Revista Opinión

Relato corto: "La bruja y la coruja"

Publicado el 17 febrero 2021 por José Luis Díaz @joseluisdiaz2

Su solitario diente era como el pico de un ave rapaz, negro y curvo; la arrugada tez tenía el color entre pálido y ceniciento de la muerte, al igual que su cabello, que se agitaba furioso al viento. En los huecos en los que debía haber ojos tenía dos grandes agujeros oscuros sin luz, y parecía incorpórea con su negro y amplio vestido flotando al viento, como el de un espantapájaros. En realidad no era un vestido, más bien una túnica de una pieza incluyendo las mangas. O mejor, la manga por lo que podía recordar aún muchos años después. De esa única manga visible brotaba una mano sarmentosa, de largos dedos curvos y uñas como zarpas. Y lo más horripilante de todo: empuñaba un cuchillo cuya hoja lanzaba afilados destellos plateados bajo la mortecina luz de la luna. Muchos años después descubrió lo que querían decir los periodistas al hablar de un cuchillo de grandes dimensiones. 

La noche era gélida y ventosa en el desolado páramo en el que se produjo la visión horrible, que parecía surgida de unas profundas tinieblas que la blanquecina luna no alcanzaba a iluminar. Sentía el frío hasta el tuétano de sus huesos y los dientes le castañeteaban sin que lo pudiera evitar. La demoniaca presencia se acercaba a toda velocidad blandiendo el amenazador machete por encima de la alborotada cabeza. Sentía una urgentísima necesidad de echar a correr pero, cuando lo intentó, descubrió horrorizado que una fuerza invisible le impedía dar un paso, como si estuviera anclado al suelo o con los pies sujetos por grandes piedras. Todo fue inútil, sus esfuerzos sobrehumanos no daban resultado y aquel ser pavoroso volaba hacia él. Le pareció entonces que la luna iluminó el puñal con más intensidad y el páramo refulgió con un resplandor enfermizo. El viento aulló rabioso y el vestido y el pelo de la erinia ondearon al unísono como dos banderas funestas en la noche. Él continuaba haciendo intentos desesperados para despegar los pies del suelo pero no se movió un centímetro. 

Sintiéndose irremediablemente perdido, tuvo una idea que le llevó a calificarse de idiota por no habérsele ocurrido antes. No estaba seguro de que le sirviera para salir con bien de aquella situación límite, pero se dijo que no tenía nada que perder, salvo la vida, poniéndola en práctica. Cuando la malvada mujer se disponía a asestar el primer golpe con el descomunal cuchillo, inspiró con toda las fuerzas que pudo reunir y lanzó un grito de horror que sobresaltó a toda la casa, incluido él. La bruja había desaparecido como por ensalmo pero al niño se le había desbocado el corazón, tenía un nudo en el estómago, temblaba y le sudaba la frente.  

II

Por la mañana nadie de su familia preguntó por las causas del alarido con el que había despertado a toda la casa. Supuso que pensarían que sufrió una pesadilla, aunque para él había sido algo muy real; hasta tal punto de que, cada vez que lo recordaba, le daba un vuelco el estómago y temía que llegara la noche siguiente y se repitiera la persecución. Tampoco se le ocurrió contarle a su familia lo que le había pasado: le daba un poco de vergüenza que le tomarán por un medroso que se hacía pis en la cama a su edad. 

El día fue como otros, ocupado en cumplir las tareas que su padre le ordenó, aunque él ya era un experto en el delicioso arte del escaqueo. Por lo general posponía esos deberes para el último momento y se iba antes a jugar con los vecinos de su edad o a buscar nidos de pájaros o de gallinas. También en esto era toda una autoridad, ya que casi siempre los localizaba con solo escuchar cacarear a las gallina de esa manera única que tienen estos animales de anunciar al mundo que han puesto un huevo. No fueron pocas las veces en las que sorprendió a su madre con un hermoso cesto de huevos de algún nidal escondido entre las zarzas, los escobones o las piteras en las que se adentraba como un perro cazador, sin importarle las espinas, las ramas, las piedras o los resbalones. 

Su padre no era precisamente un terrateniente sino un arrendatario que trabajaba de sol a sol para pagar la renta y sacar lo imprescindible para mantener a la familia. Era imprescindible que echara una mano en lo que pudiera a la economía doméstica. El padre era además un convencido de que el cumplimiento de obligaciones y deberes imprimía carácter y enseñaba que los alimentos no caen del cielo. A pesar de todo, ocurría a menudo que cuando regresaba de sus correrías para cumplir las obligaciones del día, su padre ya las había hecho cansado de esperar por él. En esos casos no solía faltar la merecida regañina y algún que otro sabroso tirón de orejas o pescozón. 

