Revista Diario
Diecisiete años hacía que no venía a Barcelona... Diecisiete años... La edad que tenía Tomàs...
Cuando llegué a la estación de Sants me temblaban las piernas. ¡Qué cambio! ¡No la reconocía nada! Volví a entrar a la estación, para coger el metro, la línea verde, destino: Fontana. ¿Me faltaba el aire?
- Tranquila -me iba diciendo-, sólo falta que tengas un ataque de ansiedad y montes un espectáculo; tantos años de terapia te tienen que haber servido de algo.
Este tipo de bronca últimamente tenía bastante efecto en mí. Así que continué el camino, intentando no pensar mucho.
Y llegué a Fontana. Y las piernas me volvieron a temblar. Cuando salí de la estación, hubo un estallido de sensaciones: todo había cambiado, pero era mi barrio. Lo notaba, lo sentía. El corazón me latía tan rápido que creía que no lo soportaría. Andaba decidida hasta la plaza del Diamante, y empecé a llorar: lloraba por la vida y por la muerte, y por todo lo que sentía en aquellos momentos. Mi infancia me venía a la cabeza como en una película, mis padres, mis abuelos, los tíos, los primos... ¡qué feliz había sido! Mi juventud, mi primer beso, la boda, el incendio...
- ¿Maria, eres tú? –dijo una conocida voz-. No puede ser... Dios mío...
Nos abrazamos. Era a Ramona, mi amiga de toda la vida, hasta el maldito incendio, el incendio que se llevó a mi marido... y a mi hijo, mi querido hijo Tomàs. Aquel mismo día decidí abandonar el barrio. Unos familiares se encargaron de todo.
Estuvimos hablando toda la tarde en una cafetería. Después fuimos a ver a vecinos y amigos de siempre, que todavía vivían en el barrio, paseando por las bonitas calles... Ni una lágrima me volvió a caer.
Y así como hacía diecisiete años me había ido por piernas de mi barrio de siempre hacia un pueblo donde nunca me había adaptado ni nunca me adaptaría, aquella tarde decidí que volvería a Gràcia, a mi barrio de toda la vida, del cual noté que todavía formaba parte, y que pasaría entre sus calles y su gente el resto de mi vida... feliz.
Cuando llegué a la estación de Sants me temblaban las piernas. ¡Qué cambio! ¡No la reconocía nada! Volví a entrar a la estación, para coger el metro, la línea verde, destino: Fontana. ¿Me faltaba el aire?
- Tranquila -me iba diciendo-, sólo falta que tengas un ataque de ansiedad y montes un espectáculo; tantos años de terapia te tienen que haber servido de algo.
Este tipo de bronca últimamente tenía bastante efecto en mí. Así que continué el camino, intentando no pensar mucho.
Y llegué a Fontana. Y las piernas me volvieron a temblar. Cuando salí de la estación, hubo un estallido de sensaciones: todo había cambiado, pero era mi barrio. Lo notaba, lo sentía. El corazón me latía tan rápido que creía que no lo soportaría. Andaba decidida hasta la plaza del Diamante, y empecé a llorar: lloraba por la vida y por la muerte, y por todo lo que sentía en aquellos momentos. Mi infancia me venía a la cabeza como en una película, mis padres, mis abuelos, los tíos, los primos... ¡qué feliz había sido! Mi juventud, mi primer beso, la boda, el incendio...
- ¿Maria, eres tú? –dijo una conocida voz-. No puede ser... Dios mío...
Nos abrazamos. Era a Ramona, mi amiga de toda la vida, hasta el maldito incendio, el incendio que se llevó a mi marido... y a mi hijo, mi querido hijo Tomàs. Aquel mismo día decidí abandonar el barrio. Unos familiares se encargaron de todo.
Estuvimos hablando toda la tarde en una cafetería. Después fuimos a ver a vecinos y amigos de siempre, que todavía vivían en el barrio, paseando por las bonitas calles... Ni una lágrima me volvió a caer.
Y así como hacía diecisiete años me había ido por piernas de mi barrio de siempre hacia un pueblo donde nunca me había adaptado ni nunca me adaptaría, aquella tarde decidí que volvería a Gràcia, a mi barrio de toda la vida, del cual noté que todavía formaba parte, y que pasaría entre sus calles y su gente el resto de mi vida... feliz.