Basada en la legendaria partida de ajedrez entre Bobby Fischer y Boris Spassky de 1972, el texto de Mayorga nos devuelven a esa capacidad evocadora que tiene el teatro como exorcismo.
Por: Manuel García.
Hay momentos en la vida, numerosos momentos, que te reconcilian con esa capacidad simbólica y evocadora que tiene el arte.
En el caso de Reikiavik, la obra de teatro escrita y dirigida por Juan Mayorga, nos encontramos con un texto y unas interpretaciones que sugieren desde su polifonía semántica. Y eso no es fácil. Las interpretaciones de César Sarachu y Daniel Albaladejo son soberbias. Lo pude comprobar anoche en el Teatro Circo, de Orihuela, en Alicante, después de que la obra hubiera recorrido varios escenarios de toda España. Hace un año no pude verla en Madrid. No quedaban entradas y ahora entiendo por qué.No veía algo parecido en mucho tiempo, pero es ese texto de Mayorga lo que convierte a esta obra en un ejemplo de excelencia literaria con múltiples niveles de lectura.
Un estudiante de instituto, interpretado por Elena Rayos, curiosea con un tablero de ajedrez en un parque. De repente, aparecen dos hombres que apenas se conocen, pero que juegan a menudo allí mismo. Un debate sobre quién ha sido el mejor jugador de la historia nos abre a una teatralización de personajes y figuraciones donde Bobby Fischer y Boris Spassky vuelven a representar aquella memorable partida de 1972 en Reikiavik. Allí se jugaba algo más que el título de campeón mundial de ajedrez.
Ritmo frenético en las intervenciones, la esencia de Ionesco y Beckett, un texto lleno de sutiles metáforas y de voces con personalidad y lenguaje propios convierten a esta obra de teatro en ese ejemplo necesario donde uno vuelve a creer en el virtuosismo de la escena y en la versatilidad de actores y actrices que sobre todo cuentan una historia. Echaba de menos algo así en el teatro de este país.
Enhorabuena a Elena, a Daniel y a César.
P.D.: Y no sé jugar al ajedrez.