Es temporada de Festival. Temporada de marcar en el diario las 100 películas que queremos ver, de galopar 23 arriba y 23 abajo desde las 9 de la mañana hasta pasada la medianoche, cumpliendo un cronograma que nos parecería imposible y ridículo si se tratara de cualquier otra cosa. Temporada de sacar vacaciones bajo la manga, de venir desde cualquier rincón del país para quedarse en casa de esa tía que solo vemos en esta época del año y que no nos cae demasiado bien, todo para poder disfrutar de diez días ininterrumpidos de gran pantalla. Temporada de comer pan con perro o de llevar tu refrigerio a cuestas; de dormir poco o casi nada, o de dormitar durante los filmes que no logran atraparnos (no conozco mejor calificador para una película que el nivel de sueño que provoca a un espectador en una sala). Temporada de cruzarse con las celebridades locales y extranjeras como si fuéramos una versión tropical y descafeinada de Cannes. Temporada de colas interminables e histeria colectiva para ver los filmes cubanos que luego se mosquean en todas las salas de barrio durante meses, al mismo tiempo que buena parte de la más destacada realización cinematográfica mundial del año pasa inadvertida para casi todos excepto para el puñado de fanáticos de siempre. Temporada de desempolvar las bufandas y ahogarse con ellas a pesar de los inexcusables –con mucha suerte– 25 grados de temperatura. Temporada de acabar el día en un bar Esperanza que a pesar del nombre que lleva siempre deja un sabor agridulce. Temporada de respirar, caminar, comer, conversar, amar, odiar, soñar en clave de cine. Así que ya saben, si quieren encontrarme, búsquenme en alguna butaca.
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