El fae frecuentaba el mirador que estaba al lado del camino de los peregrinos. Incluso había construido un pequeño templete con una hamaca para estar más cómodo, donde varios viajeros habían conversado con él. Así pues, todas las jóvenes que anhelaban vivir un romance apasionado con un ser mágico empezaron a visitar el lugar adrede, pero él nunca se les apareció; le interesaban los peregrinos de verdad para conocer sus experiencias y podía detectar cuándo lo eran y cuándo iban al mirador para buscarle.
Lara, cuando escuchó las quejas del fae, que se las había transmitido a un viajero con el que se puso a charlar, decidió hacer la pantomima más elaborada. Cargó unos cuantos fardos en su caballo y se puso ropa de viaje nueva y despampanante, tras lo cual empezó a dar vueltas y más vueltas por la campiña hasta que su montura estuvo lo suficientemente cansada. Luego, la dirigió al camino y cabalgaron hasta el mirador, donde hicieron un alto.
El fae no era tonto y además ya la había visto antes frecuentar el mirador con sus mejores galas, pero le hizo gracia el intento y decidió darle una oportunidad. Transformado en un humano, apareció en el mirador como un viajero más que iba a tomarse un descanso en el camino e intentó charlar un rato con ella. No obstante, ella estaba más preocupada en mirar de un lado a otro en busca del fae y en poner poses sensuales que en conversar.
El fae no tardó en cansarse y se marchó como había llegado: fingiendo ser humano. Lara, por su parte, tardó un poco más de tiempo en perder la esperanza y abandonar. Nunca supo lo cerca que había estado de su objetivo y, como todas las demás pretendientes, acabó por cansarse de hacer el tonto en el mirador y buscó un joven humano con el que emparejarse.
De todas formas, para entonces el mirador ya estaba vacío. El fae, tras ese día en que se convirtió en humano, tuvo una idea. En vez de quedarse en ese lugar privilegiado para hablar con los peregrinos y conocer sus experiencias, se disfrazó de humano y las vivió de primera mano.