Cuando llegaba de nuevo la noche había dos rituales muy arraigados en su casa, uno prácticamente diario y el otro más esporádico. Su padre era un hombre temeroso de Dios y firme partidario de seguir las enseñanzas de sus mayores, y cada noche era obligatorio para toda la familia el rezo del rosario. Al niño aquel rito incomprensible le producía un sueño invencible después de un día correteando en busca de nidos de pájaros y gallinas. Muchas veces se adormecía con el sonsonete monótono del rezo y despertaba cuando ya había terminado o faltaba poco. Además, aún no había conseguido aprenderse bien todas las oraciones y en muchas de ellas se limitaba a mover los labios y zumbar como un abejorro para que su padre creyera que rezaba.

—¡Reza en voz alta, Jorge! —le decía su padre cuando los párpados iban cayendo como losas. 

Esta letanía diaria tenía lugar a la luz de una o dos velas a lo sumo, ya que había que ahorrar en este medio de iluminación de la casa. La habitación en donde hacían vida familiar, generalmente la cocina, se poblaba cada noche de rincones en penumbra a los que no llegaba la luz de las débiles llamitas de las velas. El muchacho se quedaba absorto mirando las sombras que crecían o menguaban cuando las ráfagas de aire que se colaban por las rendijas de la puerta agitaban la llama. Literalmente, se le iba el santo al cielo: 

—¡No se distraigan, que estamos rezando el Santo Rosario! —amonestaba el padre una vez más. 

En ocasiones, acabado el rezo, coronado alguna vez con gran suspiro de alivio para la mayoría de los presentes, la sencilla velada se podía alargar un buen rato si no había que madrugar mucho al día siguiente. En esos casos era frecuente hablar de brujas, de objetos que de forma inexplicable cambiaban de lugar o de posición sin que nadie los tocara, de misteriosos sonidos en la oscuridad, de gallinas que cacareaban a media noche como si acabaran de poner o de muertos que regresaban del más allá para cumplir promesas hechas en vida o exigir reparaciones por compromisos no cumplidos. Todo ello acompañado casi siempre de recomendaciones sobre la obligación de persignarse al pasar cerca de un cementerio o por lugares malditos porque en ellos alguien se ahorcó o fue asesinado. 

En la impresionable imaginación del muchacho aquellos relatos fueron dejando una huella imborrable para el resto de su vida. Cuando después de una larga jornada la familias se retiraba a descansar, las historias seguían desarrollándose en su imaginación y se convertían en otras nuevas pero igual de inquietantes e incomprensibles. Pensando en ellas no le resultaba fácil dormirse aunque estuviera muy cansado. También fue adquiriendo un finísimo oído que, como un radar, permanecía vigilante ante cualquier ruido nocturno para analizarlo, identificarlo y guardarlo cuidadosamente en la memoria. A veces era un pequeño ratón que se había colado durante el día en la casa, otras eran las hojas de la puerta o la ventana gimiendo por el viento que se colaba por las rendijas, a veces era el reconocible balido de una cabra o el ladrido de los perros al paso de algún caminante trasnochador, lo que le llevaba a preguntarse si habría algún extraño rondando la casa con malvadas intenciones. De hecho había veces en las que creía escuchar pasos en el patio o por el camino que pasaba cerca de su casa, aunque luego caía en la cuenta de que seguramente solo era el toc - toc de las macetas del patio movidas por el viento. Así se tranquilizaba un poco y sucumbía al sueño rendido de cansancio.  

Relato corto: bruja coruja
III

Cierta noche, cuando todos dormían mientras él seguía escudriñando en la oscuridad los sonidos que captaba su bien entrenado oído, creyó percibir uno que no recordaba tener registrado. Era como un silbido agudo y lastimero que parecía muy cercano. A pesar de que la noche era fría y soplaba un poco el viento, aquel sonido le intrigó tanto que, sin pensárselo dos veces, se deslizó de la cama y sigilosamente salió al patio. En un primer momento no vio nada extraño, había luna llena y todo parecía en su sitio: las macetas con las plantas que su madre cuidaba con esmero se mecían levemente, produciendo un pequeño ruido seco sobre el piso de cemento que no se parecía nada al que había escuchado. Entonces el silbido agudo se repitió y fue cuando la descubrió. 

