La mejor Constitución para los españoles de hoy y de las próximas generaciones es la vigente, de 1978, porque sólo necesitará leves reformas para readaptarla a los diferentes tiempos, como la estadounidense, la más antigua del mundo.
Sometidos a la presión obsesiva de nacionalismos y populismos podemitas, muchos políticos reclaman y otros aceptan crear otra que reforme aspectos importantes de la estructura del Estado.
Alegan que la actual se redactó bajo las secuelas del franquismo y no en tiempos libres de traumas del pasado.
Precisamente su mejor virtud es haber nacido como consecuencia de un trauma, como la estadounidense de 1787 y las de las grandes democracias.
Todas se redactaron con heridas de guerra, como la de la independencia de EE.UU. y las de los países europeos más importantes y respetables tras la II Mundial.
Los desastres enseñan cómo evitarlos después. Tras desencadenar algo horrible sus responsables tratan de no repetir sus motivos y consecuencias.
La Constitución española fue elaborada por representantes de las ideologías cuya ardorosa radicalidad condujo a la guerra civil 1936-1939: izquierdismos, nacionalismos y derechismos.
Entre sus redactores, junto a moderados y dialogantes centristas, socialistas y el nacionalista catalán Miquel Roca, destacaron el comunista Jordi Solé Tura en nombre de Santiago Carrillo, corresponsable de matanzas republicanas, como la de Paracuellos en 1936, y el exministro del sanguinario Franco, Manuel Fraga Iribarne.
Elaborada la Constitución se sometió a referéndum y recibió un gigantesco apoyo en toda España, incluida Cataluña: muchos recordaban la guerra.
Ahora podría aprobarse cualquier enmienda que no sea sustancial para la configuración y funcionamiento del Estado, pero el aventurerismo de ultraizquierdistas, nacionalistas y el del inconsistente Pedro Sánchez podría reincidir en las causas de la sangría 36-39.
Evitemos otro choque de conductor suicida contra nosotros mismos.
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