Revista Comunicación

Relato corto: ¿Quién triunfó?

Publicado el 03 abril 2021 por Universo De A @UniversodeA

Durante años, este blog ha priorizado lo urgente sobre lo importante: la sección Grandes Relatos nació para ser principal y tremendamente importante en Universo de A… pero al final, siempre han sido otras las que han conseguido llevarse, robarle el protagonismo; ya fuera, según la época, Películas, Teatro, Turismo, y, en los últimos tiempos, Grandes Personajes… ¡y hasta Libros!.

Ya sé que ya lo he dicho varias veces, pero se acabó. Voy a dejar de dedicarle tanto tiempo a la obra de los demás y a centrarme en la mía. El plan sería comenzar a publicar, con cierta frecuencia (mensual sería ideal, pero no sé si seré capaz) relatos cortos, y con el tiempo, y el hábito, retomar las novelas por entregas.

La verdad es que me gustaría mucho, pero ya se sabe “el espíritu está pronto, más la carne es débil”; en fin, al menos lo intentaré… he llegado a una época de mi vida en la que creo que tengo posibilidades de conseguirlo. Se irá viendo.

En cualquier caso, la publicación que hago hoy, no deja de ser igualmente un evento, puesto que no se publicaba otra narración desde que finalicé la novela por entregas de “Notas de aburrimiento”, ni otro relato completo desde “El campeón”.

Así pues, con todas las esperanzas de que este sea un primer paso (un muy buen, y positivo, primer paso), un comienzo de algo más grande, comienzo a relatar….

No dejes de soñar, porque tener éxito es posible | GNDiario

¿Quién triunfó?

Introducción: una persona desconocida

“No hay que meterse en la vida de los demás, nunca se sabe qué vida llevan realmente”, afirmó convencida la anciana, con ese tono de sabiduría adquirida por la experiencia que, contrariamente a la conseguida académicamente, podría sonar simple pero nunca pomposa; era evidente que se trataba de una opinión personal, regalada (o tal vez luchada) por una larga existencia, de esas que desprecian esos eruditos autoencumbrados, sólo porque no cita opiniones de otros como ellos, aún cuando esas afirmaciones se basen en el método más empírico que existe: la vida… y sin embargo, la frase que había pronunciado, sonaba y se escuchaba como una verdad esencial; como si los dioses se complacieran, ya fuera por burla a un desgraciado (que nunca volverá a hacer otra aportación igual a su especie) o tal vez para poner a prueba la soberbia y los prejuicios de la humanidad; en, de vez en cuando, darle un fugaz instante brillante a la persona menos esperable e imaginable… aunque, tal vez, la realidad sea menos poética y todo tenga que ver con la veteranía que da la senectud.

Pese a que Paz llevaba un buen rato escuchando a aquella persona desconocida, con mayor o menor atención, pues al fin y al cabo había sido una interacción social no solicitada (o siquiera deseada, quería usar el viaje en bus para pensar en sus cosas), lo cierto es que aquella frase recuperó su interés en una charla que no había tenido interrupción (ni se atisbaba que fuera a ser de otro modo hasta que llegaran al destino) desde el mismo momento en el que la mujer de mediana edad se había sentado, en la plaza que le correspondía del bus, al lado de la sonriente anciana, la cual desde la primera mirada, parecía dejar claro que su concepto de “compañeros de viaje”, no era precisamente el contemporáneo, de dos individuos que se ignoran durante horas, y, como máximo, sólo cruzan un par de palabras de cortesía básica y forzada; sino más bien el de antaño, cuando el individualismo aún no se consideraba una virtud. O tal vez, simplemente, se trataba de una señora mayor sola que necesitaba hablar desesperadamente; quizás, por la extraña creencia, que parecen tener muchas personas de que, expulsando palabras maquinalmente, también se expulsa la soledad.

Aunque tampoco parecía exactamente el tipo anterior de persona, pues la anciana sabía escuchar… quizás demasiado bien, pues apenas se había sentado la mujer más joven, cuando la señora mayor, bajo la idea y excusa de un “me suenas” ya la había investigado de arriba a abajo… quizás, también por eso, a Paz le había llamado la atención esa frase en boca de la desconocida, no sonaba muy coherente… pero la señora tampoco parecía la típica cotilla malintencionada… así que, ¿qué más daba?; al fin y al cabo, en poco tiempo se acabaría el viaje; la de mediana edad había prestado atención cuando quería y cuando no volvía a sus pensamientos, y al llegar a la estación, cada una por su camino y asunto resuelto.

Sin embargo, como se decía, Paz volvió a prestar atención a la desconocida, que, sin ser consciente de lo sabio de su sentencia, y de como el mundo se había paralizado por un momento para escucharla (premio de los dioses a la genialidad), continuó sin más con su charla: “yo, por ejemplo, durante años envidié el huerto y las flores de mi vecina: siempre con todo tan cuidado, tan perfecto, y con unos resultados que yo no he conseguido nunca en mi vida, por más que me empeñe… hasta que un día, la vi a ella, en una carretera cercana, vendiendo lo que había trabajado. Sí, las flores también. Tampoco me sentí mejor al saber que este esfuerzo aún tenía que ser mayor, porque practicaban agricultura de subsistencia, así que claro que su huerto estaba trabajado, ¡más les valía!. Y todo esto, después tenerse que venir a vivir aquí de una ciudad más grande, porque su marido llevaba desempleado una eternidad… la casa era de los padres de ella, y, por horrible que sea decir esto, a la pareja joven le vino bien que falleciesen, si no, no tendrían donde caerse muertos, se lo digo yo… pero, igualmente, para unas personas que estaban acostumbradas a otro tipo de vida, ¿qué gracia les pudo hacer, tenerse que venir a vivir a una casa vieja, para la que además no ganan para tantas reparaciones como hay qué hacer? los padres, lógicamente, de mayores que iban, habían descuidado la propiedad desde hacía tiempo, y además, llevaban años fuera de ella, en una residencia… así que yo soy la primera sorprendida cuando pienso que la vivienda aún se mantenía en pie para cuando llegó la hija y su marido…”.

Llegado este punto de la conversación, por fin, el bus había llegado a la estación, y aunque Paz no quería, ni iba a ser maleducada, consideraba que el tiempo que había invertido en la desconocida había sido más que suficiente; tanto le daba dedicarle más o menos atención durante el tiempo muerto de un viaje, pero ahora tocaba retomar su vida. Además, la de mediana edad, al contrario que la anciana, ya formaba parte (y se había integrado y adaptado perfectamente) de la cultura de las prisas. Así pues, Paz cortó lo más diplomáticamente que pudo la conversación, y se dirigió con rapidez fuera del bus para ir a buscar su equipaje.

Lunes 1 de febrero: Paz

La mujer madura se dirigió presurosa al maletero, con este tipo de impaciencia y urgencia absurda, que, en realidad, no viene a nada, ni tiene sentido, o siquiera permite disfrutar de las cosas más pequeñas o importantes de la vida, pero que se había convertido en una innecesaria convención social: todo el mundo tenía prisa (y cuánta más -o más fingías que tenías- más importante eras) y Paz no quería ser menos.

No había nadie esperándola en la estación, tampoco estaba previsto lo contrario; y, en realidad, hubiera podido pararse a contemplar, detenidamente, durante minutos enteros, los preciosos, y poco frecuentes, colores con los que se había entintado el cielo aquel día, y las nubes que complementaban aquella decoración, cual esculturas de mármol que reflejaban la belleza de los tonos que recibían (otro regalo de los dioses no apreciado por los simples mortales); mientras el resto de los pasajeros luchaban entre sí por conseguir sus equipajes… sí, Paz hubiera podido disfrutar de esta encantadora visión, relajarse y volver a apreciar la belleza de la vida, para después recoger tranquilamente su equipaje de un maletero ya vacío… pero no lo hizo; tenía prisa, no sabía de qué o por qué, pero tenía prisa.

Y sin embargo, los dioses, el destino, o quién fuera, tenían pensado jugar con ella (tal vez como castigo a la afrenta de ignorar su creación celestial), forzar una detención de su vida, marcar un punto de inflexión y cambiar sus planes… bueno, los de ella, y los de otra mujer que, quizás también con razón, merecía ser castigada por sus prisas.

Mientras luchaba contra la muchedumbre, por sacar su equipaje, en un espacio tan reducido como incómodo, tras hacer fuerza, logró sacar su maleta, pero esta se había enganchado a la de otra persona que también tiraba, tras varios intentos para lograr despegar ambos equipajes (¡ay!, ¡qué juguetones son los dioses!), ambas personas se vieron obligadas a dirigirse, siquiera una mirada de cortesía, acompañada de una sonrisa incómoda, y entonces…

-¿Ágata?.

-¿Paz? .

Y, en ese momento preciso, los equipajes de ambas mujeres se despegaron, sin que hubiera que hacer más esfuerzo… ya estaba todo hecho, al fin y al cabo. Sin embargo, curiosamente, ese momento de asombro, les hizo perder más tiempo que todo el frenesí anterior intentando desunir los equipajes… ironías de la vida.

-¡Ah!, ¿cómo estás? -reaccionó al fin Ágata.

-Bien, bien, ¿y tú?.

