Imagen tomada de aquí
Donde esté un buen
entierro que se quiten las bodas.
No hay color.
Cuando vas de entierro
no tienes que aguantar al gracioso de turno, al pariente borracho metepatas, a
los impresentables que quieren cortar la corbata del novio, ni siquiera a la
Tuna cantando “clavelitos de mi corazón”. No tienes que soportar los estúpidos
chistes del compañero de mesa, ni el “vivan los novios”, ni los horrendos
bailes nupciales, ni los langostinos de sospechoso rebozado, ni la asquerosa
tarta, ni el mal cuerpo que se te pone tras la ingesta abusiva de comidas y
bebidas, ni a los nenes maleducados que corretean entre las mesas tirándolo
todo, que parece que los padres, cuando andan de farra, socializan su
paternidad y reparten los inconvenientes de la misma entre todos los presentes.
Un entierro además dura
poco. Lo justo, no como esos bodorrios interminables, seguidos de baile con
todo el repertorio de canciones horribles tipo “La conga” o “El baile de los pajaritos” que, modestamente,
creo que se fabrican pensando exclusivamente en torturar al personal.
Un entierro sale mucho
más barato para los asistentes. No tienes que pagar el cubierto ni contribuir a
los gastos de ningún viaje tras la ceremonia. Al contrario de lo que pasa con
el viaje de novios, la barca de Caronte es muy económica. Al único que le sale
caro el asunto es al difunto o a la compañía de decesos.
Además puedes estar
serio, sin hablar con nadie, con cara de vinagre, que nadie va a notar que
estás a disgusto puesto que tu expresión la achacarán siempre al momento grave
y luctuoso que se vive.
No me imagino en un funeral a la viuda del finado, vuelta de espaldas a la concurrencia, tirar el ramo de crisantemos al grito de "a ver quién es el próximo", mientas la peña pugna por hacerse con él.
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Entrada publicada originalmente en La Charca Literaria