¡Alerta Spoiler! Este relato se ubica a mitad del libro Nawe, El Héroe, y expresa un momento en que este hombre siente que no puede dar un paso más... pero tiene que hacerlo.
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Nawe pensó que aquel lugar era lamentable. No lo había sido cuando llegaron, unas decenas de personas agotadas, hambrientas y sucias por el viaje. Aquel pueblecito colindante con las tierras ásperas de Kinaros era un paraíso.Ahora los muertos en los que no habían creído, habían llegado. Una oleada. El jefe del pueblo se retiró entre alaridos y Nawe tomó las riendas de un puñado de campesinos armados con horcas y hoces.Ahora los muertos se habían retirado, y los heridos yacían atados en camastros. No podían arriesgarse a la infección, y había dado instrucciones de que todos los curanderos y cuidadores llevaran siempre toda la piel cubierta. Era incómodo, pero necesario.Cuando llegó, se lo discutieron todo. Ahora nadie osaba hacerlo.Nawe les había traído la realidad, y no era grata, pero también había hecho lo posible por protegerlos de ella.Habían caído algunos. De los suyos, de los aldeanos, qué más daba.Notó un golpe en la pierna y bajó la mirada. Allí estaba el oso. ¿O era la osa? Uno de los hijitos de Wen. Pensar en ella le provocó un pinchazo en el estómago. Se agachó y palmeó la cabeza del cachorro, que le mordisqueó los dedos con mucho cuidado antes de ponerse panza arriba.—Eres mimoso —comentó en voz baja—. Igual que tu madre. Era como un perro amaestrado, aunque nunca quise que lo fuera. Intenté que fuera un animal salvaje y libre, y me siguió y me protegió hasta la muerte.El osezno no tenía ni idea de lo que decía, solo buscó jugar un poco con él. Cuando Nawe se limitó a cogerlo y darle la vuelta, fue en busca de su hermana… o hermano… No se había molestado en levantarles las faldas.El hombre se levantó de nuevo y se frotó los ojos. Se sentía cansado, pero no podía desfallecer. Había que fortificar el pueblo, revisar a los heridos, comprobar la quema de los caídos, y adiestrar a ese puñado de campesinos. Además, no podían olvidarse de los suministros, así que era de vital importancia que los campos siguieran funcionando y se cuidara del ganado.¿Por cuánto tiempo?, se preguntó. Aquello le venía grande. Deseó que su maestro estuviera allí… O Eiji. O incluso Röryan. Cualquiera menos él.Pero no, solo estaba Nawe. Esas personas solo tenían a Nawe.—Um… ¿Señor?Gruñó y se volvió. El jovencito de cara pecosa lo miraba con cierto pavor reverencial.—¿Qué hacemos…? ¿Qué hacemos con las ropas y a-armas de los caídos?—Quemadlas también.—Pero…—No podemos arriesgarnos. ¿Se ha apagado la pira?—No, señor.—Avísame cuando suceda. Revisaré los restos.—Sí, señor.—¿Cómo están los heridos?—N… No lo sé, señor.Nawe hizo una mueca y decidió que necesitaba una cadena de mando.«Por todos los ángeles», pensó con un suspiro de cansancio. «¿En qué me estoy metiendo?».A pesar de todo se puso rumbo a la enfermería para comprobarlo, y mientras tanto, pensó en los más adecuados para llevar a cabo qué tarea. Pensó, también, que necesitaba conocer a las nuevas personas para saber a qué atenerse con cada una. Tenía que aprender sus flaquezas y virtudes, ganarse su confianza… Los dioses sabían cómo se hacía eso.Se frotó los ojos y miró alrededor. Tenía que ver a Neri. Ella haría que desapareciera ese cansancio. Solo un vistazo, pensó, sería suficiente para darle fuerzas.