Al levantar la mirada hacia la higuera que había frente a la casa la vio en una rama alta. Se quedó boquiabierto ante la blancura con puntitos negros del pecho y la cara con forma de corazón, completamente blanca. Sus oscuros y grandes ojos redondos le miraban fijamente desde lo alto de la higuera, aunque a veces parecía que giraba por completo la cabeza para volverla a la posición inicial. Esto maravilló aún más al muchacho, que se fijó luego en el pico largo cubierto también de plumas blancas con una especie de raya en medio. 

Aquel maravilloso ser hizo ademán de desplegar las alas, de suave color pardo con manchas grises, aunque a él le parecían completamente blancas a la luz de la luna; fue entonces cuando comprendió que era algún tipo de pájaro desconocido para él. Tuvo deseos irresistibles de acercarse más a la higuera para contemplarlo mejor, pero sintió miedo de que levantara el vuelo y desapareciera para siempre. Dio un paso procurando no hacer ruido ni parecer brusco o amenazante y su confianza aumentó al comprobar que el pájaro seguía en la rama con sus misteriosos ojos fijos en él. Aunque el frío se le había metido hasta lo más profundo de sus huesos, no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de ver todo lo de cerca que pudiera aquel fabuloso animal. Dio otro cuidadoso paso hacia la higuera y el pájaro se movió en la rama como si fuera a levantar el vuelo. 

El corazón le dio un vuelco al creer que echaría a volar y se perdería para siempre en las sombras de la noche. Pero para su sorpresa y alegría vio que volaba hasta una rama más baja y que ya lo podía acariciar con la mano. Apenas podía creer que el pájaro no solo permitiera que una mano extraña acariciara el suave plumón de su pecho y su cara, sino que también ahuecara las alas y estirara un poco el cuello como hacía el gato de la casa cuando se ponía panza arriba para que le rascaran la barriga. 

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el chico sin pararse a pensar si el pájaro entendería la pregunta. El animal plegó las alas y miró fijamente al niño con sus grandes ojos en los que se reflejaba la luna. 

—Tengo varios nombres —dijo—. Los sabios me llaman Tyto Alba, pero la gente normal me conoce por lechuza o coruja. Tú me puedes llamar como prefieras. 

—Pues a mí me gusta Tyto. ¿Te parece bien?

—También me encanta ese nombre, es corto y sonoro, —respondió la lechuza—. ¿Cuál es el tuyo?

—Me llamo Jorge, aunque como soy pequeño a veces me llaman Jorgito pero a mí no me gusta mucho, —explicó el muchacho un poco ruborizado—.  

—¡Encantada de conocerte, Jorge, —dijo Tyto—.

—¿A qué te dedicas? —preguntó el niño, que ya había perdido el miedo de que su nueva amiga huyera de él.

—Limpio los campos de pequeños animalillos que se comen el grano que siembra tu padre —respondió Tyto, a la vez que pareció girar de nuevo la cabeza en redondo para volver a posar sus  ojazos en el muchacho. 

—¿Cómo haces eso? —preguntó Jorge con asombro y sin poderse contener. 

—¡Oh! no es nada, lo hago constantemente sin darme cuenta: miro a todos lados para comprobar si hay por ahí alguno de esos animalillos —respondió la coruja, restándole importancia a lo que al muchacho le parecía extrañísimo y prodigioso—. Tengo un cuello muy flexible y puedo moverlo casi en redondo, pero tú no lo intentes o te lo dislocarás, —añadió al ver que el niño intentaba girar su cabeza como había hecho ella—.

—No te había visto nunca por aquí, —dijo Jorge, cambiando de conversación y dejando de girar la cabeza—. ¿Dónde vives y por qué no te hemos visto nunca de día?

—Vivo en sitios diferentes, pero me gustan sobre todo los lugares tranquilos por los que no pase mucha gente. De día no veo muy bien y no salgo si no tengo mucha necesidad, —explicó la lechuza mientras volvía a girar el cuello—.

—¿A dónde irás ahora?, —preguntó el chico, al que se le acumulaban las preguntas y temía no poder hacerlas todas antes de que su amiga se fuera—.

 —No lo tengo decidido, —respondió ella—. Estaba pensando en volver a casa cuando apareciste por la puerta. Como hoy ya es un poco tarde puedo volver mañana si quieres y te llevó a dar un paseo sobre mis alas. ¿Te gustaría? —le propuso Tyto—.

