Entre los años 2006 y 2012 se produjo una intensa sequía en la zona denominada Media Luna Fértil, la cual abarca regiones de Turquía, Siria, Irak e Irán. En los dos siglos anteriores se habían producido importantes sequías, pero ninguna de tal magnitud, hecho por el cual se la relaciona con el calentamiento global. La agricultura siria se vio especialmente afectada por ella. «En el 2009, el 80 % del ganado había muerto y el 50 % de los agricultores y pastores del país habían perdido sus medios de subsistencia. Al irse prolongando la sequía año tras año, muchos agricultores y ganaderos optaron por abandonar los campos y desplazarse a las ciudades. En torno a 1,5 millones de personas se desplazaron y ello agudizó los problemas que la población ya tenía en las ciudades, alimentó el descontento social y contribuyó a la revuelta del 2011» que desembocó en la guerra civil que aún no ha finalizado y que todos conocemos. Los conflictos bélicos acostumbran a ser multifactoriales y el de Siria no es una excepción, pero es indudable que la subida de precios de los alimentos y los desplazamientos masivos de población hacia las ciudades que se produjeron como consecuencia de la sequía fueran un cóctel explosivo. Desde esa detonación «el conflicto sirio ha generado 6,5 millones de desplazados internos y otros 6,7 millones de refugiados, es decir, más de 13 millones de personas huidas de sus hogares».
No vengo a hablaros de Siria ni de su guerra ni de sus refugiados. Comienzo por ella y por ellos porque me parece un buen punto de partida; porque todos sabemos de Siria y de sus refugiados; porque a todos nos parece terrible su situación aunque casi como que esperamos que se resuelva sola y en seguida miramos para otro lado y nos olvidamos.
Podría haber comenzado también hablándoos de Mali, de Nigeria, de Darfur. Todos ellos son países o regiones en conflicto pero que, a saber por qué, no han ocupado probablemente tanto espacio en las noticias como el caso de Siria. En todos ellos podemos decir nuevamente que la causa es multifactorial. De todos ellos se sabe que la sequía merma las cosechas, que las zonas de cultivo se amplían, pues, a costa de los pastizales, que esto perjudica y produce un descontento creciente en los pastores. La destrucción de los medios de vida de tantas personas es, además, caldo de cultivo para las organizaciones terroristas, como el Boko Haram en Nigeria. El conflicto de Darfur ha sido simplificado por los medios occidentales al calificarlo estos como étnico, pero la cuestión es mucho más compleja.
Como me hubiera gustado comenzar, en cambio, es hablándoos, por ejemplo, de parte de la población neoyorquina o londinense desplazada a causa de la subida del nivel del mar (suena a distopía pero podría ser realidad en un futuro no demasiado lejano); de más de lo mismo en Centroeuropa como consecuencia de las inundaciones (ha caído una buena en Alemania, por cierto, mientras leía este libro, así, pues, esto es algo que está comenzando a dejar de ser un futurible); del sur europeo cada vez más desertizado; de la amenaza de la falta de agua potable; de las lluvias torrenciales en el levante español y de las olas de calor. Esto ya nos nos va sonando más cercano y nos toca más, aunque todavía no lo suficiente. Todavía no. Todavía en el norte global no tenemos que abandonar nuestros hogares (y los que lo tienen que hacer es de manera temporal). Todavía no tenemos que superpoblar ciudades como consecuencia del cambio climático, de dificultar con ello su habitabilidad, de iniciar un nuevo éxodo cuando las consecuencias del calentamiento global afecten seriamente a esas ciudades. Me gustaría haber podido comenzar así pero no porque quiera que pase, sino porque así tal vez nos lo tomaríamos más en serio. Pero, de momento, no quiero hablar de futuribles. De momento quiero hablar de lo que ya está pasando. Porque ya está pasando.
Una mujer camina por la carretera en Dadaab, Kenia, 8 de agosto de 2011. Fotografía en dominio público de David Linemann
Fuente: https://obamawhitehouse.archives.gov/photos-and-video/photogallery/lives-we-can-save-dr-jill-biden-visits-kenya-highlight-famine
Condiciones de vida en Dadaab. Fotografía de Oxfam East Africa bajo licencia CC BY 2.0.