Respondió intentando sonreír; en realidad, la pregunta era una mera cortesía, para Paz era demasiado evidente como estaba Ágata; de hecho, le asombraba no haberse fijado antes en ella, porque destacaba sobre el bus entero: todos con aquellos atuendos tan provincianos (e incluso algunos rurales), ella misma incluida (hasta el punto de que trató de ajustarse mejor el abrigo para que no se viese el jersey viejo que llevaba… pero pronto se dio cuenta de que era inútil, sus zapatos gastados no engañaban a nadie… y repasar el resto de su vestuario visible -e incluso el que no estaba a la vista- sólo le dio más dolores de cabeza); frente a aquella supermujer, recién salida de la selva urbana y vestida para matar, con aquel deslumbrante traje de raya diplomática, que se entallaba tan bien a su cuerpo que parecía hecho a medida “posiblemente lo sea, seguro que lo es”, pensó Paz.

Tenía razones para creer esto último, al fin y al cabo, puede que ambas mujeres no hubiesen tenido contacto alguno durante años, pero eso no significaba que Paz no supiese perfectamente lo que Ágata había estado haciendo, para bien o para mal… tampoco era algo que pudiese evitar, la mujer trajeada no era famosa (y por tanto, evitable con tal de esquivar publicaciones relacionadas con una determinada temática), pero, de vez en cuando, su nombre y su foto salían a relucir en algún medio, así como una punzante sorpresa de “yo a esa la conozco”.

Tras un breve cruce de frases, y con un sofisticado ademán para echarse algo hacia atrás el flequillo de su impecable peinado, Ágata propuso:

-¿Tomamos un café?.

De repente, Paz ya no tenía prisa, todo aquello que era tan urgente hacía tan sólo unos segundos, había perdido toda prioridad… y no era porque desease rendirse a una actividad placentera, relajada y vencer la cultura de las prisas; muy al contrario, como si se pudiese observar desde fuera a sí misma, veía con fascinación su carrera hacia el cataclismo del dolor (¿el castigo de los dioses?).

-Claro, tengo tiempo -respondió Paz- ¿qué tal en la cafetería de la estación? hacen un buen cappuccino -respondió intentando sonar a mujer de mundo.

A medida que veía avanzar a su antigua amiga hacia el local, Paz pudo observar que llevaba un precioso equipaje nuevo, de la considerada mejor y más elegante de las marcas… y se preguntó cómo podía ocultar su zarrapastrosa maleta, de distintivo desconocido, añeja y considerablemente deslucida….

“No le dará tiempo de verla mientras caminamos, no si la pongo hacia atrás, del otro lado y camino levemente un paso por detrás… según lleguemos a la cafetería la esconderé debajo de la mesa… ¿y para qué le habré dicho que allí hacen un buen cappuccino? como sólo sea un simple café con leche voy a quedar como una estúpida y va a ser peor el remedio que la enfermedad…”.

Como casi todos los sitios, que se conocen demasiado bien, por una característica determinada, y que han cambiado de manos con cierta frecuencia, la cafetería de la estación era conocida por toda la gente y llamada exactamente así “la cafetería de la estación”; de modo que Paz ni siquiera recordaba que, en realidad, su auténtico nombre era “La rústica”, y a punto estuvo de ponerse colorada al ver ese nombre que, especialmente al pasar ambas por debajo del cartel, parecía un insoportable titular sobre la foto de aquel humillante encuentro.

-Ponme un cappuccino -ordenó Ágata al camarero, con una firmeza y seguridad, no obstante exenta de arrogancia, típica de quién está acostumbrado a mandar- dicen que por aquí lo hacen bueno -añadió guiñándole un ojo a su antigua amiga.

Para Paz, tener a aquella sofisticada mujer directamente delante, y poder observarla con detenimiento, era incluso más insoportable: percibía como todas las imperfecciones parecían estar fuera de ella, es más, parecía que si estas se atrevían a acercarse mínimamente a esa mujer, resbalaban ante su esplendor; especialmente aquel estúpido bar provinciano, cuya música de fondo era el insoportable y vulgar sonido electrónico continuado de una máquina tragaperras, además de unos parroquianos ruidosos y… rústicos. La bella… y las bestias: ella con su refinado peinado a lo garçon; su maquillaje sutil pero elegante, tan bien aplicado que parecía fundirse con la mayor naturalidad en su piel; su traje a medida, su top de encaje, sus zapatos con tacón de aguja dorado… Ágata no encajaba en aquel ambiente; en cambio, Paz se veía a sí misma demasiado integrada en él: su pelo rizo, largo por puro descuido, que hacía demasiado tiempo que no pasaba por la peluquería, graso, porque el día anterior apenas había tenido tiempo a ducharse; su cara, que uno de los crueles reflejos, de los espejos del bar, le pareció que le devolvía la impresión de que había sido pintada con un kit de maquillaje para payasos; y ya mejor no mencionar la ropa… al principio tuvo, nuevamente, el desesperado pensamiento de taparlo todo con el abrigo, pero entonces recordó lo pasado que estaba este de moda, con aquel estampado a cuadros tan espantoso y ordinario, por lo que tal estrategia no serviría de nada… con todo, y a pesar de la incomodidad física, no fue capaz de quitárselo durante toda la reunión; al fin y al cabo, mientras no enseñase lo que llevaba debajo, nadie podría decir con seguridad lo que era, y si se veía, se sabría seguro… con todo lo que ello implicaba, y decía, sobre ella.

-Bueno… eso dicen, tampoco he venido tanto… -dijo Paz intentando retractarse ligeramente de sus palabras, pero acabó por pensar que la mejor táctica sería la distracción, así que decidió cambiar el tema- ¿sabes? te vi en el telediario, qué emocionante que tu proyecto para la reforma y ampliación de la Real Pinacoteca haya sido el elegido….

-Sí bueno, llevábamos bastante tiempo detrás de ello….

Al menos ella había tenido la posibilidad de estar detrás de ello. Por primera vez en su vida, Paz era consciente de lo que revientan las personas que no valoran ni son conscientes de su propia suerte, y que, erróneamente, creen que se lo deben todo a sus méritos personales o a su esfuerzo… la mala suerte existe.

Su autocompasión la llevó a recordar un pasado que daba a entender aquel presente: Ágata y Paz se conocían desde la más tierna infancia: eran vecinas de calle, siendo del mismo barrio, fueron a la misma guardería, parvulario, escuela y, finalmente, instituto; así que no es sorprendente que, debido a su similar edad y carácter, se hicieran amigas; pero, al contrario de lo que sucede habitualmente con la mayoría, sus cambios con la edad nunca afectaron a su amistad, que se prolongó en los años de una manera asombrosa, es más, daba la impresión de que cuanto más tiempo pasaba, más amigas eran, más inseparables se volvían y más tenían en común, hasta tal punto que empezaron a decir de ellas “las que van siempre juntas”, y de tanto repetirlo, la inocente frase acabó derivando en un mote “las juntas”… de hecho, hubo muchas personas que creyeron, al conocerlas, que eran hermanas; a lo que otros, mejor informados, solían contestar, bromeando, “tal vez, pero separadas al nacer”.

Y es que “las juntas” parecían haberse desarrollado paralelamente, nutriéndose y complementándose entre sí: eran estudiosas (de las primeras de la clase, generalmente Ágata destacaba más en letras y Paz en ciencias, y aunque hubo quien, estúpidamente, intentó motivar una competitividad entre ambas, lo cierto es que se ayudaban mutuamente, y jamás sintieron celos o envidia, sabían que el éxito de la otra no significaba su propio fracaso), con inquietudes culturales, alegres, hasta cierto punto populares… a tanto llegó su crecimiento común que hasta desarrollaron aspiraciones y ambiciones conjuntas, tenían el futuro de ambas planificado: primero, las dos estudiarían arquitectura en la mejor facultad del Reino; y aunque les supuso un largo debate, finalmente, consiguieron decidir en qué empresa harían las prácticas; poco después, una vez ya contratadas, harían algunos pequeños proyectos durante un breve tiempo hasta que les llegase la gran oportunidad, y… de ahí al cielo: los grandes encargos, los concursos internacionales, el prestigio, los premios, el saber que tu creación perdurará por siempre… etc. Y todo ello, siempre juntas, inseparables, la una complementándose a la otra, como siempre había sido… y como ya estaba siendo, de hecho, desde que habían decidido dirigir sus pasos a la carrera profesional de la arquitectura, habían empezado a interesarse por ese mundo, adquirir publicaciones relacionadas, entablado interminables debates relacionados con el tema, e incluso hecho amagos de proyectos, con planos que se rectificaban entre ellas, hasta llegar a un acuerdo (a menudo corrigiendo aquellos otros que habían sido presentados oficialmente pero que a ellas no les convencían)… sí, como todos los jóvenes, “las juntas” habían diseñado, con convencimiento toda su vida, bajo la bendita ignorancia de que esta tenía otros planes para ellas… y de que siempre gana la partida.

-¿Y tú qué?, ¿cómo está tu niño… -continuó Ágata mientras sacaba una pitillera que, por el aspecto, y por el sonido al posarse sobre la mesa, hicieron entender a Paz que se trataba de plata pura; aunque si eso fuera lo único, hasta los cigarros que se veían en aquella pitillera eran lo más: eran conocidos por ser los que fumaba la clase alta, los famosos; no se vendían en tabacaleras normales, y al parecer, eran tan caros y exclusivos porque estaban compuestos de una selección de las mejores plantas de tabaco de todo el mundo… ahora también, Paz tenía la desagradable oportunidad de descubrir algo más que había oído acerca de ellos: su grato aroma, que comenzaba a impregnar el aire; y hacía que la mujer de mediana edad se diese cuenta de que no se había puesto, ni siquiera, uno de sus perfumes baratos… aunque ya prefería no pensar en cuál de las dos cosas, si llevarlo o no, era peor.

-Bueno, ya no es un niño….-interrumpió Paz.

-… y León? -espetó Ágata, llegando al punto clave de la cuestión.

-Estamos todos bien, como siempre.

