Hacía frío aquella noche. Dáire lo pensó mientras Sinéad se apretaba contra su costado, cobijada bajo su brazo como una niña, una amante. El cielo estaba cuajado de estrellas y no había ni una sola nube, y las olas eran calmas a pocos metros de ellos.
Sentados en la arena, la pareja se limitaba a dejar que los minutos pasaran.
Sí, hacía frío… pero no el suficiente para marcharse. Aquella pequeña y discreta playa era especial para ellos. Era su lugar.
Al menos… él lo sentía así. Cómo se sentía ella, su preciosa e inocente albina, era siempre difícil de decir.
Sinéad se enderezó y se movió a su lado. Dáire bajó la vista y sintió que su corazón se hundía. Había llegado el momento, entonces: la joven de lustrosa cabellera blanca buscaba algo en su pequeño bolsito de color hueso, y sus ojos se volvían angustiados al darse cuenta de que no se encontraba allí.
—¿Buscas esto? —preguntó el hombre, abriendo la mano.
Vio el modo en que sus pupilas se dilataban e hinchaba el pecho al aspirar profundamente. Por un momento ambos miraron el objeto que reposaba en su mano: una escama. Grande, irisada, pero no era una piedra plana como había pensado al principio; era una escama.
Y sabía muy bien de dónde había salido.
Dáire alzó la vista primero, observó a Sinéad. Ella lo hizo después, y lo miró con ojos recelosos. Su corazón se sacudió y se hundió todavía más, apretado por un puño de hierro, al ver sus dudas.
—Recuerdo cuando le conté a mi hermana la historia sobre la selkie y el pescador —comentó en voz baja, viendo cómo los ojos color aguamarina se enturbiaban—. ¿Te acuerdas tú?
—Sí —asintió la joven con delicadeza.
—¿Cómo era?
—Un pescador halló a una selkie durmiendo en las rocas. Era muy bonita, y él se enamoró perdidamente en el acto. Pero sabía que cuando despertara, ella sentiría de nuevo la llamada del mar y no importaba lo que hiciera, regresaría al agua y lo olvidaría. Así que lo único que se le ocurrió fue robarle su piel y esconderla, para que cuando abriera los ojos, la selkie no pudiera volver a casa.
—Porque la amaba.
—Sí.
—Recuerdo que parecías muy triste al escucharlo. Pero ella fue feliz con el pescador. Lo quiso durante muchos años y tuvieron una familia. Entonces encontró su piel. La llamada del mar resonó fuerte en su corazón, y no pudo desoírla. La selkie se marchó y no volvió nunca.
Esta vez, Sinéad no respondió. Lo seguía mirando con ojos recelosos, inquisitivos. Inteligentes. Tan inocente, tan cándida, y al mismo tiempo tan lista.
«Sabe que lo sé», comprendió Dáire, y no sabía hasta qué punto aquello lo aliviaba.
—Una piel de foca —murmuró—, o también una escama. ¿No?
—Dáire… —susurró la joven.
—No entendía por qué estabas tan triste cuando lo conté. Para mí, lo triste era que ella no podía evitarlo. La llamada del mar era demasiado poderosa. Abandonaba a sus hijos y el amor de su vida porque el mar no comparte.
Sinéad callaba. Ambos se miraron, se estudiaron un momento.
—Estabas triste —continuó Dáire— porque ella no pudo elegir si se quedaba con el pescador. No tuvo esa opción, porque no se la dio. él no la amaba tanto como creía.
Entonces puso la escama sobre la rodilla de la joven.
Sinéad lanzó una exclamación de sorpresa mientras la escama lanzaba un destello como la luz de las estrellas lejanas. Sus ojos eran atónitos mientras se replicaba: una se convirtió en dos, y dos en cuatro, en ocho, en dieciséis… Las escamas titilantes se sobrepusieron unas a otras.
Ella jadeó cuando, bajo la veraniega falda de su vestido blanco, sus esbeltas piernas se convirtieron en una elegante cola del color de la aguamarina.
Verla tan de cerca dejó a Dáire sin aliento. La aleta caudal era larga y sinuosa, tan fina que parecía la de un pez tropical. Las escamas, notó, eran del color de aquellos atónitos ojos que lo miraban ahora.
—Dáire —musitó Sinéad.
—¿Es tan poderosa la llamada del mar? —preguntó el hombre con tristeza—. ¿Es tan fuerte que no puedes resistirla?
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Cinco años después de aquella hermosa noche de primavera, Dáire volvía a estar en la discreta cala. Ahora el sol brillaba con la fuerza del verano en un cielo despejado de mediodía, y su hijo Laoghaire chapoteaba al principio de las olas mientras desenterraba conchas.
Era torpe de pies, pensó al verlo tropezar y caer sobre la arena. Igual que su madre.
—¿Estás bien, peque? —le preguntó.
—¡Mmm! —masculló el niño, levantándose ceñudo para seguir buscando tesoros que el mar hubiera dejado en la playa.
—¿Has encontrado algo bonito?
—¡Mmm!
Lao correteó hasta su padre y se tiró sobre su regazo mientras le enseñaba las manos llenas de pequeñas conchas, la mayoría rotas. Aun así, eran preciosos hallazgos.
—Qué bonito —dijo Dáire, revolviéndole el pelo negro como el ébano—. A tu madre también le gustaba mucho recoger estas cosas. Se lo llevaba a Muire. Te acuerdas de Muire, ¿verdad?
—Hace coshash —respondió su hijo seriamente.
—Eso es, hace cosas. Hace collares, pulseras y adornos. Usaba las conchas que mamá traía.
—¿Puesar etas?
—No lo sé, pero se lo preguntaremos. ¿Por qué no las pones con el resto y nos las llevamos a casa?
—¡Mmm!
La versión de Laoghaire de dejar las conchas con el resto fue tirarlas al regazo de su padre y echar a correr de vuelta a las olas para desenterrar algunas más. Dáire podría haberlo reprendido, pero en su lugar sonrió, sacudiendo la cabeza, y las recogió para ponerlas en el pequeño bolso blanco, un ajado y femenino complemento que su amada había usado durante mucho tiempo.
De pronto el niño lanzó un chillido. El hombre se volvió bruscamente para socorrerlo, pero no parecía pasarle nada. Por el contrario, se le habían iluminado los ojos mientras brincaba justo al filo de las olas.
El corazón de Dáire se ensanchó al alzar la vista y ver la mancha blanca que se fundía con la espuma, pero se acercaba demasiado deprisa.
—¡Mami! —exclamó Lao.
—Sí, tesoro —asintió su padre, acercándose a él—. Es mamá.
Cuando se alzó, el agua le llevaba a las caderas y caminaba sobre dos piernas. El empapado vestido se pegaba a su cuerpo como una segunda piel mientras Sinéad, sirena, esposa y madre humana, se acercaba a su marido y su hijo.
—¡Mamiiii! —gritó Lao, saltando ansiosamente.
—¡Mi bebé! —exclamó ella, inclinándose para tomarlo en brazos—. Solo he estado fuera dos días, y mira qué grande estás. Está más grande, ¿a que sí?
—Los niños crecen deprisa —sonrió Dáire, acercándose hasta hundir los pies en el agua—. Hola. Te echábamos de menos.
Se inclinó para besarla a pesar del fuerte abrazo de Laoghaire, que no quería soltar a su madre. Sinéad le devolvió la sonrisa cuando se separaron, y sujetando a su hijo con un brazo, extendió el otro.
—Guarda esto por mí —le pidió a su amado, depositando en su mano una única e irisada escama.
—Será un placer.