Dadaab, en el norte de Kenia, es el campo de refugiados más grande del mundo. Cuenta con más de 300.000 refugiados que llegan desde la vecina Somalia, en guerra civil desde 1991. En 2011 se produjo en África del este una de las mayores sequías recordadas en la zona. Como consecuencia de esto, se calcula que estuvieron llegando a Dadaab más de mil personas al día y que el complejo llegó a albergar a más de medio millón de refugiados (datos obtenidos del blog Karibu Kenia).
«El desierto del Sahara se expande por el norte y por el sur, pero el sur avanza 1m al día». «El mar Muerto pierde una altura de 1 m cada año y hacia el 2050 puede haber desaparecido». «El Poopó era el segundo lago más grande de Bolivia y hoy ya no existe». «En 2017 los científicos comprobaron que la mitad del gran arrecife de coral de Florida, el tercero más grande del mundo, había desaparecido». También en 2017 «con los medios de comunicación occidentales ocupados con los huracanes que estaba sufriendo Estados Unidos y el Caribe, pasó casi desapercibido el principal desastre de ese verano. En la India, Bangladés y Nepal se produjeron las mayores inundaciones que han conocido esos países, con más de 1200 muertos y 40 millones de personas afectadas por la destrucción de sus viviendas y medios de vida».
De los fenómenos citados en el párrafo anterior, el último de ellos relatado es más impactante y produce consecuencias inmediatas. Los otros cuatro ejemplos se producen de manera paulatina, pero sus consecuencias, aunque más silenciosas, se traducen igualmente en miles de muertos y millones de afectados.
A Bangladés y Maldivas, ambos países del Asia del Sur, se los ha identificado como «canarios en la mina de carbón», esto es, «como los países que, con su muerte, alertarán al mundo sobre los peligros que trae consigo el cambio climático». Lo de la muerte es en sentido metafórico, pero tampoco es que diste mucho de la realidad.
Bangladés «tiene 167 millones de habitantes en una superficie que es como la cuarta parte de la península ibérica, y gran parte de ella está formada por el delta del Ganges, el mayor del mundo. Dos terceras partes del territorio del país están a menos de 5 m sobre el nivel del mar, y en la superficie costera que está a menos de 1 m viven 40 millones de personas. Pero no hace falta que el mar suba 1 m para expulsar a esa población, ya que, en las aguas poco profundas del golfo de Bengala, las marejadas de tormenta elevan mucho las olas. Con una subida de 1 m, el 50 % del territorio será inhabitable, justo la parte en la que se concentra la mayoría de la población». Todo esto está haciendo que la emigración en Bangladés motivada por el cambio climático sea ya un hecho. Así lo confirman las entrevistas realizadas por la Organización Internacional de las Migraciones a varios bangladesíes que ya han abandonado su país.
La particularidad de Maldivas, en cambio, viene motivada tanto por su condición de país de islas como por su especial exposición a los ciclones debido a su ubicación. El 80% de su territorio está además a muy baja altura, lo cual lo hace especialmente vulnerable a la subida del nivel del mar. «El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente prevé que antes del 2050 sus 300 000 habitantes habrán tenido que ser completamente evacuados. Será un país engullido por el mar: el mito de la Atlántida hecho realidad».
Los estados-isla del Pacífico se están viendo especialmente afectados por el cambio climático, el cual (supongo que ya os habréis dado cuenta a estas alturas de la entrada) tiene bastante más que ver con la historia que os vengo a contar que los refugiados sirios en sí. En 2013, durante la cumbre climática de Varsovia celebrada poco después de que se produjese el tifón Haiyan, el jefe de la delegación filipina declaró, sin que su manifestación sirviera para que se tomaran las medidas oportunas, lo siguiente: «Debemos tomar medidas drásticas contra el calentamiento global ahora, para evitar un futuro en el que los supertifones como el Haiyan sean nuestra forma habitual de vida. Nos negamos a vivir huyendo constantemente de este tipo de tormentas, contando nuestros muertos y sufriendo la devastación y la miseria».