-Ahhh.

Tal vez si ella no hubiese tenido dos hijos, estaría tan delgada, estilizada como Ágata… y no con su cuerpo deformado, entrado en kilos, con carnes grasas mal distribuidas; no pudo evitar pensar Paz; porque, bien observado, ni queriendo podría meterse en el traje de la arquitecta. “Tal vez”, hasta ese cruel, aunque instantáneo, pensamiento tuvo la mujer, “si no hubiese tenido hijos, podría tener ese traje”… y todo lo que lo acompañaba y simbolizaba. En realidad, no había tanta diferencia de peso entre ambas féminas, pero Paz estaba interpretando esa desemejanza como el abismo que separaba sus dos vidas.

La conversación continuó con la misma tónica superficial, y en ella, como en todas las charlas de ese tipo, entre personas que hace mucho tiempo que no tienen trato, ambas mujeres trataron de desviar continuamente el tema a la otra; para Paz su interés era más justificable: con una mezcla de dolor, fascinación y profundos celos, preguntaba y escuchaba a Ágata hablar de lo que le había dicho el ministro, sobre su audiencia con el Rey, de los últimos y prestigiosos encargos, que le estaban lloviendo al estudio de arquitectura últimamente, o su supuesta y rumoreada nominación a un importante premio internacional… “sin embargo no es pedante, no ha cambiado nada, sigue siendo quién era” pensó Paz mientras asumía que la cotidianeidad y convivencia de la arquitecta con lo extraordinario era tal, que ya no reparaba en ello, y dado que esa era su vida normal, expresaba y contaba con la mayor naturalidad lo que le pasaba en su exquisito día a día, porque ¿qué culpa tenía ella de que para la mayoría del resto no fuese así?.

-… Por eso, venir aquí, precisamente ahora, creo que va a ser casi como unas vacaciones… -dijo Ágata.

-Ah, ¿pero no has venido a eso, a tomarte un descanso?- preguntó Paz.

-¡Qué más quisiera!; no, he venido a culminar una transacción comercial.

Qué bien hablaba, qué lenguaje más sofisticado… lo que hacía que Paz no dejara de preguntarse ¿cuándo se había transformado a sí misma en el más vulgar estereotipo del ama de casa?; ¡si ella no era así, no había sido así!… ella era, había sido… ¡como Ágata!… ¿pero qué tiempo queda para culturizarse, y con quién vas a exhibir o compartir eses deslumbrantes conocimientos, cuando tu día transcurre entre las tareas de la casa, primero el lenguaje infantil de hijos pequeños y después su indiferencia de adolescentes, además de un marido que vuelve desganado a casa?.

-De hecho, -continuó Ágata- creo que hasta aprovecharé para volver a cocinar, hace una eternidad que no tomo una buena comida casera, así que, por malo que sea lo que haga, seguro que me gusta igual… ¡o quizás me muera de hambre! -rió la arquitecta.

“Premio. Por fin algo que yo tengo y tú no (algo que yo sé hacer, algo con lo que lucirme)” fue el pensamiento que se le pasó a Paz por la mente como un rayo, y que, con la misma celeridad e impulsividad, la llevó a decir:

-Bueno, no puedo permitir que eso pase, ¿por qué no te vienes mañana a cenar a casa?.

Apenas lo había dicho, apenas se había arrepentido, ¿en qué estaba pensando?, ¿la supermujer en su casa?, ¿la que habían entrevistado en el telediario?, ¿la que viviría en un lujoso ático, de metros y metros cuadrados, transportada a su siempre desordenado y ruidoso cuchitril, al que llamaba hogar?; y su ingenuidad… ¿iba a cocinar para la mujer que conocía, y había reformado, los restaurantes de los chefs más de moda, y más vanguardistas del momento, de los cuales, sin duda alguna, sería amiga y principal comensal?. Horrorizada con estos pensamientos, deseo que Ágata hiciese lo típico de poner una excusa para decir “no”; y poco después, terminar ese suplicio de conversación, cada vez más surrealista y sin sentido. Pero ya se ha dicho que los dioses estaban juguetones aquel día:

-Claro, -respondió Ágata- pero no mañana, hasta que acabe todo este asunto voy a estar centrada en eso, los distintos trámites que hay que hacer… no soy una buena compañía cuando tengo algo rondándome la cabeza… mejor el día antes de irme, estaré más tranquila, despejada y apreciaré mejor la cena -dijo guiñando un ojo.

Horror, había aceptado; pensó Paz; ¿y qué quería decir con eso de “apreciaré mejor la cena”?, ¿qué se supone que espera?, ¿un menú degustación de siete platos de gastronomía macrobiótica como esos que cocinan sus amigos chefs que alaban los críticos de las guías elegantes? “¡yo no sé hacer eso!” se lamentó Paz para sí misma; mientras trazaba, para su amiga, una sonrisa tan grande como su angustia interna. Pero era tarde, como un tren que no puede evitar descarrilarse ante una vía en mal estado, la mujer de mediana edad vio, como si se estuviese observando a sí misma desde fuera, el como aceptó y acordó el cambio de día y hora “encantada” (según sus propias palabras), y contempló como la arquitecta sacaba su elegante móvil, de última generación como no, para anotar la cita. Poco más quedaba que decir salvo despedirse hasta el día fijado, y eso hicieron.

El final de la conversación, hubiera debido haber supuesto también el final del tormento para Paz, pero fue exactamente lo contrario; a medida que volvía a casa, más la repasaba y más se obsesionaba; cuando llegó, se encerró en el baño, y al verse en el espejo, se lavó aquel pintalabios que la hacía verse (o más bien que la hacía sentir) como una mujer barata… y se echó a llorar, incansablemente, un largo rato; no sabría decir la razón concreta de por qué estaba tan acongojada, pero sabía que la había… o más bien, que no era una sola específica y sí muchas abstractas… quizás porque, aún más doloroso que no cumplir sus sueños (herida que, a menudo, se cura con el tiempo mediante el analgésico del conformismo), era ver, directa y claramente, a una persona que llevaba exactamente la vida que hubiera querido tener; y peor aún, no a una persona cualquiera, desconocida, cuyas circunstancias no se saben y reinventan para justificarse; sino a una que, hace no mucho, no se diferenciaba demasiado de ella, de la que conocía demasiado bien todo su pasado… eso lo hacía todo más insoportable, porque los paralelismos entre ambas vidas, pasados y presentes, aún se volvían más crueles y grotescos.

Aquella noche, Paz anunció a su familia la visita de Ágata, y a medida que pasaban los días, su ansiedad, en vez de decrecer, aumentaba: de repente, ya nada le gustaba en su casa, incluso las cosas que más apreciaba (aunque sólo fuera por su valor práctico)… nada estaba a la altura. Al principio ideó, ingenuamente, cambiar un par de cosas e introducir otras nuevas que le dieran un mayor nivel a su hogar… pero rápidamente acabó por pensar que poner una cosa cara al lado de otras baratas, muy al contrario de centrar la atención en lo costoso, lo hacía en lo módico, haciendo que el conjunto desentonase de tal modo que el nivel de mal gusto se elevaba hasta la estratosfera. Mirase a dónde mirase, todo le parecía vulgar, desde los adornos a la pintura de la pared… finalmente, acabó por rendirse y entender que no podía cambiar toda su casa, o reconstruirla de cero… no antes del jueves, por lo menos; y sin embargo, su mente aprovechó para jugarle una mala pasada, mediante un cruel latigazo del pensamiento “Ágata sí podría”.

El asunto acabó afectando directamente a la familia, y su convivencia, en esos días previos a la cena; Paz se volvió una persona melancólica, irritable, susceptible, maniática, estricta, obsesiva… nada de lo que se hacía en su casa le parecía bien (todo lo cual, por otro lado, siempre se había hecho); nunca tanto y tan fuerte había discutido con sus hijos (todo lo hacían mal: no sabían comer o siquiera coger los cubiertos, llevaban ropa que parecía de personas fuera de la ley, hablaban mal… etc). Respecto a su marido, León, hombre sensible e intuitivo, entendió perfectamente lo que pasaba después de que su esposa se echase a llorar, histéricamente, porque no sabía si Ágata era vegana, y ya no sabía ni que debía de ir a comprar (y según Paz, con lo sofisticada que era aquella mujer, seguro que sí… peor aún, seguro que seguía alguna otra moda culinaria, aún más cosmopolita, que ella, en su catetismo, no sólo no conocía, sino que ni siquiera podía sospechar)… hizo falta que el matrimonio repasase el encuentro, con pelos y señales; y sólo después de que León hiciese una breve investigación en internet, con la que venía a demostrar, que difícilmente Ágata podía ser vegana teniendo en cuenta el tabaco que fumaba, Paz halló la tranquilidad… pero sólo durante unos pocos minutos, porque poco después ya comenzaba a hablar de las distinguidas, coquetas y discretas joyas, sin duda de la mejor calidad (y estaba segura, porque le había visto la marca al precioso reloj de pulsera que llevaba la arquitecta, firma que se caracterizaba por sus productos de lujo, así que no se podía dudar de que fuera de oro, y aquellas piedras, diamantes), que llevaba su antigua amiga, y comenzaba a lamentarse de que ella no tenía nada que ponerse, que sólo tenía bisutería grande, barata y de mal gusto; todo ello mientras examinaba con repugnancia las alhajas, que con tanto cariño (y esfuerzo económico) le habían sido regaladas en sus aniversarios, para después tirarlas con desprecio en su joyero y terminar cerrándolo violentamente.

