Observé que Lobo Gris llevaba, colgando del cuello de su appaloosa, un scalp de pelo largo, lacio y muy blanco. Podría ser la cabellera de un anciano indio, pero, dado que cuando el Padre Veracruz se fue a buscarlo llevaba consigo las cabezas de Albino Jim y Orlock y había vuelto sin ellas, habría apostado el poco dinero que tenía a que aquella era la cabellera de Albino Jim. Y, si Veracruz le había regalado al viejo chiricahua aquella cabellera, debía ser porque el viejo chiricahua tenía alguna deuda pendiente con Albino Jim. Y, a su vez, Veracruz tenía alguna deuda pendiente con el viejo chiricahua, que así resarcía. No se lo pude preguntar, porque, como nuestros eventuales compañeros los mezcaleros, Lobo Gris sólo hablaba kiowa y español.Y porque, nada más llegar, los mezcaleros le saludaron, montaron en sus caballos y se marcharon. Eso sí, antes de que se marcharan hubo que cumplir con el ritual indio de los regalos. Así fue como los mezcaleros se llevaron consigo la provisión de café de Bonnechance, cosa que no gustó mucho al susodicho. Pero como no sabía ni una palabra ni de español ni de kiowa, le tuvo que dejar la negociación al padre Veracruz, y este llegó a ese acuerdo.
Lobo Gris transportaba un grueso hatillo, a lomos de su appaloosa. De él sacó un pequeño crisol y un molde para hacer balas, que era como un ladrillo de piedra con pequeños agujeros donde verter el metal. Colocó el crisol al fuego, y Veracruz echó en su interior las tres o cuatro monedas de plata que llevaba en los bolsillos, así como los adornos del mismo metal que había quitado de la cinta del sombrero de Albino Jim, justo después de cortarle la cabeza. —Ismael, me temo que debo pedirte los tres dólares que te pagué por cuidar de mi caballo. Y a usted, Bonnechance, debo pedirle esos herrajes de plata repujada tan bonitos que llevan las riendas de su caballo. —Ni lo sueñe, padre. —¿Va a venir usted con nosotros de vuelta a Transilvania? —Por supuesto, padre. No piense ni por un instante que le voy a dejar matar a usted solo al cabrón que mató a mis hermanos. Yo quiero un pedazo. —Entonces, deme toda esa plata. —Esas riendas valen mucho. —¿Más que su vida y su alma inmortal? —No jorobe, padre. —Dele la plata, señor Bonnechance—intervine— Para luchar contra esos demonios, la vamos a necesitar toda. Créame, he visto lo que una bala de plata les puede hacer. —Y las balas que lleva usted ahora en sus armas no les pueden hacer ni cosquillas, Bonnechance—remató el padre. Bonnechance aceptó, rezongando. El viejo indio fundió toda la plata que pudimos reunir en su crisol, la vertió en los moldes y, con pólvora, estopa y casquillos que también llevaba en su hatillo, fabricó una buena cantidad de balas. El padre Veracruz les grabó un crucifijo a cada una, con la punta de su cuchillo Bowie, y las fue bendiciendo, una a una. Cuando estuvieron listas, le pasó unas cuantas a Bonnechance —Cargue su revólver con estas—le dijo. También cargó su otro revólver, el que no era de plata, con balas de ese metal. —¿Tú sabes disparar, chico?