Área afectadas por las inundaciones del distrito de Amreli, Gujarat, India, el 24 de junio de 2015
Fotografía de Indian Air Force bajo licencia Government Open Data license - India (GODL)
Kiribati es otro estado insular que también es plenamente consciente de su futuro cercano. De Anote Tong, presidente de esa república en 2013, son estas otras palabras: «Para el 2030 empezaremos a desaparecer. Nuestra existencia terminará por etapas. Primero, las capas de agua dulce serán destruidas; después, el agua salada matará los árboles del pan, el taro…». De hecho, el gobierno de este país ya está preparando a su población para la eventualidad de tener que abandonar por completo su territorio e incluso tiene comprados terrenos para los primeros procesos de recolocación. Estos terrenos se encuentran en Fiyi, otro estado-isla del Pacífico que, paradójicamente, ya ha iniciado sus propios procesos de recolocación. «Tres aldeas se han reubicado a causa del aumento del nivel del mar y hay 63 poblados que han sido señalados como objeto de relocalización». La pregunta es: ¿está el mundo preparado para la 'recolocación' de todas aquellas personas cuyas vidas se vean amenazadas por las consecuencias del cambio climático? O, mejor aún: ¿están los países más ricos del planeta preparados para asumir algo similar a una recolocación de los habitantes de los países más afectados por el cambio climático cuando ese proceso sea inviable de realizar en los países más cercanos a los damnificados?
Al norte global llega tan solo un 16% de los refugiados que hay en el mundo. ¿Dónde quedaron, pues, esas buenas intenciones de dar asilo por, ejemplo, a esos refugiados sirios protagonistas del comienzo de esta entrada? Los estados europeos vulneran constantemente el derecho internacional de asilo. Otro tanto hacen los países norteamericanos, a pesar de que, tanto los unos como los otros, son firmantes de la Convención de Ginebra de 1951.
La cruda realidad es que los refugiados que llegan a los países del primer mundo lo hacen pagando sumas enormes de dinero a los traficantes y jugándose la vida en rutas francamente peligrosas. En los cinco años anteriores a la redacción de este libro (2020) 20.000 personas dejaron sus vidas en ese cementerio que es el Mediterráneo. «Otras pasan por situaciones incluso de esclavitud, como ocurre en Libia, y otras se eternizan hacinadas en inhumanos campos de concentración, como las personas apresadas en Moria (Lesbos, Grecia) que fue noticia por su incendio en septiembre del 2020, un horrible campo del que muchos solo habían podido escapar por la vía del suicidio. Las mujeres se llevan la peor parte y muy pocas superan esos trayectos sin haber sufrido repetidas violaciones. Todo esto lo hemos integrado ya en nuestra normalidad». Pues bien, si dejamos a merced de esa 'normalidad' a personas que huyen de guerras o violencias y a las que les asiste, por tanto, el derecho a presentar una solicitud de asilo en cualquiera de los países firmantes de la Convención de Ginebra, ¿a expensas de qué dejaremos a aquellas personas que no gocen de un derecho similar?
Puede que pensemos que nuestros países acogen a muchos inmigrantes, pero del total de personas que emigran desde los países del sur global la proporción que llega hasta los del norte es nuevamente ínfima. A los que llegan, nuevamente se lo ponemos complicado, costoso y peligroso. De todas formas, no son tantos los que ansían llegar a nuestros terruños como solemos percibir. Si se piensa bien, es algo que tiene sentido. A no ser que se goce de cierta cultura migratoria, el ser humano es bastante conservador en cuanto a lugar de residencia. La primera opción cuando las condiciones externas dificultan ese conservadurismo suele ser quedarse dentro del propio país; la segunda, irse a un país cercano. Los que se aventuran más allá suelen seguir canales migratorios ya hechos, es decir, se desplazan a algún país donde ya se encuentra algún familiar o miembro de su comunidad.