La tensión fue aumentando a medida que llegaba el día, hasta tal punto que, llegados a esa altura, todos en la casa, a pesar de estar completamente enfrentados (Paz estaba en guerra y crítica continua contra todos, los hijos se defendían, León cada vez era más incapaz de controlar la situación o proteger a nadie, ni a sus vástagos, ni a su mujer de sí misma, o siquiera a su propia persona cuando le caía un buen rapapolvo por parte de su frustrada esposa…), o tal vez precisamente por ello, compartían un único deseo común: que llegara la cena y que se pasase cuanto antes, para así recuperar la normalidad. Al final, León entendió que lo mejor era, por cruel y despiadado que pudiera sonar, evitar a su mujer, y muy especialmente, cualquier tipo de confrontación, por mínima que fuera; y los hijos, asombrosamente con la misma intuición, acabaron por hacer lo mismo… al menos mientras a Paz le durase la “Ágatamanía”.

Jueves 4 de febrero: Ágata

Curiosamente, sobre lo que más pensó Ágata, en aquellos días que fue a pasar a la población que la vio nacer y crecer, no fue aquello que la había traído allí o cualquier otra cosa que hubiese podido esperar, sino el próximo encuentro en la casa de su antigua amiga… sí, bien es cierto que no fue una venta sencilla, en parte porque ella misma no lo puso fácil, entre el poco tiempo (también por una acuciante y agobiante falta de él) que le había dedicado al asunto estando en la gran ciudad, y el corto periodo en el que quería resolverlo una vez allí, apenas unos días… pero había compradores interesados y consiguió concentrarlos donde y cuando deseaba; fueron esas mismas habilidades negociadoras, demasiado acostumbrada como estaba a su uso continuo, las que le permitieron arrancar finalmente el precio que quería… pero no fue sencillo, fue un asunto bastante arduo en realidad, de presiones y contraofertas continuas… ¡pero pobres adquirentes!, en realidad habían perdido antes de empezar a jugar, pues apenas habían movido el primer peón, y ya Ágata preveía todos sus movimientos para conseguir ella el jaque mate… conocía excesivamente bien aquel juego, lo había aprendido de la más brutal manera: con los mejores en ello.

Sin embargo, para Ágata, aquello de obsesionarse con una cosa personal era algo nuevo… por supuesto, en sus primeros tiempos como profesional, los proyectos podían llegar a obnubilarla, pero había acabado viendo, dolorosamente, las consecuencias de ello directamente, y como destruía a las personas más validas, que, de tanto tensarse y pretender flexibilizarse… acababan por romperse. En la cima hace frío, y más vale que uno se adapte al hábitat rápidamente si pretende sobrevivir… de primeras, la mente debía volverse cual camaleón, y, como uno de esos polos que culminan doblemente el planeta tierra, tenía que volverse calmada, gélida… siempre fresca. Pensar demasiado, calienta la cabeza, y consume la energía que se necesita para sobrevivir en un desierto helado. Esas lecciones crueles, sabía Ágata, nunca se aprenden sin daño.

Por eso le sorprendió que el tema le rondase la cabeza más de lo que le gustaría; como persona acostumbrada a tener el control, y a raya todo (su mente incluida), desde hacía tanto tiempo, aquello que se le escapaba, se le rebelaba, que llegaba a constituir una preocupación (grave calificativo, y más cuando ella sabía estructurar muy bien su lista de lo que era urgente, importante, y sobre todo, lo que no) resultaba frustrante. Así que usó la técnica de psicoanalizarse para ver si, entendiendo la razón, los pensamientos recurrentes se marchaban: quizás, fuera que el asunto de la compraventa había sido tan ridículamente fácil y previsible que ni su estímulo de cazadora había excitado, así que apenas había ocupado su mente en algo tan mecánico y banal. Tal vez porque, por primera vez en mucho tiempo, no tenía que pasar horas y horas revisando planos, informes e interminables documentaciones… había liberado demasiado bien esos días, se había organizado en un modo excesivamente eficiente y satisfactorio. O podría ser que fuese el terrible vacío que exhalaba aquella casa, aquel viejo domicilio cuyo atronador silencio devoraba todas las habitaciones, aquella vivienda donde los sonidos de la soledad (el aislado zumbido de un aparato, el ruido de las propias pisadas… cuyo eco parecía amplificarse, como si tuviesen a su plena disposición, el sistema de sonido más sofisticado jamás inventado) habían sustituido, tristemente, otros de los que ya sólo quedaba el recuerdo.

La memoria es algo curioso y valioso, nos permite, no sólo algo tan práctico y necesario como aprender de la experiencia; sino también recuperar, devolver al presente, nuestros momentos más felices, y devolvernos, por unos instantes, ese mismo bienestar… pero ese alquiler del pasado no siempre es gratis: recordar, cuando se trata de algo, en modo alguno recuperable, es doloroso… y en aquella casa ya sólo quedaba una mujer sola con sus recuerdos… quizás, la pareja que le había comprado el piso de sus padres pronto lo cambiaría, pues la chica estaba embarazada, pero eso Ágata ya nunca lo vería; y además, tampoco tendría sentido que lo hiciera, la casa albergaría los recuerdos, las alegrías, de la nueva familia, no de la de ella. Su historia, y la de los suyos allí, había concluido; de iure, había quedado establecido cuando terminó de estampar su firme y segura rubrica en el contrato… pero de facto, había sido mucho, tantísimo tiempo antes….

Así, para combatir las visiones de la niña que entraba saltando por la puerta, de vuelta del colegio, cruzaba aquel pasillo, dejaba la mochila en su preciosa habitación rosa y llena de muñecos (ahora, totalmente desangelada y mohína), se sentaba en la calurosa cocina, ante la cuidada mesa de una madre que había estado cocinando con tanto amor para su familia, como demostraba el aroma que acababa abrazándolos a todos durante la comida… pensó momentáneamente en encender la radio o la televisión y así tener un sonido de fondo al que no prestarle atención, pero desistió, porque eso era una técnica de solitarios, y los solitarios son unos fracasados; así que decidió abrir algunas ventanas del salón, que le trajeran el ruido externo, la calle, el tráfico… no aguantó mucho, hacía un fresco terrible, y mientras las cerraba, pudo evocar algunos de los cálidos abrazos que le dio su padre allí mismo, por ejemplo, aquella vez después de haber visto sus notas… de eso también, ahora sólo quedaba el recuerdo… y mucho frío.

Es triste y desolador ver un sitio dónde ya sólo quedan remembranzas, es como ver una ruina, una ruina inútil absurda y no funcional… como arquitecta, Ágata sabía muy bien lo que eso significaba y las actuaciones que había que llevar a cabo. Y eso estaba haciendo. Pero no era fácil. Tampoco creía que pudiera hacer otra cosa: nada la ligaba ya a aquel lugar, era un pasado tan pasado, que parecía el de otra persona, la mujer que se apoyaba en la ventana del salón mirando su móvil, poco tenía que ver con la niña que entraba saltando por la puerta… y desde el punto de vista práctico (o el único para la arquitecta), no tenía ningún sentido seguir pagando impuestos y demás parafernalia por aquella propiedad, de hecho, era simplemente absurdo, insostenible a nivel racional. Y eso era lo único que importaba. Quizás, con ese mismo pensamiento, arrancó, uno a uno, los muñecos que aún quedaban en su habitación, y los puso a la venta en una app (¿para qué los quería? ella ya no los necesitaba, y tampoco tenía, ni había perspectivas de que fuera a tener, a nadie querido a quien dárselos)… estos, únicos hijos imaginarios que tendría Ágata, a pesar de haberla esperado tanto tiempo, no tuvieron siquiera el consuelo de abrazar por última vez a su mamá… el destino aún sí les reservaba el privilegio de entregar y recibir amor de otras, pero no más de la primera madre que habían tenido; en realidad, esta no se podía permitir el lujo de dárselo ni a ellos ni a nadie. Tampoco tenía tiempo, así que….

Quizás todo aquello ya viniera de más atrás, había apostado al peligroso juego de la nostalgia y esta iba ganando… su ayudante, en la gran ciudad, ya le había contratado el habitual servicio de alquiler de coche con chófer que le habría hecho la vida muy fácil y cómoda durante esos días… pero ella, a última hora, había cambiado de idea: “¡cancélalo, cancélalo!, cómprame un billete de bus” había dicho Ágata; su ayudante al oírla, no daba crédito, pensó que se trataba de una broma, y estuvo a punto de reírse… pero entonces recordó que nunca había visto bromear a su jefa, de hecho, ni tan siquiera sonreír (no a nadie que no se tuviese que ganar, al menos); y dado que su dura mirada vítrea ya estaba centrada analizando los nuevos documentos burocráticos con las condiciones y formalidades varias enviadas por el ministerio, para aquel triunfo conseguido de la Real Pinacoteca (un conjunto de requisitos, o más bien, dolores de cabeza, que venían a cambiar, y obligar a rehacer, o como decían ellos, a “readaptar”, todo su proyecto original, para así asesinar su esencia casi por completo); y había vuelto a ignorarle como si no estuviera allí, el ayudante no se atrevía a reivindicar su presencia nuevamente (aunque sólo fuera para decir que los gastos de esa cancelación eran muy considerables), a permitirse el volver existir sin previo requerimiento; y menos ante aquella mujer, cuyo estiloso traje blanco de pantalón de aquel día, sus discretas pero imponentes joyas de glacial plata, o la palidez de su piel y cabello (bregadas a base de pasar mucho tiempo en interiores, trabajando), la hacían parecer, más que nunca, un iceberg.

