Los recientes paseos por Lisboa han traído a mi memoria muchos libros que forman parte de mi acervo personal. En particular, he recordado, frente a la estatua de Eça de Queiroz, un viejo ejemplar publicado en 1903. Precisamente en ese lejano año se publica la segunda edición de la novela titulada A cidade e as serras, obra póstuma de este genial autor portugués de formación francesa, cuya muerte sobrevino cuando aún no había terminado de corregir las pruebas de imprenta. La novela, que apareció impresa por primera vez en 1902, nos cuenta la peripecia de un joven aristócrata, Jacinto, que vive hastiado de su vida decadente en París y decide volver a su finca portuguesa. Una vez allí, al tiempo que emprende una vida bucólica, no dejará por ello de tomar conciencia de los problemas de su gente. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
La obra, no exenta de aspectos que nos recuerdan al regeneracionismo hispano, es una réplica de la famosa novela titulada Al revés (1884), escrita por Joris Karl Huysmans, que se convirtió en la "biblia" del decadentismo estético. En otro lugar , hemos estudiado la notable circunstancia de que el poeta Virgilio, denostado por Huysmans como paradigma del canon académico , se convierta para Eça de Queiroz en una plácida y amena lectura, después de que su personaje haya regresado a Portugal para emprender una nueva vida en contacto con la naturaleza. Si bien no es la única vez, hay un momento esencial en que Eça de Queiroz recurre a los versos de Virgilio para insertarlos en la paz del nuevo ambiente rural:
"Sobre una de esas tablas descansaban dos espingardas; en las otras aguardaban, diseminados, como los primeros doctores llegados a un concilio, algunos nobilísimos volúmenes, un Plutarco, un Virgilio, la Odisea, el Manual del Epicteto y las Crónicas de Froissart. Después, en ordenadas hileras, sillas de enea, muy nuevas y lustrosas. Y en un rincón, un mueble para bastones.
Todo resplandecía de orden y limpieza. Los postigos entornados protegían contra el sol, que de aquel lado caía ardientemente escaldando los ventanales de piedra. Olían los claveles. Del suelo, lavado con agua, emanaba en la tamizada penumbra una blanda frescura. Ningún rumor turbaba los campos ni la casa. Tormes dormía bajo el esplendor de la mañana santa. Y, vencido por aquella consoladora quietud de convento rural, acabé por tenderme en un sillón de junco junto a la mesa y abrir lánguidamente un tomo de Virgilio, murmurando, sin más que apropiar ligeramente el dulce verso que leí primero:
Fortunate Jacinthe! Hic, inter arua nota
et fontis sacros, frigus captabis opacum...
¡Afortunado Jacinto, en verdad! ¡Ahora, entre los campos, que son tuyos, y las fuentes que te son sagradas, encuentras finalmente sombra y paz!
Leí todavía otros versos. Y, con el cansancio de las dos horas de camino y de calor desde Guiaes, acabé por dormirme irreverentemente sobre el divino bucólico." (La ciudad y las sierras, trad. de Eduardo Marquina, Barcelona, Bruguera, 1984, pp.160-161)
Aunque parezca irrelevante, la circunstancia de caer plácidamente rendido sobre el libro de Virgilio es muy significativa. Tengamos en cuenta que el personaje de Eça de Queiroz ha hecho un camino de vuelta al campo y que en lo literario se ha alejado, asimismo, de los excesos del decadentismo. Ahora bien, no se trata de una mera vuelta a un autor canónico y sagrado, sino, más bien, a un viejo amigo, con quien se tiene la confianza suficiente como para poder quedarse dormido en su presencia. Este hecho, más que una vuelta, supone una reconsideración del autor clásico. Por ello, la anécdota de esta bucólica escena responde a un complejo trasfondo. Tras siglos de tradición imitativa, tan sólo salpicada por la sátira y la parodia, los autores que llamamos clásicos se convirtieron a partir del romanticismo en metas que superar, merced al anhelo de originalidad imperante. El decadentismo, por su parte, intentó invertir lo que la estética académica proponía como canónico, reaccionando, precisamente, con hastío -el spleen o la melancolía literaria - ante lo aceptado por una sociedad burguesa y bienpensante. De esta forma se conforma una nueva tradición, la moderna, al decir de Octavio Paz, lo que nos ha llevado a pensar en una confrontación irreconciliable con la tradición clásica que pondría, por representarlo con dos autores significativos, a Virgilio de un lado y a Baudelaire del otro. La realidad, felizmente, es más rica y las dos tradiciones han terminado por convivir. FRANCISCO GARCÍA JURADO