Me está pasando lo que a Anatomía de Grey una por vez por temporada; se les va la pinza y se sacan de la manga un capítulo esotérico que te quedas dudando en qué momento dejaste el Seattle Grace para instalarte en La casa de los espíritus. Luego aparece Mac Steamy con sus pectorales rasurados y todo vuelve a su ser de sextillizos prematuros, chips contra el Alzheimer y cirugías cardio-torácicas entre canitas al aire en la sala esa en la que nunca duermen, crisis existenciales y desencuentros amorosos. Inciso: No sé si les he contado que el doctor Hunt o un clon perfecto del susodicho lleva a su hija a la guardería de mis niñas.
Como les iba contando estoy viviendo un momento Michael J. Fox en Regreso al Futuro. Sospecho que mi yo futuro se ha personado en el presente y, lo que es todavía más perturbador, ha puesto un blog. Porque yo creo que esto de los blogs es como los chiringuitos de playa ni se empiezan ni se abren ni se crean, se ponen y a darle a la churrera. Tengo pruebas. Díganme ustedes si este post no lo he escrito yo dentro de cincuenta años. Lo único que me extraña del asunto es haber cumplido ochenta años con la cantidad de enfermedades terminales que me asolan en la treintena.
Descubrir esta entrada ayer, mientras le juraba por mi vida a mi amiga la de Madrid que no se iba a morir de unas calcificaciones que tanto el radiólogo como el ginecólogo han dicho que son benignas al tiempo que yo me ojeaba con aprensión el único lunar de los sospechosos que todavía no me he quitado, ha sido una bendición y un tormento. Cierto es que me congratula saber que la hipocondría en grado extremo no mata. Otro de mis miedos es que a falta de no tener nada terminal me lo esté creando yo sola de tanto darle vueltas. Pero sólo pensar que este martirio no es transitorio se me abren las carnes. Toditas. Yo me había hecho la ilusión, corroborada por la opinión experta de la médico de cabecera de mi amiga la de Madrid, de que esto era un mal pasajero agravado por un exceso de oxitocina, la maternidad, el miedo a dejar huérfanos a tus hijos y tantas otras aprensiones como nos asolan a las madres recientes.
Pero no. A juzgar por esta versión más resabiada y vivida de mí misma la hipocondría a los ochenta es igualita que a los treinta. Horror. De los horrores. Si ahora ya tengo un gausómetro y me debato entre si condecorar a mis hijas con unos collares repele-radiaciones-electromagnéticas o erradicar el wifi de mi vida de qué no seré capaz con ochenta. Miedo me doy. Yo entiendo que para alguien que nunca haya pasado por este trance caustico es difícil de entender pero yo me pasé una semana muriéndome de un melanoma maligno que resultó ser roña bajo la piel. Esto puede que sea cómico pero no tiene ni pizca de gracia. Se lo aseguro.
Lo que tengo que reconocer es que la hipocondría une. Muchísimo. Con qué otra excusa iban a poder dos locas como mi amiga la de Madrid y servidora pasarse cuarenta y cinco minutos valorando si realmente era o no conveniente extubar a Tim, aquel niño americano cuyo transplante de corazón seguimos con fervor en Facebook; aderezado con comentarios del tipo a mí cuando me hagan la extracorpórea no dejes que me extuben hasta que se hayan estabilizado los niveles de electrolitos en sangre.
Bien pensado quizá sea precisamente la hipocondría la que le haya conservado las facultades tan afiladas a esta bloguera única que nos ha regalado el mejor post que he leído hasta la fecha sobre lo que significa eso mismo: ser bloguera. No se lo pierdan que no tiene desperdicio.
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