Por supuesto, Ágata era todo menos una mujer caprichosa, y como persona que se ha visto forzada a llevar una vida pragmática, por más que su ayudante no entendiera aquella decisión suya (ni lo haría jamás), todo aquello tenía sentido en su cabeza: aquel no era un viaje a un lugar, un traslado de un sitio a otro; sino un viaje al pasado… aún más: un viaje de despedida; ¿y qué mejor manera para hacer un viaje en el tiempo, que usando, exactamente el mismo transporte que la llevó por vez primera a la gran ciudad, aquel que tantas veces cogió para ir y volver de la universidad a su lugar de origen… el que, en su momento, tanto odiaba, despreciaba, la agotaba y le parecía que le suponía una gran pérdida de tiempo?… es curioso como es de romántica la memoria (quizás esa sea precisamente su característica principal: estar enamorada del pasado), porque ahora, lo que siempre había considerado una paliza de viaje, se le iba a quedar corto… o tal vez fuera porque sólo apreciamos las cosas (lo merezcan de verdad o no) una vez que sabemos, consciente y realmente, que nunca más las tendremos.

Pero como queda dicho, los dioses estaban juguetones, también con la ocupada, presurosa, calmada y fría Ágata; por lo que, socarrones ellos, habían tenido la gentileza de organizar y regalarle el pack de viaje al pasado experiencia completa platino todo incluido (paquete de lujo, no podía ser de otra forma), precisa e irónicamente, a una persona que ya no se acordaba de la última vez que se había tomado unas vacaciones… como tendría la oportunidad de descubrir.

Buena parte del día de la cena (y achacó el exceso de tiempo invertido en ello a que se había quedado sin casi nada que hacer allí), se lo pasó intentando elegir como vestirse, “no tengo nada que ponerme”, pensaba… si Ágata tuviese que preparar, en ese mismo momento y lugar, una reunión con el patronato de la Real Pinacoteca, seguro que hubiese encontrado el traje ideal; pero ahora, para esto, descubría que no tenía, no sabía que llevar.

No podía negar que había disfrutado con la evidente fascinación que le había causado a Paz (hasta le pareció ver un pequeño destello de envidia en sus ojos, tal vez), del mismo modo que, una parte de ella tampoco rechazaba la idea de que merecía esa compensación… pero aquel encuentro había sido una casualidad, una coincidencia no organizada: Ágata sólo pensaba viajar entre completos desconocidos, ignorándose mutuamente, ir a lo suyo, resolver sus asuntos, y vuelta a la vida normal tras la definitiva despedida del pasado… pero nada había salido como estaba previsto; y, pensaba Ágata, era demasiado presentarse en una cena informal, casera, familiar, lugareña… vestida como para una comida de negocios de la gran ciudad. De hecho, resultaría ridículo, pretencioso, estúpido, “¿quién se cree que es?” pensarían… lo que se agravaba más porque no tenía la excusa de ser confundida con una pobre urbanita, criada y amamantada por la gran capital, perdida y desorientada en la provincia de la que no conoce las costumbres; porque allí todos sabían, perfectísima y sobradamente, cuales eran sus orígenes: era uno de ellos… o lo fue. En cualquier caso, para esa noche debería volver a serlo.

Valoró hasta comprarse ropa nueva, pero lo descartó según pasó por delante del escaparate de una tienda, ¿qué sabía ella de lo que se llevaba ahora? si se atrevía a comprar algo, iba a parecer un payaso, y sería peor el remedio que la enfermedad… lo cierto es que hacía una eternidad que no se iba de compras, no podía, no tenía tiempo… como otras personas de su nivel, encargaba lo que necesitaba en establecimientos de confianza, dónde la conocían a ella, sus medidas, sus necesidades… y dado que lo clásico no pasa de moda, además de que siempre es apropiado, pues una cosa inútil menos de la que preocuparse y con la que perder el tiempo.

En realidad, aunque hubiese entrado en alguna de las tiendas para intentar lograr su propósito, ni siquiera sabría qué comprar, qué elegir… nunca se había dado a sí misma la oportunidad de desarrollar su propio gusto y estilo… en realidad, sólo sabía lo que no le gustaba: y eso era exactamente como vestía; la desagradaba profundamente, la hacía sentirse poco femenina, o peor, como una dominatrix… en realidad, sentía que llevase un uniforme, un uniforme que se encadenaba a su cuerpo y la asfixiaba, sometiéndola y reduciéndola, toda ella, a su profesión, como si eso, fuese lo único que ella pudiese ser o aportar. Pero en realidad era la pescadilla que se mordía la cola: Ágata no tenía tiempo para comprar, y no compraba porque no tenía tiempo, de modo que su armario se llenaba de más y más atuendos de presidiaria de su trabajo, todos los cuales le desagradaban profundamente, pero que para ella eran como para un fontanero podía ser un mono o para un obrero un casco (aunque su valor económico fuese inmensamente mayor)… en realidad, su miseria a ese nivel era tal, que ni siquiera disponía de una ropa casera o para estar cómoda… aunque ¿para qué, cuándo la iba a utilizar?.

Se sintió también perdida en los usos sociales, ¿tendría que llevar algo? si se hubiese tratado de una cena con unos potenciales clientes, sabría exactamente a qué restaurantes llevarlos… pero no era el caso “¿se sigue llevando vino?” se preguntó Ágata, y lo que era peor, ¿qué vino? no podía aparecer con uno de esos de lujo que reservaba para agasajar a potenciales clientes… imagínatelo, vestida de alta costura y con su botella exageradamente cara… sonaba a humillación intencionada, y Ágata no quería humillar a nadie en esa casa, ya no.

Al final, fue al supermercado (qué extraño volver a entrar en uno) cercano y eligió una botella que le pareció que subía de los precios más comunes, pero tampoco demasiado. A continuación, decidió reducir su vestuario a lo más austero: no podía evitar los pantalones de traje, pero sí la chaqueta, un jersey de cachemira, zapatos de tacón bajo… y sin joyas; “no, sería muy obvio, ya me ha visto”, pensó, así que se puso los pendientes más pequeños que tenía (con todo, unos diamantes de talla impecable y pureza inmejorable); “supongo que así va la gente a cenas informales”… la verdad es que no tenía ni idea, hasta las comidas más, supuestamente distendidas, en las que había estado, se debían, en realidad, a algún interés u objetivo que conseguir.

Al fin se acababan los dolores de cabeza, y allí estaba, delante de la puerta, con el vino, pulsando el timbre….

-¡Ágata! -dijo Paz mientras abría la puerta y hacía pasar a su amiga al interior del vestíbulo de su casa- ¡estás preciosa!, gracias por el vino, no hacía falta… -dijo mientras se lo pasaba a León, que ya había salido del salón, dónde sonaba la televisión, para ir a recibir a la invitada; mientras su esposa abrazaba a la recién llegada.

Un abrazo. Al principio, Ágata no supo cómo reaccionar, y le llevó unos segundos devolver el gesto y dejarse fundir por él… no recibía un abrazo en años, de hecho no recordaba ni cuando había sido la última vez (¿de adolescente, de pequeña… quizás alguno en la primera juventud?)… hoy día, ella lo único que hacía era estrechar manos… y ese gesto no tenía nada de afectuoso, de hecho, era todo lo contrario, era una demostración de poder: había que hacerlo de modo firme, fuerte, potente… dejar muy claro que se tenía el control… y más siendo mujer. El tacto social al que ella estaba acostumbrada, no tenía nada de la cordialidad y candor del abrazo de Paz, de hecho, Ágata había olvidado, por completo, que el contacto físico también puede expresar amor.

Pero ese inesperado viaje a emociones olvidadas, y su regodearse en él (parte del pack turístico de los dioses, sin duda), exigió pronto un peaje por parte de la arquitecta: apenas acababa el abrazo, abrió los ojos, y vio a León, sonriendo y dándose la vuelta para llevar el vino a la cocina.

“León”, pensó Ágata, su primer romance, el amor de su vida. Cuando se sentaron a la mesa, fue una tortura, durante toda la cena, tener a Paz en frente y a León a un lado, ¿cómo lo miraría con naturalidad?, ¿cómo podría saborear, con los ojos, al hombre en el que se había convertido frente al adolescente al que había conocido?.

Aquella amalgama de emociones, la llevó, una vez más, a rememorar un pasado que creía haber dejado atrás, pero que ahora, volvía a vivir en ella: se acordó de los grandes tiempos de “las juntas”… ah, ¡qué orgullosas se sentían de ese mote!, especialmente cuando decidieron ser arquitectas… “estaba predestinado” manifestaba la jovencita Ágata “¡nos pusieron apodo de elemento arquitectónico!”… hoy día, a nadie se le pasaría por la cabeza motejarla, para eso tienen que ver, sentir, algo por ti, lo que sea… y la profesional no era para los demás otra cosa que eso.

¡Pero qué combinadas estaban siempre “las juntas”!, ¡hasta cuando les gustó un chico, fue a la vez, y fue el mismo!, ¡cuántas conversaciones sobre lo guapo y genial que era León mantuvieron!… pero Ágata se adelantó, sentía que estaba en su derecho, al fin y al cabo, de las dos, la verdaderamente popular, guapa, simpática y querida era Paz; la futura gran arquitecta, una jovencita más bien seria y demasiado natural, se sentía sólo como la acoplada que venía con el pack; así que lo merecía, merecía tener al hombre, tener esa compensación… por lo que, directa y segura, como era ella (o estaba aprendiendo a ser), le pidió salir a León. Y este dijo que sí. Y se convirtieron en la pareja más popular e inverosímil del instituto.