—me dijo entonces. —Sí, señor. Me enseñó mi padre. —Y ¿Qué tal se te da? —No muy mal. Supongo que si practicara se me daría mejor. —Por desgracia, ahora no tenemos tiempo para practicar. Así que procura asegurar bien el tiro—dijo el padre, y me alargó el revólver. Él conservó el de plata. También le dijo a Bonnechance que le diera todas las balas de Winchester que llevara encima, incluidas las que tenía el rifle en su cargador. A todas les grabó un crucifijo y a todas las bendijo el padre, una a una. Después, Lobo Gris cazó un crótalo enorme con una flecha certera (al parecer, no usaba armas de fuego, pero era asombrosamente hábil con el arco) y lo asamos en el fuego para cenar. —Nunca había comido serpiente—dije. Con un poco de aprensión, lo reconozco. —Yo tampoco la había comido nunca—dijo Bonnechance—pero la verdad es que no huele mal. —Tampoco sabe mal—dijo el Padre—Es como el pollo, pero más suave. Comed sin reparo. Y era verdad, tenía un color, una textura y un sabor muy parecidos a los del pollo asado. Pasamos la noche allí, en mitad del desierto. Lobo Gris trazó un círculo en el suelo, rodeándonos a nosotros y a nuestros caballos. Supongo que era algún tipo de magia india de protección. Pero, de todas formas, y como en determinadas circunstancias nunca se está lo suficientemente protegido, organizamos turnos de guardia durante la noche. A mí me tocó el segundo. Durante mi turno hubo un momento en que los caballos se pusieron a relinchar, nerviosos, aunque eso no despertó a ninguno de mis compañeros. Me puse en guardia. Vi al coyote tuerto de pelaje rojizo acercarse al círculo mágico. Tocó el borde con una pata, tentativamente, y retrocedió. —Dile a tu amo que vamos a por él, Betty— le dije al coyote, procurando, creo que con suficiente éxito, que mi voz sonara firme. —Su amo ya lo sabe, y os está esperando—dijo una voz gutural que parecía surgir de algún punto en la oscuridad circundante. Los caballos se asustaron aún más y empezaron a hacer cabriolas. Lobo Gris se incorporó, y el Padre También, con el revólver de plata en la mano. —¿Qué pasa? —preguntó. Vi que un enorme lobo negro surgía de la oscuridad y se acercaba al coyote tuerto. Los lobos y los coyotes nunca confraternizan, son rivales instintivos. Pero aquellos dos parecían amigos. El lobo nos miró un instante, fijamente, con ojos que, al reflejar las llamas de nuestra hoguera, refulgían como brasas. El padre le apuntó con su revólver, pero antes de que pudiera disparar, el lobo giró grupa y desapareció a la carrera en la oscuridad circundante, seguido por su compañero el coyote tuerto. Aquella noche no hubo más incidentes. Por la mañana ensillamos los caballos y pusimos rumbo al pueblo, de nuevo. En un tramo del camino puse mi mulo a la par de su Mustang, para hablar con él. —¿De qué conoce usted al indio, Padre? —Es mi suegro. —¿Su esposa era india? —Mestiza. La mujer del jefe Lobo Gris era una holandesa que se quedó a vivir entre los indios… es una larga historia. —Eso lo explica todo. —¿Qué es todo? —Por qué el jefe se ha unido a nosotros. Y por qué usted le ha regalado la cabellera de Albino Jim ¿Qué ha sido del resto de la cabeza? —La quemamos, junto con la otra. Ya lo he dicho alguna vez, chico, pero lo voy a repetir: eres muy observador. —¿Confía en él? —Ya te lo he dicho, es mi suegro. Hay que confiar en la familia. —Ya, pero ¿nos será útil? Al fin y al cabo, sólo es un viejo con un arco. —No es nada torpe con ese arco. Y tiene algunas otras habilidades que nos pueden ser de gran utilidad. Ya lo verás cuando lleguemos ¿Falta mucho? —No, ya estamos llegando, mire. Le señalé un gran nubarrón negro que se veía en el horizonte. Debajo tenía que estar el pueblo. Y así era, en efecto, al cabo de un rato lo tuvimos a la vista. Pero, además de la sempiterna nube de tormenta, al pueblo también lo sobrevolaba un círculo de buitres. Y una columna de humo negro y espeso surgía de entre los tejados. Cuando nos acercamos más, pudimos comprobar que la calle mayor estaba llena de cadáveres y habían quemado la iglesia.
Próximo capítulo: