yo no me subo a ese cacharro ni loca! Prefiero ir andando, como toda la vida. No me gustan los inventos modernos.Soledad la miró entre divertida e incrédula. Tuvo que insistirle y hacerle notar que el mundo moderno traía nuevos avances a los que debían sacar provecho. No estuvo presente, pero intuía que aquella expresión de espanto que dibujaba su bello rostro debía ser la misma con la que se vistió el día que instalaron el teléfono en casa. La conocía bien.Porfiaron durante unos minutos hasta que Mariana consintió en acomodarse en la bestia de hierro. Tenía miedo, pero también curiosidad y un poquito de ilusión. Con una sonrisa se asió donde pudo y pidió a la señorita que no corriera.-Agárrate, qué vamos a volar- sonrió Soledad arrancando el motor.En su primer viaje en coche descubrió lo rápido que podía ir y venir del pueblo a la mansión y hacer los recados. Sin embargo, siguió sin gustarle aquel cacharro y, menos aún, cuando su aventura automovilística terminó chocando contra un árbol. Felizmente no hubo grandes males que lamentar.Un modelo de la famosa fábrica de automóviles Hispano-Suiza. Hacia 1920.
A finales del siglo XIX y principios del XX, escenas como las narradas en la serie El secreto de Puente Viejo eran de lo más comunes. Comenzaba una nueva era, una época en la que las “ciencias avanzaban una barbaridad” y los nuevos inventos iban sucediéndose unos a otros dejando anticuado el mundo que tan solo unos años antes se parecía tanto al de los padres y los abuelos. A la gente mayor le fue más difícil adaptarse, algunos veían algo de brujería en todo aquello, pero otros asistían entusiasmados al avance de la tecnología. Las personas de mente abierta y los jóvenes ávidos de novedades aceptarían encantados el cambio que comenzaba a transformar la vida cotidiana. Para los que vinieron después tampoco fue fácil, ya que, aunque habían escuchado sonar el teléfono desde su más tierna infancia o habían montado en coche, aún les esperaban más inventos revolucionarios y más revoluciones tristes y trágicas. Pero hubo una generación, esa que contábamos, a la que le sorprendió en un momento determinado de su vida y se fue adaptando poco a poco, bien por convencimiento propio, bien por imposición del devenir de los acontecimientos. Hubo un tiempo en el que no estaba claro qué invento triunfaría y qué desatino sería relegado al olvido. Es sencillo de entender, en ese momento, todos los avances (como ya había ocurrido en tiempos pasados con el tren o el telégrafo) estaban en fase “experimental”, cómo saber lo que era un genial invento que se perfeccionaría o un autentico disparate. Hubo un tiempo en el que todo convivió. Igual que las personas mayores (y muchas jóvenes) podían resistirse a subir a un automóvil o a utilizar el teléfono; los caballos, carros y carretas seguían siendo los medios de transporte más frecuentes para cortas y medias distancias (en esta época ya no encontramos mayores problemas para subir a un tren) y el correo seguía su auge sin perder resuello frente al teléfono (que solo podía permitirse uno de cada mil habitantes) o, incluso, el telegrama (qué podía ser muy rápido, pero no admitía extensos mensajes).Esto que se nos presenta tan claro con la perspectiva que nos da el tiempo, se repite, casi invariablemente, en cada generación. Hace unos años nos creíamos los más listos y modernos al enseñar a nuestros padres a programar el vídeo. Hoy en día podemos pelearnos frente a nuestro ordenador o reprimir los deseos de estrellar el móvil contra el suelo por no ser capaces de entenderlos y manejarlos. Sin embargo, un quinceañero tocará un par de teclas y todo estará solucionado. ¿La expresión de nuestro rostro reflejará entonces el mismo espanto que la de Mariana cuando sonó el teléfono o Soledad hizo rugir el motor de su automóvil?