Sorprendentemente, al menos al principio o en apariencia, y más teniendo en cuenta las circunstancias que se habían dado, una vez más, la amistad de “las juntas” consiguió superar, para sorpresa de propios y extraños, la prueba del noviazgo de una de ellas: nada cambió, únicamente el número de los componentes del grupo, la pareja se convirtió, con toda espontaneidad, en un trío que estaba junto a todas horas, y no había ni rastro de rencores, celos o problemas entre ellos; aquello que al resto parecía extraño y casi incestuoso, a ellos tres les resultaba de lo más natural.

León no quería ser arquitecto (ni tampoco alcanzaba las calificaciones para ello), claro, hubiese sido ya demasiada casualidad, pero apoyaba la aspiración de ambas jovencitas, las animaba a salir adelante y dejaba que compartieran todos sus proyectos con él, aunque no siempre los entendiese.

Y entonces llegó la noticia, el tsunami que lo hundiría todo, el maremágnum que barrería para siempre al trío y que se convertiría en la comidilla de todos quienes los habían conocido: Paz estaba embarazada. La pregunta lógica “¿de quién?” tenía una contestación demasiado obvia como para no encontrar una pronta respuesta, al fin y al cabo, ¿con qué chico estaba ella siempre?, ¿con quién se la veía continuamente?… y la respuesta, cruel e implacable, cayó pronto, como un rascacielos durante el más terrible de los terremotos, sobre una inicialmente incrédula Ágata. Pero era así. Ambos habían confesado: Paz y León iban a tener un hijo. Primero se lo contaron a sus padres, después se supo abiertamente, todo se enrareció en el lugar, y finalmente, de un día para otro, el trío dejó de llamarse, como si hubiese sido por una imposición suprema externa… posiblemente, no ayudó en absoluto, y fue un gran error por parte de Paz y León, nunca haber hablado directamente con Ágata, ser tan extremadamente cobardes como para fingir que no pasaba nada hasta que todo se desveló publicamente, cuando ya fue absolutamente inevitable… pero visto desde su punto de vista por un momento, sólo hacían algo tan comprensible y humano como intentar alargar, aprovechar un poco más, hasta el límite, la vida y la felicidad que sabían que iban a perder para siempre.

Se diría que Ágata entró en shock, aunque si fue tal cosa, está claro que no salió de él hasta el día de la cena, pues el último año del instituto, contrariamente a lo que hubiera sido imaginable y comprensible, es decir, que se abandonase totalmente a sus emociones y acabase presa de un abatimiento o ira fulminantes, se centró totalmente en sus estudios, de un modo furioso, insano, torturador, martirizador: nadie visibilizó una emoción en ella el resto del curso.

No le fue difícil llevar a cabo su propósito: a pesar de tener la compasión de la gente en general (¿y qué es la compasión, acaso se vive de ella?), lo cierto es que el tandem, Paz-León funcionaba mejor para la mayoría, y que fueran a tener un churumbel, tan jovencitos, les daba incluso un aire más simpático… y no les restaba la necesaria piedad por el futuro truncado que se les presentaba, lo que también ayudó mucho a apaciguar las malas lenguas… Ágata se quedó sola.

Así, mientras la futura arquitecta, cual si fuera su venganza, iba coleccionando calificación espectacular tras otra; Paz elegía ropa y cochecito de bebé… y entre ellos no se hablaban, los que siempre habían estado juntos, de repente, parecía como si no se hubiesen conocido nunca en la vida.

De ese modo, al final del curso, Ágata conseguía un título académico, y Paz, un hijo… sin embargo, aún antes de lo que pareció una huida (hacia delante, la universidad o donde fuera) la futura arquitecta aún tuvo tiempo de oír que su antigua amiga había dado a luz un niño… el chico que ahora tenía delante, sentado también a la mesa.

Cuando se lo presentaron, a él, a su hermana, ambos ya correctamente dispuestos para la cena en el salón, y este la saludó alzando la mano además de con una sonrisa (atractivo y encantador como su propio padre); no pudo evitar pensar que ese era el hijo que le habían robado, el hijo que tendría que haber tenido con León… no como lo hizo Paz, por supuesto, más adelante en el tiempo… pero aún así, se trataba del hijo que no tenía. Que nunca tendría. Aquellos eran los hijos, sintió, a los que jamás les daría los muñecos que había vendido. La familia que le habían robado.

“No he venido aquí por León” se dijo Ágata. Mentira. Mentira podrida. Se estaba engañando a sí misma, incluso mintiéndose a sí misma. La verdad es que esa era una de las mayores razones (sino la principal) por las que había aceptado la invitación, aunque no lo quisiese reconocer. Y no por la típica reacción psicológica, no saludable, por la que determinadas personas espían las redes sociales de otras, que difícilmente volverán a sus vidas; sino más bien, exactamente por lo contrario: necesitaba cerrar ese capítulo, destruir, derruir ese ideal… ¿y qué hay mejor para hacerlo que viendo el inclemente, inflexible y despiadado quehacer del tiempo?, ¿que podía ser mejor para acabar con el mito adolescente, que ver a al hombre gordo, calvo, torpe, dejado, avejentado y con pelos en todos los sitios menos atractivos posibles, en el que se ha convertido? pura terapéutica medicinal.

Pero los dioses no fueron compasivos ni complacientes con Ágata, sin duda León ya no era el jovencito que había sido, pero en su madurez conservaba un gran atractivo: tenía todo el pelo (y algunas canas oportunamente puestas, en la barba también, que, para la arquitecta duplicaban su encanto), y aunque no se podía decir que estuviese delgado (o no como lo había estado), la subida de peso le había favorecido y le daba un tono más fuertote y de mayor masculinidad… para enorme dolor y zozobra de la arquitecta, era el marido soñado, el esposo perfecto… tuvo que ejercer toda su entrenada capacidad de autocontrol para no imaginarse como hubiera sido la vida con él…. ¿pero dónde hubiera sido esa existencia, esa encantadora vida familiar con la que ahora se embelesaba?, ¿dónde hubieran criado a aquellos hijos?, ¿en su espantoso ático minimalista por el que apenas pasaba?, ¿ese que bien hubiera podido ser, y de hecho lo fue, parte de un reportaje de una revista de interiorismo?… muy estiloso, sí, a la moda del momento, también… pero absolutamente frío e impersonal. También era lógico, ella no había hecho, puesto o aportado nada allí: la decoración había sido realizada por un prestigioso y multipremiado diseñador de interiores que colaboraba a menudo con el estudio de arquitectura; uno de sus “amigos” (una manera, como cualquier otra, de llamar a lo que realmente es un contacto en una rueda de beneficios).

Sin embargo, a Ágata, una persona que había hecho su tesis universitaria sobre el flamante, abarrotado y abigarrado barroco napolitano; se puede entender que su propia casa, el lugar que supuestamente tendría que llamar hogar (o al menos al que iba a dormir), la repugnase. Pero era práctico. Y para el tiempo que pasaba allí, que no era casi ninguno (pues siempre estaba trabajando, y los escasos momentos en que se hallaba en su piso, también tenía que hacerlo, de modo que no se podía relajar lo suficiente como para apreciar su propio domicilio), pues un estilo así era útil y sencillo, no daba ningún esfuerzo… era pragmático.

Además, cuando tienes que utilizar tu casa también para negocios (y así dar una falsa sensación de intimidad), no puedes tenerla como quieres, sino como esperan que la tengas: los clientes te van a juzgar por lo que vean en ella, y más siendo arquitecta… de modo que, al final, su piso se había terminado convirtiendo en una extensión de su despacho en el estudio.

Sí, ¡qué gracia!, ¿te lo puedes imaginar?, ¿se iba a llevar a León de su precioso y confortable hogar, adornado sin el gusto de la moda pero con satisfacción, a su decorado comercial?, ¿iba a arrancarle de lo agradable y cálido, para encerrarle en su iglú de acero, cristal y blanco por doquier? a quién quería engañar, ni ella quería estar allí. Pero formaba parte del juego, y había que jugarlo: tener la casa adecuada, en el barrio adecuado, en la ciudad adecuada… todo muy… adecuado… “excepto para mí”, pensó Ágata, perdiendo el control sobre un pensamiento rebelde por un momento.

-¿Te gusta? -preguntó Paz a la arquitecta con un disimulado tono de ansiedad- perdona, se me ha pasado un poco….

-Lo que importa es la intención, te has pasado la tarde cocinando, has sacado lo mejor de tu repertorio… -interrumpió León.

-Esto a nosotros sólo nos lo hace en fiestas -apuntó la hija, simpática.

-¿Pero qué tonterías decís? -reaccionó Paz un tanto nerviosa- si sólo he cocinado un par de cosas que tenía por ahí, como siempre….

-Sí, por ahí en el congelador, esperando a las próximas fiestas -rió jovial el hijo.

-Está delicioso -cortó Ágata- hacía mucho que no comía nada igual.

-¡Oh!, exagerada -respondió Paz sonrojándose- seguro que es la frase de cortesía que les dices a tus amigos chefs, ¿dónde tiene exactamente el restaurante este último, tan conocido, que sale en la tele, y al que le hiciste el último local… sí, ese todo acristalado, hasta el techo, y un poco metido en el mar, en esa playa tan bonita? a León y a mí nos gustaría ir algún día, si vamos de vacaciones por la zona….

