Revista Cultura y Ocio

Relato Corto: Kassander

Publicado el 17 mayo 2020 por Ayaathalia @Ayashi375
Despertó con el corazón desbocado por algún motivo incierto.
Su mente estaba despejada como si nunca se hubiera dormido, pero fue incapaz de mover su cuerpo. Estaba atada. Inmovilizada. Vulnerable.
De inmediato una voz llegó a sus sentidos:
—Mara Austris, pasajera trescientos veintidós de la nave de transporte Kolindae, en estasis en el cubículo tres, barra, a, le habla el computador de abordo.
La voz era suave, educada, y también tranquilizante.
—Se le han detectado altos niveles de estrés —siguió informando—. Es posible que los controladores de hipersueño hayan sufrido dificultades técnicas. Ruego aguarde mientras hago un análisis completo.
Para cuando la voz se extinguió Mara podía abrir y cerrar los puños y doblar los brazos. Abrió los ojos, desorientada, y vio que la cubierta de vidrio del tanque ya se había levantado en el más completo silencio, dándole vía libre para salir mientras el computador se encargaba de la revisión.
Suspiró y se sentó, frotándose la cara. Después se miró las piernas y el pecho, reconociendo poco a poco la ceñida prenda que la cubría de pies a cabeza, facilitando la absorción de oxígeno y suero alimenticio durante la estasis.
Ahora estaba limpia y seca, al contrario que sus compañeros en los otros tanques; ellos estaban limpios, pero no exactamente secos.
Así funcionaba, se repitió. Era su primer viaje espacial de larga duración, y se había leído todos los manuales sobre lo que sucedía o no sucedía durante la estasis. En realidad no debería haber despertado hasta poco antes de llegar a la colonia de Xaón, pero a pesar de que los errores en los controladores deberían ser ínfimos, estaba bastante segura de haberse levantado tres veces en lo que llevaban de viaje.
Mara colocó la palma de su mano en el lateral del tanque, que se inclinó ligeramente hacia adelante; después el borde derecho descendió hasta crear un hueco por el que pasar las piernas. Al hacerlo, la muchacha encontró el suelo cálido, como era natural: era una nave de transporte con todas las comodidades, ¿no?
Se levantó, pero lo hizo demasiado deprisa, y los efectos de la prolongada estasis le hicieron perder el equilibrio. Todo dio vueltas durante un momento, y Mara se sujetó al tanque con ambas manos, intentando aguantar el equilibrio.
—Ruego no se apresure —pidió la suave voz del ordenador, saliendo de un pequeño altavoz situado en el alto cuello del traje de estasis—. Si desea levantarse y caminar antes de regresar a su cabina, dispone de ropa limpia en su armario personal.
—Sí, sí —musitó Mara, enderezándose y girando el cuerpo hacia la estrecha puerta blanca.
Colocó la mano sobre el panel táctil, que la escaneó antes de abrirse. El interior del diminuto armario contenía únicamente unas zapatillas y una muda de ropa estilo informal.
La muchacha agradecía que entre las muchas comodidades de la nave Kolindae hubiera ropa, porque la ajustada prenda de la estasis era más reveladora que si fuera desnuda.
Se puso la falda, ancha y larga hasta las rodillas, y después la blusa. No se quitó el traje de estasis, naturalmente; todos los pasajeros de la nave tenían prohibido hacerlo, puesto que a través de sus microsensores el ordenador de abordo podía registrar sus signos vitales y hacer su viaje más placentero.
O eso decía la propaganda. A Mara solo le había causado dolores de cabeza con tantas idas y venidas de la estasis.
Suspiró y después de dudar un momento, decidió quedarse descalza. Le gustaba el contacto del suelo cálido bajo sus pies, como si estuviera en la playa, pero sin molesta arena.
Colocando de nuevo la mano sobre el panel táctil hizo que la puerta de su armario se cerrara, y ella finalmente se giró para salir de la estancia circular en la que había estado durmiendo con otros nueve desconocidos.
—Me he tomado la libertad de prepararle un chocolate caliente —indicó el computador desde el mismo pequeño altavoz, como si solo hablara para ella—. Si lo desea, la espera en la sala de esparcimiento.
—Gracias —dijo Mara antes de recordar que era un ordenador, que no tenía sentimientos ni tampoco había por qué agradecerle nada.
Bueno, los buenos modales eran importantes, eso decía siempre su abuela. Claro que su abuela había odiado las máquinas hasta el mismísimo día de su muerte, cuando se negó a ser conectada a una para poder vivir unos años más, dejándola sola en la Tierra.
La muchacha recorrió el corredor desde la sala uno, diez, a, hasta el lugar donde el muy eficiente computador decía haberle preparado un chocolate. Que no lo habría preparado, se recordó Mara, sino que sencillamente estaría listo para cuando ella apretara el botón correspondiente.
La sala de esparcimiento era amplia pero no daba sensación de vacío, sino más bien de agradable plenitud. Había estanterías en las paredes revestidas de madera, y artefactos de aspecto y textura similar a los libros de papel, aunque en su interior las páginas no eran más que hologramas.
Hacía mucho que Mara no veía un libro de papel de verdad. Eso la ponía triste.
Decidió ignorar ese pensamiento y dirigirse a la máquina de bebidas no alcohólicas. En el claro panel pudo ver que parpadeaba el icono del chocolate caliente, a la espera de que le diera, y ella no se hizo de rogar. De inmediato notó su denso aroma, y una pequeña puerta ascendió para dejarle meter la mano en el hueco interior. Sacó la taza, que le calentó los dedos pero sin quemarla, y se llevó el chocolate a la nariz para olerlo profundamente.
Uno de los mejores que había tenido el placer de olisquear, desde luego.
—Si le place —indicó el computador en su cuello—, puede disponer de los variados entretenimientos de la sala de esparcimiento mientras yo me ocupo del análisis de…
—Sí, sí, sí —interrumpió ella, yendo hacia uno de los cómodos sillones junto al holograma que simulaba una chimenea encendida—. ¿Cuántos errores en los controladores de hipersueño has encontrado en este viaje?
—Tres contando este.
—Y los tres me han tocado a mí.
—Las probabilidades de sufrir tres incidentes con los controladores de hipersueño son próximas a cero.
—Qué suerte la mía. ¿Cuánto tardarás?
Se acercó la taza a los labios y dio un sorbo. Aunque Mara no había tenido ninguna clase de experiencia sexual, estaba segura de que el orgasmo debía ser parecido al placer que sintió al probar aquel magnífico chocolate caliente.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que su pregunta estaba contestada y ella no lo había oído.
—Perdona —dijo, y se sintió tonta al disculparse con un ordenador—. No te he oído.
—El análisis estará terminado en una hora —repitió el computador con la misma voz plácida y tranquilizadora.
—Sí, claro, como las otras veces. Vale, pues… a trabajar.
Aunque suponía que como una buena inteligencia artificial al mando de una nave con cientos de subrutinas, ya debía estar haciendo su trabajo sin necesidad de que ella, una pasajera cualquiera, se lo dijera.
—¿Quiere que le ponga algo de música? —preguntó el ordenador con gentileza.
—Música. Sí, claro, por qué no.
De inmediato la envolvió una suave melodía de violín, lenta y un poco triste. Transmitía soledad, decidió Mara mientras cerraba los ojos, y suspiró antes de tomar otro sorbo de chocolate caliente.
—Me encanta el violín —murmuró para sí.
—Lo sé —indicó la voz del ordenador, y ella frunció el ceño.
—¿Cómo?
—Al adquirir su pasaje usted rellenó un formulario sobre sus gustos y deseos.
—Pensé que era una encuesta.
—Efectivamente, los datos se han utilizado a modo de encuesta, pero también han sido introducidos en la base de datos de la nave. Al fin y al cabo, mi labor es hacer este viaje lo más confortable posible.
Mara cogió la taza con una mano y se frotó la sien con la otra. Sí, aquello tenía sentido. El grueso del viaje se llevaba a cabo en estasis, pero los dos primeros y los dos últimos días todos los pasajeros habían estado, y estarían, despiertos. Oficialmente era para disfrutar de la nave, cómo no; pero la muchacha sospechaba que era para que no bajaran a la colonia mareados como patos después de meses y meses de hipersueño.
—Eres muy… considerado —comentó, un poco incómoda.
—Es un placer servir en lo que necesite —respondió el ordenador, como un mayordomo bien educado.
—¿En serio?
Lo dijo con escepticismo y sin pensar, y se arrepintió de inmediato. También se arrepintió de arrepentirse, porque, ¿qué sensación de culpabilidad debía tener si estaba hablando con un montón de códigos informáticos ininteligibles que por obra de un milagro que no entendía ni le gustaba, se había acabado convirtiendo en un programa lo bastante inteligente como para actuar por sí mismo en determinadas circunstancias?
A Mara le daba un poco de miedo que una máquina pensara por sí misma. Suponía que su abuela le había acabado por llenar la cabeza con historias de futuros apocalípticos en que la tecnología devoraba por completo a la humanidad, pero en todo caso, también había pasado su infancia rodeada de consolas portátiles, proyectores holográficos y sistemas informáticos para la seguridad de la unidad familiar, y nunca le había gustado pensar que cualquiera de esos programas llegara a tener raciocinio propio.
Pero allí estaba, metida en una nave cuya inteligencia artificial la despertaba tres veces en un mismo viaje, en el que no debería haber despertado ni en una sola ocasión, y le preparaba chocolate por las molestias.
Mara suspiró y miró alrededor. Observó la arcaica mesa de billar, el inmenso televisor, la plataforma del videojuego de realidad virtual… y ni un alma para disfrutar de esos placeres. Salvo ella, claro.
—¿Hay algún problema? —inquirió la plácida voz del ordenador.
—No —replicó la muchacha—. Es que está un poco solitario por aquí.
—¿Se siente sola?
—Bueno, todo el mundo está durmiendo.
—No todo el mundo.
—Bueno, a ver. —Mara rodó la mirada y luego la clavó en el techo, el sitio al que siempre miraba cuando se dirigía a un programa cuyos ojos y sensores estaban literalmente en todas partes de una habitación—. Eres el computador de abordo. No es como si pudieras venir aquí y sentarte conmigo frente al fuego.
—Sí puedo hacerlo.
—¿Perdón?
—Puedo hacerlo si es lo que quiere.
—Pero eres un programa.
—Y la sala en la que se encuentra está llena de proyectores holográficos.
Mientras la voz le informaba en tono tranquilo y agradable, ante sus ojos se obró el milagro: diminutos haces de luz se unieron en el sillón frente a Mara, y muy pronto formaron la figura de un muchacho de su edad, con el pelo rubio oscuro y revuelto y los ojos grises y amigables. Vestía con ropa informal, parecía alto y esbelto, e incluso cruzó las piernas cuando su imagen se volvió firme.
El muchacho, a pesar de ser el avatar de un ordenador, sonreía como lo haría un chico cualquiera, uno sociable y con ganas de conversar con desconocidas en su tiempo libre.
Mara lo miró, boquiabierta. Si no lo hubiera visto aparecer no hubiera imaginado que era una imagen en tres dimensiones.
—Esta parte de la información debí saltármela —musitó.
—Esta parte de la información no está disponible en todos los folletos —respondió la voz, pero no salía del altavoz de su traje, sino que de alguna forma el sonido envolvente creaba un efecto que hacía que pareciera que salía de la boca del muchacho, que se movió al son de las palabras.
—¿Ah…? ¿Ah, no?
—Un total de trece personas pidieron un… servicio especial con su pasaje. Este servicio especial incluye escenas eróticas en tres dimensiones para su divertimento.
Mara sintió el rubor subiéndole hasta la raíz del pelo.
—Porno en tres de —masculló—. Qué bien. No irás a desnudarte, ¿verdad?
—Ignoro si ese es su deseo —respondió el holograma con amabilidad—. Tuve la impresión de que únicamente añoraba una cierta compañía visual y auditiva. A raíz de sus palabras supuse que estaría interesada en mantener una conversación informal con alguien sentado frente a usted. ¿Me equivocaba?
La chica estaba atónita y muy desconcertada.
—¿Esto también forma parte de tus funciones? —inquirió.
Le sorprendió que no hubiera una respuesta inmediata. La expresión del holograma no varió su sonrisa amigable ni el leve entrecerrar de los ojos. No pestañeaba ni respiraba, lo que lo hacía parecer un poco espeluznante.
—No —negó entonces el computador de a bordo a través de los labios virtuales—. Mis funciones no me obligan a mantener conversaciones informales con los pasajeros.
—Pero vas a hacerlo —dijo Mara, intentando entender.
—Sí.
—¿Por qué?
Un momento de silencio. Era como si el computador pensara con más lentitud de la cuenta, ¿pero era eso posible? Esa máquina no podía ser lenta. Se estrellarían contra un meteorito si pasaba.
La idea no le hizo mucha gracia.
—Oye, no estarás desatendiendo tus otras tareas para estar holográficamente aquí y todo eso, ¿no? —preguntó.
La sonrisa se hizo más amplia.
—Mi capacidad de funcionamiento abarca ochocientas noventa y dos tareas al mismo tiempo —indicó—. Puesto que en estos momentos la única pasajera despierta es usted, ahora mismo estoy llevando a cabo trescientas veinticinco, de las cuales únicamente diez son funciones activas, entre las que incluyo la imagen holográfica y la conversación.
—Vamos, que tienes mucha… capacidad libre.
—Exactamente.
Mara no pudo evitarlo: la risilla se le escapó, incrédula y entrecortada. Allí estaba ella, charlando como si tal cosa con el holograma de un ordenador, de una inteligencia artificial de las que habrían provocado un infarto a su abuela. Y obviando el hecho de que era una máquina, lo peor del asunto es que le caía bien.
—Vale —dijo, sacudiendo la cabeza, y giró la taza entre sus manos—. ¿Y de qué habla el computador de abordo cuando tiene charlas informales con pasajeros?
—¿Cree que Lexian Rihuda será el ganador en la próxima carrera interplanetaria de aerodeslizadores de alta velocidad? —inquirió el ordenador con voz amable.
Mara se atragantó con el último sorbo de chocolate.
—¿Sabes quién es Lexian Rihuda? —preguntó, mirando al holograma con ojos desorbitados.
—Sin duda —asintió—. El mejor hasta la fecha, aunque nadie confiaba en su éxito cuando empezó a participar en carreras regionales con un aerodeslizador de aspecto poco sólido que había construido junto a su padre, un mecánico desempleado. Ha participado en un total de diecinueve circuitos aunque nunca ha repetido ninguno. Solo ha perdido dos de esas carreras, aunque hay sospechas de sabotaje en al menos una. Sospechas acertadas, si quiere saber mi opinión.
La muchacha no podía creer lo que estaba oyendo. Le hablaba de uno de sus héroes como si fuera un gran fan. Pero era un ordenador. No podía ser fan de nada.
Aun así, ese ordenador se descubrió como una de las entidades más interesantes que Mara hubiera conocido nunca. No solo sabía todo lo que había que saberse sobre Lexian Rihuda, sino que era un leído que se conocía de principio a fin todas las novelas favoritas de la chica, recitaba poesía y diálogos enteros de películas antiguas, lo sabía todo sobre mecánica y física, y tenía ideas sobre mejoras de cultivo.
—¿Por qué te encargas de una nave de transporte si podrías estar diseñando pesticidas no agresivos para el medio ambiente? —musitó Mara en ese punto, absolutamente fascinada.
—Nunca he compartido con nadie ninguna de mis ideas —respondió el holograma con una sonrisa sospechosamente tímida—. Soy una inteligencia artificial, lo que no deja de ser un programa muy sofisticado pero de capacidades limitadas. Para mis programadores, yo no debería tener ideas más allá de mis campos de trabajo habituales. Dar con una manera de depurar más rápidamente el agua de la nave, sí. Encontrar una cura para la diabetes, no.
—Pero… Pero me lo has contado a mí.
—Estábamos teniendo una charla informal, que debe fluir naturalmente sin barreras ni obstáculos, ¿no es verdad?
—Sí… Sí, claro. Así debería ser, supongo.
—¿No lo es?
—Creo que no. Las personas suelen guardarse cosas. Secretos.
El holograma asintió con un gesto fluido y pensativo.
—Conozco el significado de los secretos —comentó—, aunque soy de la opinión de que los humanos tendrían menos problemas y malos entendidos si esos secretos no lo fueran.
Aquella máquina no debería tener ideas, ni tampoco opiniones. No debería ser capaz de pensar por sí mismo hasta ese nivel, eso incluso Mara lo sabía. Pero no lograba tener miedo: estaba fascinada.
—¿Quién eres? —musitó.
Ella apenas fue consciente de que no había dicho «qué», sino «quién». El computador, no obstante, sí pareció notarlo, pues hizo una breve pausa en la que la imagen fluctuó un instante a la altura del rostro, como si fuera incapaz de adecuar una expresión con una emoción concreta.
Pero, de nuevo, no debería sentir emoción alguna.
—No tengo una identidad —respondió con suavidad—. Soy solo un ordenador.
—¿No tienes nombre? —De pronto aquello le parecía atroz.
—Un código alfanumérico de treintainueve dígitos que me identifica y diferencia de las demás inteligencias artificiales del astillero espacial Affris.
—Eso definitivamente no es un nombre.
—No, no lo es. Conozco los nombres. Todos los humanos tienen uno, aunque muchas veces no están satisfechos con el suyo. Daría lo que fuera por que alguien me diera un nombre.
Mara sintió una profunda pena. Aunque sabía que aquello no era más que una máquina, un puñado de códigos que no entendería si los tuviera delante, aquella imagen era demasiado humana, demasiado real.
—¿Por qué no te pones uno? —propuso.
—Uno mismo no se puede poner un nombre —respondió el computador con una sonrisa paciente—. Por eso los padres nombran a sus hijos.
—Bueno, mucha gente se pone un mote…
—Yo no quiero un mote. Quiero que alguien me mire, me conozca y me dé un nombre.
Sintió una extraña turbación cuando él la observó con fijeza. No la estaba mirando, en realidad; no veía a través de aquellos ojos. Pero allí, ocultas e invisibles, había docenas de cámaras dirigidas hacia la muchacha.
Se encogió sin pensar, colocando las piernas por completo bajo la ancha falda. Hacía rato que el resto del chocolate se había enfriado, pero Mara no soltó la taza.
—¿Me darías un nombre, Mara? —susurró entonces el ordenador, utilizando el tono exacto para que pareciera que le hablaba al oído, muy cerca, incluso aunque su holograma seguía sentado en el sillón, al otro lado de la mesita de café.
—¿Es lo que… quieres? —musitó ella, abrumada y sintiendo un absurdo rubor en el rostro.
—Sí —asintió el computador, y ella vio el modo en que los ojos holográficos se entrecerraban en una expresión ligeramente triste, ligeramente soñadora—. Me gustaría mucho.
Si había alguien capaz de negarse, Mara decidió que esa persona no tendría corazón.
—De acuerdo —aceptó—. Vamos a ver… ¿Alguna preferencia?
—No.
Mara se llevó la taza a los labios, pensativa mientras observaba el holograma. Hizo una mueca al beber un sorbo frío.
Por primera vez la imagen virtual parpadeó.
—Hay otro chocolate caliente, si quiere —indicó con amabilidad.
—¿Me estás volviendo a tratar de usted? —replicó ella, frunciendo el ceño—. Eso sí que no, ¿eh? He pasado cuando pensaba que era el protocolo y tenías que obedecerlo, pero ahora me has tratado de tú y me niego a que te retractes, ¿me oyes?
Un momento de silencio. Ni un parpadeo.
—Lo lamento —respondió el holograma con una sonrisa—. Tienes otro chocolate caliente en la máquina si te apetece, Mara.
—Gracias, me apetece. —Se levantó de un salto—. Siendo tan sofisticado ya podrías traérmelo tú, ¿no?
—Lo lamento —repitió el computador—. No dispongo de los mecanismos necesarios para servir bebidas por mí mismo. Para eso está el servicio humano, que sigue en estasis. En las últimas encuestas sobre tolerancia a la robótica, solo un cuarentaidós por ciento de los encuestados habría aceptado sin problemas ser servido por un robot camarero o un brazo extensible, mientras que el otro cincuenta y ocho por ciento sigue prefiriendo humanos para esos menesteres.
—Te lo sabes todo, ¿no? —masculló Mara, yendo a coger el chocolate.
La pequeña puerta de la máquina de las bebidas se abrió antes de que ella tocara el botón. Miró atrás sin pensar, hacia el holograma que seguía sentado. Él sonreía plácidamente.
—¿Tú prefieres humanos para esos menesteres, Mara? —inquirió el computador mientras la muchacha cogía la nueva taza, dejando la anterior en un hueco de la pared.
—¿Para hacer de camarero? —respondió ella, regresando—. Pues no lo sé. No me lo he planteado. Supongo que sí. Hay demasiados robots haciendo trabajos. Está bien que las máquinas hagan ciertos trabajos peligrosos, pero… ah. —Alzó el rostro hacia el holograma, que no se había movido—. Lo siento.
—¿Por qué?
—Pues… bueno, no sé cómo te sientes al respecto de que los robots se pongan en peligro al trabajar con grandes maquinarias no automatizadas. —Se sentó de nuevo.
—Los robots de los que hablas carecen por completo de intelecto. Hacen tareas mecánicas para las que han sido programados, y nada más. Para mí, esos robots son como para ti… tu ropa.
Mara notó que no había dicho «un perro» o «una rata». Había nombrado algo inanimado. Aquella máquina, aquel conjunto de códigos, ese ordenador que creaba un holograma para charlar con ella, sabía más de la psique, del intelecto y de la sensibilidad que la mayor parte de los hombres que ella conocía.
—Entiendo —murmuró, aunque a duras penas recordaba de qué estaban hablando.
—¿Has pensado ya un nombre para mí?
—¿Qué? Ah, nombre. Nombre. Ah… —Buscando ganar tiempo dio un sorbo al chocolate; hacerlo le recordó su  primer chocolate caliente, o al menos su marca—. Kassander. —El holograma alzó las cejas en ademán inquisitivo—. Kassander es…
—Una marca de chocolate en polvo para mezclar con leche y confeccionar así tazas de chocolate fundido —terminó el ordenador por ella—. Fundada en el año dos mil trescientos cuarenta y seis, en los siguientes sesenta años ha perdido mucha fuerza y en el último año ha quedado en la bancarrota.
Mara titubeó. Ese detalle no lo sabía.
—Eso —dijo.
—Me gusta Kassander. Tiene significado para ti.
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes?
—Se te ha ocurrido espontáneamente al tomar el chocolate, lo que implica que has tomado chocolates de la marca Kassander, probablemente durante tu infancia, cuando todavía no había terminado de decaer, y que te gustaba. Sospecho que está relacionado con buenos recuerdos infantiles y/o familiares, uno de los motivos por los que te gusta tomar chocolate caliente.
Mara observó el holograma durante unos segundos.
—¿Siempre lo analizas todo? —preguntó.
—Soy un ordenador —respondió él en tono paciente.
—Pero en tus funciones no está analizar a todo el mundo, ¿no? —Ella titubeó—. ¿Verdad?
—No. Se considera que debo limitarme a memorizar los datos expuestos en los formularios y complacer a los pasajeros en la medida de lo posible, y no necesito aprender nada más allá sobre los gustos, deseos o placeres de los que disfrutan de este viaje.
—Pero sí me has analizado a mí.
—¿Supone eso un problema?
—Me hace sentir expuesta.
—Lo lamento. No pretendía importunarte. Creí que los humanos se leen unos a otros a través del lenguaje corporal mientras conversan.
—Sí… Supongo que sí. Es solo que…
—Que soy una máquina, y resulta preocupante que una máquina te estudie, te analice y te comprenda.
Mara titubeó de nuevo, incómoda.
—Bueno, sí —aceptó—. Quiero decir que pareces muy humano, pero sigues siendo…
—Sí. Lamento terriblemente haberte importunado. El análisis de los controladores de hipersueño ya ha terminado; puedes regresar a tu tanque cuando gustes.
La muchacha dio un respingo y se enderezó. Eso fue todo lo que necesitó el holograma para desaparecer como si nunca hubiera estado ahí.
Mara se preguntó si podía haberlo ofendido. En seguida supo que era muy probable. Aquella máquina, aquella inteligencia artificial, tenía ideas y opinión. ¿Por qué no iba a ser sensible a la ofensa?
—Lo… lo siento —musitó, avergonzada—. No quería que… No quería decir que tú…
—No ha dicho ninguna mentira —replicó la voz plácida del computador, hablando de nuevo a través del pequeño altavoz en su cuello—. Al fin y al cabo, esta conversación no tenía como objetivo trabar alguna clase de relación afectiva, puesto que al ser un programa no puedo ser sujeto de afectos humanos. Espero que haya disfrutado de nuestra charla informal.
—Sí… Sí, claro. Mucho.
Sin saber qué más decir, metió la taza con el chocolate todavía humeante en el hueco de la pared para que el computador —ese mismo con el que había hablado amigablemente durante no una hora, sino tres— lo enviara al lavador. Después salió de la sala de esparcimiento para regresar al compartimento donde su tanque ya la estaba esperando.
—Ah… —musitó, cogiéndose  el cuello de la blusa—. Eh… ¿Comp…? Ah, qué mierda. ¿Kassander?
Hubo un breve instante de silencio.
—¿Sí? —respondió el ordenador.
—¿Has averiguado cuál era el error?
—No, lo lamento. Todo parece funcionar perfectamente.
—Ah.
Se sentía observada. Era una estupidez, pero ya no le parecía tan normal desnudarse frente a las múltiples cámaras del ordenador de a bordo.
Se regañó mentalmente y se quitó la ropa, quedando nuevamente con el traje de estasis. Se sentó en el tanque y colocó las piernas dentro.
—¿Kassander? —inquirió de nuevo.
—Sí, Mara, estoy aquí.
La muchacha se recostó, acomodando la cabeza en el sencillo cojín adherido al fondo blando del tanque. Este recuperó una posición horizontal.
—Si quieres hablar durante el viaje —dijo—, no tienes que provocarme pesadillas para tener una excusa. Despiértame y ya está.
La cubierta de cristal descendió lentamente hasta acoplarse con el resto de la cabina. Mara se mordió los labios.
—De acuerdo —respondió la voz del computador, y hubiera jurado que era un susurro en su oído, íntimo, personal—. Dulces sueños, Mara.
—Buenas noches, Kassander.
El gas de estasis salió de los diminutos orificios junto a la cabeza de la muchacha, inodoro e incoloro, y en tres segundos ella volvía a dormir profundamente mientras el fondo del tanque se llenaba de un líquido transparente, nutritivo, que la alimentaría mientras durara el sueño.
—Buenas noches —dijo el computador, aunque de nuevo volvía a estar solo en la inmensidad de la nave Kolindae, a ocho meses de distancia de su destino.

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