La consigna de esta semana es hacer que el relato termine con "No había nada más que pudiéramos hacer".
Cuando llegamos al pueblo, la Fiebre se había extendido y más de la mitad de la población estaba a punto de cambiar. Les habíamos dicho repetidas veces lo que debían hacer si había algún infectado, pero ellos seguían fieles a sus creencias.
En vez de quemar al desdichado antes de que contagiara a los demás y poner en cuarentena a los que tuvieron contacto con él, los habían aislado a todos juntos con la esperanza de que se curaran. Como si los pocos que hubieran quedado sanos no se fueran a contagiar al estar cerca de los enfermos. Como si alguien hubiera conseguido volver a ser él mismo después de la Fiebre. O como si cualquier pequeño bicho que se escapara de la habitación por cualquier rendija no pudiera transmitir la enfermedad.
Los pueblerinos no infectados nos suplicaron que salváramos a los suyos, pero no había salvación posible para ellos más allá de las llamas. Cuando entendieron eso, se rebelaron y nos atacaron con todo lo que tenían para defender a sus seres queridos. Fue una estupidez, ¿qué podían hacer un grupo de pueblerinos armados con hoces y guadañas contra los magos del Emperador?
Los que sobrevivieron al primer asalto contra nosotros se reagruparon fuera del edificio en el que estaban los enfermos. Luego, cuando vieron que en el cuerpo a cuerpo no podían vencernos, se refugiaron en el interior e intentaron espantarnos a flechazos.
Los muy idiotas ahora compartían aire con los infectados y no tardarían en convertirse también en uno de ellos, así que rodeamos el edificio y conjuramos las llamas purificadoras. Los gritos de dolor nos siguieron mientras abandonábamos el pueblo fantasma. Odiábamos tener que hacerlo, pero era la única forma de contener la enfermedad. No había nada más que pudiéramos hacer.