Cuando la temperatura del agua sube, las zooxantelas, que viven en simbiosis con los arrecifes de corales y que son las responsables de extraordinario colorido, abandonan los corales y dejan al descubierto su esqueleto de carbonato cálcico, produciéndose lo que se denomina blanqueamiento. «Con la muerte de los corales desaparecerá una importante barrera de protección que tienen muchas ciudades y zonas costeras frente a las marejadas de tormenta, y la biodiversidad marina se verá gravemente afectada. Los arrecifes de coral son el hábitat de la cuarta parte de las especies marinas conocidas; no existe otro ecosistema de similar importancia en la Tierra».
Imagen en dominio público de National Marine Sanctuaries
Es factible pensar, por tanto, que las personas que están migrando ya como consecuencia del cambio climático y las muchas más que lo harán en las próximas décadas sigan ese mismo comportamiento. De hecho, esos desplazamientos en la mayoría de los casos seguirán un patrón similar. Las consecuencias de las cada vez más intensas sequías en el interior de los países impelerán a muchos de sus habitantes a establecerse en las grandes ciudades costeras. A continuación, estas sufrirán tanto los estragos de la superpoblación como de las consecuencias de la subida del nivel del mar. Volver al interior no será por entonces una opción, por lo que el siguiente paso será migrar a un país cercano, el cual probablemente no gozará de una situación mucho más halagüeña. De ahí, siguiendo habitualmente canales migratorios ya abiertos, el siguiente paso será un país del primer mundo. En todos estos eslabones de esta cadena no faltarán quienes no tengan suficientes recursos para coger su petate e irse. Serán miembros de lo que se llama poblaciones atrapadas, a las que bien podríamos denominar poblaciones condenadas.
Una de las zonas del mundo a la que pronto será difícil emigrar, y que, para más inri, está considerada actualmente como una importante receptora de inmigrantes, es Oriente Próximo. Es, especialmente sus ciudades, la zona del planeta que más padecerá la subida de las temperaturas. «Un estudio publicado por Nature Climate Change señala que en los países del golfo Pérsico las temperaturas pueden llegar a poner en cuestión la viabilidad de la vida humana». Si se continúan con las actuales altas emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera, a finales de este siglo muchas de las ciudades de esta región corren el riesgo de alcanzar una temperatura incompatible con la vida humana, y a mediados o incluso antes la vida en ellas se hará ya harto dificultosa.
Si continuamos con esas altas emisiones, «a nivel mundial, podemos contemplar unas migraciones climáticas hacia el 2060 de entre 175 y 300 millones de personas» (lo cual duplicaría el número de migrantes que hay en el mundo en la actualidad) y «habrá que pensar en algo así como 1000 millones de migrantes climáticos a finales de siglo, o puede que bastantes más». Para gestionar esa ingente cantidad de migraciones urge darles a esos emigrantes el estatus de refugiados climáticos y urge crear un marco jurídico internacional que los proteja y ampare. Lo primero, porque esas migraciones no son voluntarias, sino que están motivadas por un serio peligro tanto para los medios de vida de los migrantes como para sus propias vidas; lo segundo, por una cuestión de responsabilidad.
El mayor impacto climático lo están sufriendo los países situados en las franjas de las latitudes tropicales del planeta, pero su vulnerabilidad no se debe solo a una caprichosa situación geográfica. Se da la circunstancia, además, de que en esa zona se concentran la mayoría de los países de medios o bajos ingresos, lo cual les resta capacidad y recursos para enfrentarse y adaptarse a las consecuencias del cambio climático. Se da la circunstancia, también, de que los países del norte global hemos contribuido notablemente al empobrecimiento de esos países (obligándoles a la eliminación de aranceles, etc.). Y se da la circunstancia de que los que echamos mayoritariamente gases de efecto invernadero a la atmósfera somos nosotros, mientras que los que mayoritariamente pagan sus consecuencias son ellos. Pero tanta circunstancia no debe hacer de esto algo circunstancial. Esto, como digo, es una cuestión de responsabilidad. Esto es ya una cuestión de justicia.
Glaciar Whitechuck en 1973, Glacier Peak, Washington, Estados Unidos. Fotografía de Mauri Pelto en dominio público
Glaciar Whitechuck en 2006. Fotografía en dominio de Peltom. El glaciar retrocedión 1,9 km en 30 años.
