Nan había jugado un juego peligroso. Pertenecía a las Fuerzas de Seguridad de la Burbuja, pero había aceptado sobresueldos de una de las Empresas Religiosas que dominaban la ciudad extraoficialmente. Eso no solo engrosó su cuenta de créditos, sino que además le hizo manejar información privilegiada que pudo vender a una segunda empresa. Y el hecho de que esa segunda empresa estuviera interesada en la primera era un dato interesante para una tercera, que pudo adelantarse a los movimientos de sus competidores y la recompensó con mucho más dinero.
Las tres empresas entraron en guerra y todavía pudo arreglárselas para jugar a varias bandas durante un tiempo, hasta que fue descubierta. Entonces, se convirtió en objeto de venganza para las tres empresas más importantes de la ciudad y mandaron a sus fuerzas de seguridad privadas tras ella.
En cuanto lo supo, hizo una transferencia que vació su cuenta de todos los créditos que había ganado y se encerró en su habitación del pánico, donde tenía todo tipo de consolas con softwares de seguridad que le permitieron poner en serios aprietos a sus sitiadores. Ayudaba bastante que pertenecieran a empresas rivales, y se las arregló para generar algunos combates entre los tres grupos de asalto, pero al final acabaron llegando a la puerta de su último refugio.
Miró el reloj y suspiró hondo: tenían buena tecnología para abrir su puerta tarde o temprano. Esperaba que sus defensas aguantaran lo suficiente, pero ellos avanzaron muy rápido. Cuando saltó la alarma indicando que la penúltima de sus defensas había caído, se agachó, arma en mano, y esperó para vender cara su vida cuando entraran.
Fue entonces cuando escuchó la explosión y el sonido de la lucha fuera. Suspiró, aliviada. Habían llegado los refuerzos. Aun así, cuando se hizo el silencio, mantuvo la guardia alta hasta que una de sus consolas comenzó a emitir un viejo himno de Cazbengol y la puerta de su habitación del pánico comenzó a abrirse sola.
Nan soltó una carcajada y corrió a abrazar a Zana. El resto de los Incursores del Ocaso les dejó unos segundos de intimidad antes de urgirles para que salieran de allí cuanto antes. Nan cogió la pequeña mochila donde había guardado las pocas pertenencias que había decidido conservar y activó los mecanismos de autodestrucción del que había sido su hogar tantos meses.
Había costado conseguir una identidad falsa para que la aceptaran en las Fuerzas de Seguridad de la Burbuja pero, una vez dentro, había sido fácil sembrar el caos aceptando sobresueldos de varias empresas y pasando a los Incursores toda la información interesante que conseguía para perjudicar a sus empleadores y mantenerlos ocupados en sus rencillas mientras varias bandas de Incursores se preparaban para sabotear sus puestos avanzados en el exterior.
Su transferencia había dado la señal de ataque, y además ayudaría a financiar futuras incursiones. Pero eso, para Nan, podía esperar. Después de tanto tiempo viviendo en esa horrible burbuja, necesitaba un buen baño de naturaleza y Zana le había prometido que se tomaría unos meses de descanso para acompañarla. Luego, volverían a la lucha: la ambición de las Empresas Religiosas no tenía límite y las bandas de Incursores necesitaban todos sus recursos para contenerlas.