A Jorge aquella proposición le pareció como si le hubieran hecho un inesperado regalo y sin dudarlo aceptó. Le prometió a la coruja que a la noche siguiente estaría a medianoche junto a la higuera para hacer el viaje prometido. Después de despedirse vio como su nueva amiga desplegabas sus hermosas alas bajo la luna y se alejaba sin hacer ruido. Él también volvió en silencio a su habitación y se metió en la cama pero, aunque intentó dormir, no pudo pegar ojo pensando en la aventura que iba a vivir junto a Tyto dentro de pocas horas.

IV

A la medianoche siguiente Tyto y Jorge fueron fieles a la cita. También brillaba la luna como la noche anterior, aunque al chico le pareció que su luz era menos lívida y mortecina que la vez en la que la terrorífica bruja estuvo a un paso de hacerlo picadillo. El solo recuerdo de aquella situación le puso los pelos de punta y sintió un escalofrío. Pero en cuanto recordó el encuentro con Tyto y el viaje que iban a hacer esa noche, aquel desagradable recuerdo se borró por completo de su mente. Para trepar a lomos del ave solo tuvo que encaramarse a una de las ramas bajas de la higuera, algo que era pan comido para él que todos los veranos trepaba hasta lo más alto del árbol para saborear sus dulces higos, con riesgo a veces de descalabrarse. Tan entusiasmado estaba con la aventura que ni se le ocurrió preguntar cómo podría el pájaro abrir las alas y volar con él a cuestas. Simplemente se sentó sobre el animal, como cuando se subía en el caballito de caña que le había hecho su padre, y esperó que levantara el vuelo. Tyto desplegó las alas para que Jorge pudiera acomodarse bien y, casi sin darse cuenta, lechuza y muchacho partieron de la higuera bajo la atenta mirada de la luna, dispuesta a compartir también la excursión con ellos.

—¿A dónde quieres ir? —preguntó Tyto—.

—Llévame a ver los campos, los montes y los barrancos, —contestó el muchacho, con el corazón a punto de salírsele del pecho por la emoción de la experiencia y por el miedo a caerse y romperse la crisma. Se sintió también como un pájaro y hasta tuvo deseos de abrir los brazos como si fueran alas y dejarse arrastrar por las corrientes de aire que, aunque frío, le parecían las más cálidas que había sentido nunca—. Me gustaría ver a las ovejas y a los corderos durmiendo en las laderas verdes; también ver cómo son desde arriba las copas de los castañeros, las higueras y los nogales a los que no he podido subir; enséñame los campanarios de las iglesias y los tejados y las azoteas de las casas de los pueblos; vuela sobre los pinares oscuros y los barrancos profundos, que yo tendré mucho cuidado de no caerme.

—Agárrate fuerte, yo volaré con cuidado para que puedas disfrutar del viaje, —contestó Tyto, justo cuando sobrevolaban un pequeño pueblo con todas sus luces apagadas y del que les llegó con claridad el ladrido de unos perros. En las azoteas había tendida ropa de varios colores, secándose y agitándose al viento como banderas que saludaban a los dos viajeros al pasar. 

Después pasaron sobre un denso bosque de pinos verdes y oscuros, con sus copas meciéndose al ritmo de la brisa. Jorge miró a su derecha y vio la luna iluminándoles el vuelo. Al dejar atrás el bosque de pinos se colocaron sobre lo que a Jorge le pareció un hondo barranco: su fondo insondable no tardó en alumbrarlo también la silenciosa compañera del viaje, que en ningún momento se apartaba de ellos. Escucharon el débil gorgoteo del agua entre las piedras del fondo del cañón y, por encima de la cantinela del agua, les llegó el ruidoso croar de las ranas, que imaginó verdes y de ojos saltones, apostadas cerca de alguna charca y cantando a la luna. Una luna de la que el chico imaginó que sabía cuál era la ruta que iban a seguir y se adelantaba a mostrarla con su luz; incluso pensó que había algún acuerdo secreto entre la coruja y ella para que hiciera de linterna esa noche.  

Continuaron todavía un buen rato sobrevolando majadas, alpendres, sembrados, estanques, casas de labranza, montañas elevadas y suaves laderas cubiertas de la hierba que a las ovejas tanto les gustaba mordisquear. Hasta ellos llegaba un dulce aroma a tierra removida, tomillo, helecho, altabaca y retama que mareaba los sentidos y se grababa para siempre en la memoria.  No se veía a nadie por los caminos: la tierra, la gente, los animales y hasta los árboles parecían en paz y reponiendo fuerzas para reanudar las rutinas cotidianas dentro de pocas horas. La luna compañera alumbraba resplandecientes bajo un cielo oscuro que al amanecer se iría tornando en azul celeste. Jorge pensó que para él la nueva jornada no podría ser igual que las anteriores porque tendría mucho que recordar después de aquella noche. 

Durante todo el paseo la lechuza no se había posado a descansar ni una sola vez. 

—Estoy algo cansada y aún tengo que encontrar comida para mis polluelos, que seguramente ya estarán hambrientos, —dijo Tyto—. ¿Te gustaría conocerlos? 

—Me gustaría muchísimo, —respondió Jorge, quien también empezaba a cansarse y a tener un poco de sueño después de aquel paseo aéreo lleno de emociones. 

Tyto giró en redondo y puso rumbo a casa batiendo sus largas y elegantes alas con aquella serenidad que a Jorge le daba tanta seguridad de no caer al vacío. El nido de la lechuza estaba al pie de una suave ladera, en un viejo alpendre en el que su padre había tenido animales y que ya no usaba; el techo estaba parcialmente hundido y tenía huecos en las paredes en los que en su día hubo piedras que ahora estaban esparcidas por el suelo. En uno de esos huecos, sobre una alfombra de menudos palitos, había cinco polluelos cubiertos completamente de suave plumón blanco, con caras en forma de corazón como la de su madre. Las crías piaban furiosas reclamando un alimento que ya iba con retraso. Tyto se posó suavemente sobre ellas e instantáneamente dejaron de quejarse. Cuando después de un rato se quedaron dormidas ante la mirada asombrada del chico que veía aquello por primera vez, su madre se levantó muy despacio y se dirigió a él.

—Tenemos que irnos antes de que se despierten y vuelvan a reclamar su pitanza, —dijo—.

Jorge volvió a subir a lomos de la lechuza, ésta ahuecó las alas para el que chico se acomodara y pusieron rumbo a casa. Apenas habían remontado el vuelo se volvió a escuchar la llamada de los hambrientos pollos, que seguramente nunca habían tenido que esperar tanto para cenar como aquella noche. Una vez en la higuera en la que había comenzado el viaje, la coruja y el muchacho se juraron que siempre serían amigos y se comprometieron a encontrarse de nuevo cuando hubiera luna llena para descubrir otros lugares que Tyto tampoco había visitado. Jorge no quería poner fin a la aventura y hacía todo lo posible para que la coruja no se fuera; sin embargo, ésta ya estaba impaciente porque el día se echaba encima y no había alimentado a sus crías. El niño entonces dejó que se fuera, esperanzado con la promesa de vivir nuevas correrías aéreas juntos. 

El pájaro abrió sus alas y silenciosamente se alejó volando bajo hasta que las sombras de la madrugada lo ocultaron por completo. Jorge entró con mucho cuidado en la casa y pisando de puntillas se acercó a la cama y se acostó sin desvestirse. Contuvo la respiración para comprobar si alguien se había despertado y concluyó que nadie había notado su ausencia. 

—¿Cuánto tiempo he estado fuera, —se preguntó, aunque no consiguió calcularlo—. 

Hubiera apostado a que había sido casi toda la noche porque, cuando Tyto se fue volando, la luna ya había desaparecido y le pareció que el cielo se empezaba a teñir de un sedoso color que iba del rosado pálido al dorado, presagiando la proximidad de un nuevo día que el muchacho ya sentía como el más dichoso de su vida. Las emociones que había vivido aquella noche le impidieron dormirse enseguida a pesar del cansancio. Deseó que Tyto hubiera encontrando comida para sus exigentes pollitos y empezó a imaginarse cuándo y cómo sería el próximo vuelo. Hizo incluso una relación mental de los lugares que le gustaría visitar e imaginó cómo serían laderas, prados, pueblos, bosques y barrancos más allá de donde vivía. Sin darse cuenta cayó en un profundo y placentero sueño en el que ya no había sitio para ninguna aterradora bruja que lo perseguía con un cuchillo mientras él permanecía clavado en el suelo. Ahora no sentía ningún miedo y volaba ya libre y ligero sobre un mundo por descubrir junto a su amiga la coruja. 

FIN

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©José Luis Díaz Ramos


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