El deshielo de los glaciares de las principales cordilleras, así como de los casquetes de hielo de Groenlandia y la Antártida, como consecuencia del calentamiento global, es uno de los principales responsables de la subida del nivel del mar. Además, el retraimiento de los glaciares de las cordilleras, aunque en un primer momento aumentará el caudal de los ríos de la zona, afectará considerablemente a la disponibilidad de agua, especialmente en las estaciones más secas.
Porque esta historia no comienza con una intensa sequía. Esta historia no comienza con la subida del nivel del mar. Esta historia no comienza con un huracán o ciclón o tifón (que no dejan de ser lo mismo pero que varían de nomenclatura según dónde se produzcan). Esta historia no comienza con una guerra (aunque podría terminar con algo muy parecido a una) ni con millones de refugiados pidiendo asilo. Esta historia comienza con la Revolución Industrial, allá por el siglo XVIII. Comienza tímidamente. Continúa paulatinamente. Se acrecienta y se dispara en las últimas décadas. Y lo sabemos. Y sabemos cómo detenerla. Pero no queremos hacerlo. Tenemos ya la solución pero no queremos aplicarla. Porque esta es la historia de nuestra indiferencia.
He hecho referencia ya en varias ocasiones a las emisiones de gases de efecto invernadero. Ellas son las causantes del calentamiento global y del cambio climático que estamos viviendo. «El informe del 2017 de Carbon Disclosure Project decía que la industria de los combustibles fósiles es responsable del 70 % de todas las emisiones de gases de efecto invernadero producidas por actividades humanas, y afirmaba que hay veinticinco compañías, privadas o estatales, que son responsables de más del 50 % de todas las emisiones». Es cierto que hay más causantes de las emisiones, y por tanto del calentamiento global, que los combustibles fósiles. Es cierto que se puede y debe actuar para reducir ese 30% restante. Pero no es menos cierto que si no hacemos algo ya para detener y reducir ese alto componente debido a los combustibles fósiles todo lo demás que hagamos es absolutamente insuficiente. Igualmente debemos actuar para cambiar el actual modelo energético (incluso el económico), pues, por mucho que se venga hablando cada vez más de las energías renovables, «el hecho es que los combustibles fósiles siguen aportando el 84,3 % del consumo energético mundial». Reducir el uso de los combustibles fósiles es, pues, lo que verdaderamente urge.
Pero las corporaciones energéticas y las grandes multinacionales no van a cambiar su modelo de negocio si no son obligadas a ello por los poderes públicos. Son los gobiernos de las diferentes naciones los que deben legislar al respecto, los que deben dejar de subvencionar a esas compañías, los que no deben limitarse a que sus representantes se paseen por las diferentes cumbres climáticas llenos de buenas intenciones que enseguida olvidan y a que vuelvan sin adoptar acuerdos vinculantes. Urge que el que contamine pague. Tocar los bolsillos es la única ley que entienden aquellos cuya única prioridad es llenarse esos bolsillos.
A tenor de lo anteriormente expuesto pareciera que no está en nuestras manos como ciudadanos hacer nada para frenar esta historia. No es así. Los poderes públicos no están lo suficientemente comprometidos para tomar las medidas oportunas para evitar, o al menos paliar, lo que se avecina. Somos nosotros los que debemos presionar para que lo hagan. Es el clamor popular el que debe obligar a sus representantes políticos a tomar decisiones valientes. Y, si conseguimos que se tomen, no debemos arrugarnos ante las mismas, aunque nos resulten duras de acatar. Si no lo hacemos por empatía y solidaridad hacia los habitantes de los países que más sufren, hagámoslo por egoísmo. Por muy privilegiados que seamos geográfica y económicamente, no somos inmunes a las consecuencias del cambio climático. Ya nos están afectando y seguirá haciéndolo con mayor dureza. Las medidas de mitigación y de adaptación que tomemos no serán suficientes. Llegarán, además, tal y como ya he señalado, emigrantes a nuestros países, muchos más de los que están llegando ahora. Y si los que llegan ahora ya comienzan a resultarnos molestos y a producirnos rechazo, todo ello auspiciado por la obsesión por la seguridad surgida tras el 11S y por el auge de los partidos de extrema derecha, ¿qué sentiremos hacia ellos cuando su número se multiplique? Nos sentiremos amenazados, atacados. Y no parece muy factible que nuestros gobernantes gestionen mejor las crecientes migraciones de lo que están gestionando el cambio climático. Corremos el riesgo de convertirnos en lo que ni nos atrevemos a imaginar, de consentir y participar en lo que si a cualquiera le preguntáramos ahora consideraría inconcebible. La historia de nuestra indiferencia y comodidad puede convertirse en la historia de nuestro miedo y nuestra vergüenza (la otra cara de la historia, la de los que nos causan ese miedo a perder lo que tenemos y que creemos nuestro por derecho, ni contará ni se contará).