En realidad, Ágata decía la verdad más absoluta, desde la cocina de su madre, prácticamente no había vuelto a tener un sustento casero, cuando era joven, como la mayoría, prefería la comida basura, y no apreciaba el encanto de una alimentación sana; y cuando creció… se dio cuenta de que ni siquiera sabía cocinar, no había tenido tiempo para aprender. Una cosa lleva a la otra, y un estilo de vida tiene determinadas exigencias, así que, si tenía tiempo para comer, iba a un restaurante, y si no, pues lo mismo que muchas cenas, encargaba algo para mantenerse en pie mientras continuaba trabajando, más y más horas en el despacho… aunque, en demasiadas ocasiones, no había mucha diferencia entre comer allí o en un local, no en vano, “comida de trabajo”, se llama así porque es precisamente eso: trabajo. ¡Ja!, si hasta sus populosas cenas y fiestas “íntimas”, en la “calidez” de su iglú, las servía el catering habitual del estudio… todo orgánico, eso sí… a lo mejor hasta resultaba que eso era comida casera y no la reconocía porque ya ni se acordaba de cómo era… ¿y quién lo sabía?, ¿acaso había visto cómo la habían realizado?, ella pagaba y ellos se lo traían todo hecho; porque la inmensa cocina de su apartamento estaba sin usar, inodora y aséptica; no como la de Paz, desde la que se filtraban, inevitablemente hacia el salón, agradables aromas, promesas de agradable tiempo familiar que compartir….

-¿Os importa que fume? -exclamó Ágata interrumpiéndose a sí misma y a su propio hilo de pensamiento. Era una pregunta de protocolo, de cortesía (como todas las que ella ahora hacía), en realidad, no llegó a haber respuesta, apenas un gesto de aceptación antes de que ella sacara los cigarrillos que tanto necesitaba.

Tal vez aquella sana familia, ejemplo de la virtud consanguinea, no tuviera aquellos repugnantes vicios, y tal vez incluso les asquearan; pero toda la cena había sido para Ágata una demostración de que ella no era como ellos, de que su apacible vida llena de cariño le era inalcanzable (¡qué gracia que pudiese pensar, en su soberbia, que de algún modo ella pudiera humillarles a ellos cuando toda la velada había sido una constante exhibición de aquello que ella no podía tener, de todo lo que había perdido!, “¿y si ha sido una trampa y he caído en ella?”, pensó por un segundo… no, reflexionó descartando rápidamente la idea, ellos no eran como sus “amigos”, sus compañeros de la gran capital…); así que necesitaba rebajar su ansiedad ante aquella visión de perfección hogareña, ante aquel triunfo doméstico que parecía sacado de uno de los empalagosos trabajos de los publicistas que conocía.

Fumaba mucho, muchísimo; le estaba trayendo incluso problemas de salud; pero cuando llegas a determinados niveles, tienes que encontrar maneras de mantener el control, rebajar la ansiedad… y desde luego, su vicio no era el peor ni el más peligroso: había visto directamente a colegas, e incluso jefes, inyectarse o esnifar cosas para poder mantenerse en pie, activos y entregar proyectos en plazo… tampoco le extrañaba, quién más, quién menos, tenía algún recurso; pues sinceramente, no veía mucha diferencia entre ellos y aquellos que tenían fuertes medicaciones recetadas (drogas también, al fin y al cabo) para poder, siquiera, tener un segundo de relax o dormir alguna vez.

No podía quejarse, o decir que no sabía nada: había aprendido el precio del éxito hacía mucho tiempo; durante un largo, tortuoso y complicado camino de años; entre otras ocasiones, una vez cuando aún era una joven, estaba empezando… y tomó sus propias y conscientes decisiones; en aquella época, un cliente se propasó con ella en medio de una reunión… cuando su jefa la encontró, asustada, llorando en el baño; tras contárselo, la superior le dijo “¿no irás a ponerte emocional ahora?, ¿no irás a echar por tierra el trabajo de todos?, ¿sabes lo que supondría perder este proyecto, para el estudio… y para ti?”. El mensaje estaba muy claro. Ella tenía que tomar una decisión. Y la tomó. Volvió a la sala de juntas, y sonrió como si no hubiera pasado nada. Años más tarde, fue su jefa la que se puso “emocional”: sufrió una crisis nerviosa repentina (ni siquiera hubo una razón concreta, simplemente el vaso se colmó, estalló sin más) y acabó siendo despedida por ello. Un tiempo después, Ágata ocupaba su puesto.

Quizás fue en esa época cuando decidió adoptar el peinado que aún llevaba: si no la percibían como una mujer, no sufriría las consecuencias de ello en todos los aspectos; y así, menos posibilidades de acoso, menosprecio, prejuicios… etc. No le gustaba, pero era práctico (maldita, repetitiva y lapidaria palabra). A veces, al mirarse al espejo, después de terminar el corte, se sentía como si fuese santa Juana de Arco, una vez más, preparada para continuar con su particular guerra de los cien años… o para ser martirizada en la hoguera; aunque, al contrario que la doncella de Orleans, a ella le costaba saber por qué luchaba, ya que su sueño, su ideal, lo que realmente quería hacer, había muerto hacía muchísimo tiempo. Tal vez lo hizo el día en que volvió sonriendo a aquella sala de juntas; o quizás cuando permitió que sus planos fuesen firmados por sus superiores mientras ella, a su vez, autografiaba mentalmente un invisible contrato de venta de su alma… o quizás fueron todo el conjunto de experiencias parecidas, vividas y sufridas durante años y años, en los que se demostraba que nada era, ni iba a ser, como lo había querido e imaginado.

¿Aunque no era eso acaso lo que le habían enseñado en la universidad? de hecho, era lo único que había podido aprender: inmoralidad y falta de ética. Nada había sido como esperaba, con aquellos profesores estirados, absolutamente incultos, alejados de la realidad, carentes de verdadera preparación; ellos y sus teorías pasadas, desfasadas. Además, por supuesto, tampoco había conseguido las prácticas dónde tanto había querido y aspirado, no tenía los contactos, así que su ilusionada carta de presentación sólo recibió una respuesta tipo; mucho se tuvo que arrastrar y humillar para conseguir unas malas prácticas, indecentes… sin futuro, una y otra vez. La vida, había terminado por descubrir, no se trataba de cumplir sueños… y quien pensaba eso, acababa mal.

-La niña -apuntó Paz mientras echaba hacia atrás su exuberante, rizada y libre melena morena, que rápidamente provocó la envidia de Ágata-, está pensando en estudiar arquitectura… ¡es como nosotras!, ¿te acuerdas?, me haría una ilusión que fuera a la universidad, como yo no pude ir….

La hija devolvió una mirada de extrañeza a la madre.

-Sólo dije que aquel edificio me gustaba, y que debe ser bonito hacer algo así… -dijo la chica, demasiado joven como para ser consciente de lo poco que importaba su opinión en aquel contexto, y de que, aunque se la mencionase, aquello no tenía nada que ver con ella.

-Hace muy bien -replicó Ágata- la universidad es muy importante.

-Bueno, yo no he ido y tampoco me ha ido tan mal -participó León, mientras Paz le enviaba a su marido una sonrisa que, disimuladamente, quería decir “cállate la boca cariño, no nos dejes en evidencia”.

-Pero es que tu siempre has sido muy mañoso, la universidad es para inútiles como yo, que lo único que sabemos hacer es pensar, y pensar, y pensar… -rió la arquitecta junto con el resto de la mesa.

Mañoso sí. Qué manos (y qué oportunidad, su intervención en la conversación, para volver a mirarle). Lo que daría por volver a tener sus manos sobre ella, pensó Ágata. Aunque llegados a este punto, las de cualquiera. Se había esforzado tanto por protegerse, se había escudado tantísimo, había construido a su alrededor tantas barreras… que ahora nadie se molestaba ni en intentarlo. Es curioso como el éxito atrae y a la vez espanta. Peor aún, ella misma no sabía como salir de su prisión, o si siquiera quedaba algo más que esa cáscara. No estaba segura de si sería muy injusto echarle la culpa de todo a León, por haberle causado un trauma tan profundo siendo tan joven… lo cierto es que hasta desarrolló una cierta androfobia en sus primeros años universitarios… y cuando la podía haber superado, bueno, pasaron otras cosas… ¿pero de qué se quejaba? si había conseguido exactamente lo que quería, de hecho, había tenido un éxito rotundo y absoluto: todo el mundo la veía, solamente, como a una arquitecta; y nada más…. Por otro lado, si daba igual, ¡qué tonterías!, ¿cuándo iba a tener tiempo para dedicárselo a una relación?, ¿acaso quería la distracción de los conflictivos divorcios de sus compañeros? tener vida personal es un lujo, y ella era demasiado rica como para poder comprarlo.

-¿Esa es la marca de cigarrillos que fuman los políticos? -preguntó León, deseando que su mujer se hubiera equivocado.

-Sí, está de moda en determinados círculos -aclaró Ágata- ¿queréis uno?.

El hijo, curioso, acercó la mano, pero su padre cortó el gesto rápidamente diciendo:

-¡Qué va, sentiría que me fumo un billete de los grandes!.

Las risas forzadas volvieron a llenar la habitación mientras Ágata pensaba en lo mucho que ganaba… y lo mucho que gastaba. No sólo por los demoledores impuestos de un estado que pretende sangrar por todo; nadie se imagina lo caro que es tener dinero… y moverse con gente que lo tiene; de repente, cosas absolutamente innecesarias y superficiales, se vuelven elementales: hay que dar una apariencia; si te mueves en determinados círculos, tienes que actuar como ellos, encajar socialmente; las habilidades a ese nivel, te llevan a unos contactos, y esos a otros mejores… y todo ello tiene un precio, hay que tener una imagen, y esta a veces lo es todo. Así, si el estudio de arquitectura en el que trabajaba no estuviera en un rascacielos de la mejor zona de negocios de la ciudad, sino en un coqueto loft de un pequeño y apartado barrio… no tendrían los clientes que tenían, ni conseguirían los logros que alcanzaban. Incluso aunque su trabajo fuera el mismo. Tan cierto como cruel.

Y como la fachada es lo que cuenta, había que, una vez más, renunciar a quién se era para mimetizarse con el entorno, ¿o acaso hubiese conseguido, por ejemplo, el contrato para musealizar el palacio de aquel Duque si no hubiese llevado encima, muy oportunamente, una de las pitilleras exclusivas de la joyería, de la cual su noble familia era cliente desde hacía generaciones?, ¿acaso había habido mejor introducción, precedente y preparación, para la conversación que realmente importaba, la de negocios, que el hecho de que Ágata tuviese tan buen gusto como para haber escogido y comprado, exactamente el mismo objeto precioso, que el aristócrata había elegido y regalado a la Duquesa por su aniversario?, ¿qué mejor prueba para valorar una buena futura sintonía, coincidencia de gustos y criterios?… y esto no dejaba de ser clave, pues esta era otra terrible lección que también había tenido que aprender Ágata: muchas veces no se decide por lo profesional, sino por lo personal; tener cosas en común, frecuentar los mismos sitios… crea conversación, vínculo… y es de una gran ingenuidad pensar que el talento sirve de algo sin los contactos adecuados; de hecho, no sirve de nada, ¡tantos han triunfado sin un ápice de él y otros se han muerto de hambre rebosando de ello!… el mejor proyecto del mundo, el más brillante, trabajado y elaborado, podía ser tumbado por un mero y burdo amiguismo. Aunque eso ya lo sabía de la universidad, al fin y al cabo, ¿de qué le servía tener razón si las calificaciones las ponían otros? quien tiene el poder, impone su razón, y al final, es la que vale.

A veces, dándose cuenta de todas estas cosas, la arquitecta se sentía como una prostituta de lujo… por eso, la cena estaba resultando de lo más indigesta: el espectáculo, en función continua, de toda esa paz, tranquilidad, naturalidad, afectos sinceros y mutuos… el hecho de que pareciese que aquella casa se hubiese quedado atrapada en un tiempo perdido, por el que Ágata sólo podía sentir nostalgia, comenzaba a resultar insultante, ultrajante… y le producía una envidia atroz… ¿o tal vez sólo tenía revuelto el estómago porque hacía una eternidad que no digería algo que saliese de una cocina normal? quizás todo era lo mismo.

Tal vez por eso, poco después de terminar el café, y a lo mejor también para evitar más incomodidades o situaciones forzadas, Ágata anunció que se tenía que ir, que aún no había preparado el equipaje y que mañana tenía que marcharse.

-¡Ah!, ¿pero te vas de verdad?, ¿cuando vuelves? -dijo Paz, mientras la arquitecta se encaminaba al vestíbulo, donde el ama de casa le acercó y ayudó a ponerse su suave abrigo.

-Pues no sabría decir… pero esto tenemos que repetirlo -respondió Ágata.

-¡Desde luego!, no podemos volver a perder el contacto, toma: este es mi teléfono -contestó mientras sacaba de una cómoda, un papel viejo que originalmente era una factura, lo rasgaba, y escribía a bolígrafo, con torpe letra, los números de su móvil.

-Gracias, este es el mío -respondió la arquitecta, mientras entregaba una elegante tarjeta, sacada de su exclusiva cartera, y cogía el papelucho que su antigua amiga le estaba dando.

-¡Adiós, ha sido un placer verte! -dijo León, mirándola desde la lejanía, concretamente desde el sofá, donde estaba sentado con sus hijos delante de la televisión, completando una perfecta estampa de preciosa armonía y felicidad familiar.

“No sabes cuánto”, pensó Ágata.

Según la puerta de la casa se cerró tras la arquitecta, un poderoso escalofrío se apoderó de ella, e hizo que su cuerpo temblara como no lo había hecho en años. El calor volvía a abandonar su vida, posiblemente para siempre.

No fue lo más sorprendente que pasó, de hecho, lo más asombroso fue que, a medida que comenzó a andar con prisa, el frío se volvió, repentinamente, más intenso en su cara, debido a la humedad de una gota que… no sabía como había llegado allí; ¿de verdad había salido de sus ojos?, pensaba que había olvidado lo que era llorar… otra de las múltiples cosas que no se podía permitir y para las que no tenía tiempo.

Así que miró por última vez el domicilio de Paz; a continuación, arrugó levemente el papel que el ama de casa le había dado, y lo tiró en una papelera; que pareciera que el destino hubiese colocado, ex profeso, justo en frente.

Después continuó hacia delante, desbocadamente hacia delante, como uno de esos caballos a los que ponen anteojeras… sin mirar atrás.

Domingo 7 de febrero: León

Mientras salía aquel día de casa (curiosamente, a la misma hora a la que, unos días antes, se iba también Ágata), León no pudo evitar acordarse de la mañana siguiente a la cena, cuando, al dar los mismos pasos para irse de la propiedad, su mirada se posó, mientras esperaba antes de cruzar la carretera, en un papel arrugado que rodaba por el suelo… y su instinto le obligó a cogerlo para confirmar la sospecha que tenía: era el trozo de hoja que su mujer había entregado a su antigua amiga.

“Mejor” pensó León.

El hombre acabó por percibir, con sorpresa, que la cena fue, curiosamente, para Paz como una vacuna, o como si hubiese necesitado alcanzar el paroxismo del enfebrecimiento para que se pudiera comprobar si la paciente iba a morir… o volver a la normalidad. Por fortuna fue lo segundo.

León aún no podía estar seguro de esto último apenas una noche después, pero tenía claro que si algo no iba a facilitar su convalecencia, sería ese descubrimiento, así que se aseguró de devolver el papel a dónde pertenecía, pero esta vez, en un lugar lo suficientemente alejado como para que nunca volviese a sus vidas.

No es que no le doliese, el día anterior había visto como su esposa guardaba la tarjeta que le habían dado como si fuese un material precioso… pero le tranquilizó mucho comprobar que lo hacía sólo para tener un buen contacto para sus hijos… especialmente para ella, la futura arquitecta, la que debía realizar y conseguir lo que no había logrado su madre… qué extraño fue para León sentir dolor y alivio a la vez, ¡su hija arquitecta!, ¡por favor, por más que presionase Paz, bastante suerte tendrían si conseguía sacar la educación obligatoria!… pero en alguien había que poner las esperanzas, el hijo hacía ya tiempo que había demostrado ser un bala perdida que había frecuentado las peores compañías posibles, con la consecuencia lógica de acabar teniendo problemas con la ley… ¡cuánto se había gritado, llorado y discutido por y con ellos en aquella casa!… en fin, al menos así, no habría que llamar a Ágata de nuevo, y volver a escenificar aquella falsa familia de serie televisiva.

A veces Paz, había echado la culpa de todos los problemas que habían tenido a que eran demasiado jóvenes para tener hijos, que no estaban preparados… pero nadie lo está nunca; además, los hijos se conciben, no se fabrican, son seres humanos, no robots, y por tanto, con capacidad de libre albedrío para tomar sus propias decisiones… ¿y qué se puede hacer con eso?.

Quizás, y en eso León no dejaba de sentir cierta culpabilidad (por si sus problemas de pareja habían repercutido a su descendencia), tampoco había ayudado que su matrimonio no hubiera sido ningún camino de rosas, y pleno de dificultades desde el principio. Efectivamente él aún era muy joven y no sabía quién era. Sin duda quiso a Paz y a Ágata a su manera, pero ninguna era el amor de su vida, con quien hubiera deseado estar… y de repente, se encontró comprometido, anclado y atrapado de por vida con algo que sólo debiera ser pasajero… con el tiempo y la convivencia, la frustración se volvió evidente; Paz acabó por sentirse cada vez más suspicaz, sospechosa de su marido, y finalmente, tras tener la oportunidad de investigar su móvil, descubrió los verdaderos sentimientos de León.

Hubo una separación. A punto estuvo de haber divorcio. Pero no compensaba; ¿qué iba a hacer Paz sola y con dos hijos?; y León, ¿cómo se iba a presentar ante la gente después de todo lo que había pasado? porque aquello no era la gran ciudad, no había posibilidad de esconderse… ¿y de dónde iba a salir el dinero para el divorcio y sus consecuencias? ya no eran niños (nunca más) tenían que ser responsables y hacerse cargo de sus actos. Fue así como Paz y León hicieron un pacto silencioso no hablado: aunque su matrimonio era una farsa (¿pero cuál no lo es?, ¿existe el matrimonio perfecto?) se respetarían mutuamente, seguirían adelante juntos… y se pusieron la excusa típica “por los niños”.

Visto con perspectiva, costaba saber si había servido de algo. O quizás, y recordando sus reflexiones anteriores sobre la crianza de los hijos, León entendió que no importaba, porque una vez que se conocieron y aceptaron mutuamente, surgió entre ellos aquello que verdaderamente mantiene unido un matrimonio al final: el cariño… aunque fuese a base de una forzosa convivencia.

Estas reflexiones de León, se interrumpieron cuando llegó a su destino: un lugar arbolado, oscuro, con un punto siniestro; por donde merodeaban otros hombres con miradas turbias; entonces, el marido de Paz se quedó observando fijamente a un joven que, por edad, podría ser compañero de estudios de su hijo (y quizás lo era o lo había sido), aunque a León le llamó la atención porque, con lo que las sombras permitían intuir o imaginar de él, le recordaba al compañero del equipo de fútbol al que más había querido cuando estaban en el instituto… entonces el joven se le acercó, se arrodilló, y le hizo una felación.

Espiar a nuestros hijos adolescentes

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