Valla de Melilla para impedir el acceso de inmigrantes a territorio español
Fotografía bajo licencia CC BY 2.0 tomada en 2006 por Sara Prestianni y facilitada por Noborder Network (fuente original: storie migranti)
La historia me la cuenta Miguel Pajares. El biólogo y antropólogo social cuenta con una amplia trayectoria profesional vinculada a la inclusión social, a la lucha contra el racismo y a la ayuda al refugiado. Ha escrito numerosos ensayos y artículos, así como varias novelas de temática negra con un trasfondo de denuncia social. Refugiados climáticos: un gran reto del siglo XXI es el último libro que ha publicado.
No es esta que os he contado y que Miguel Pajares me ha contado a mí, pues, una historia inventada. Ni siquiera está novelada o ficcionada. Refugiados climáticos es un ensayo puro y duro (y lo de duro no es solo parte de una expresión hecha). Son cuantiosos los datos que ofrece. Es exhaustiva la bibliografía en la que se basa para explicar lo que ha sucedido y está sucediendo, así como para predecir lo que está por venir y para explicar en base a qué están calculadas esas predicciones. Su tono es divulgativo, didáctico, si se quiere. Retoma y vuelve en muchas ocasiones a lo ya explicado en capítulos anteriores para que el lector haga las conexiones pertinentes y todo le quede bien claro.
Este libro responde a una particular visión de su autor, que cree en la firme y acuciante necesidad de instaurar la figura del refugiado climático, así como de darle un marco legal para su protección. Para dejar patente esa necesidad, Miguel Pajares comienza explicándonos qué es lo que causa el cambio climático, cómo hemos tomado conciencia de ese cambio y por qué no se está haciendo apenas nada para pararlo. Continúa relatando las consecuencias del calentamiento global: deshielos y subida del nivel del mar, sequía y desertización, destrucción de hábitats y desaparición de especies animales, escasez de agua dulce y alimentos, aumento de conflictos bélicos, … Después habla de la movilidad humana y de cómo afectará a esta la crisis climática, para desgranar a continuación cómo son y serán los desplazamientos y migraciones en las zonas del planeta más afectadas por la subida de la temperatura ambiente. Finalmente, entra de lleno en la magnitud que adquirirán esas migraciones si no se hace ya algo para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (especialmente las de los combustibles fósiles) y en la necesidad de considerar a esos migrantes como refugiados climáticos, así como de instaurar políticas para gestionar esas migraciones. El último epígrafe de ese último capítulo reza La otra opción es matarlos y es absolutamente desolador por plausible.
Me reconozco escéptica respecto a la toma de medidas tanto para reducir las emisiones como para gestionar las migraciones. Temo, además, que mi pesimismo esté demasiado cercano al realismo. Y no es que mis expectativas respecto a nuestra respuesta como sociedad sea mucho más halagüeña que respecto a nuestros políticos. Sé que este será un libro al que pocos lectores se acercarán y que pasará (está ya pasando) desapercibido. Pero lo considero absolutamente necesario para comprender, para tomar conciencia, para movilizarnos y para exigir que se tomen medidas serias y contundentes. De todos y cada uno de nosotros depende que el final de esta historia sea otro.
Ficha del libro:
Título: Refugiados climáticos: un gran reto del siglo XXI
Autor: Miguel Pajares
Prologuista: Cecilia Carballo
Editorial: Rayo VerdeAño de publicación: 2020
Nº de páginas: 280
ISBN: 978-84-17925-34-5
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