Jesús estaba completamente pálido. Se agarraba con fuerza al volante del coche mientras conducía a través de una desierta carretera secundaria. Había decidido tomar aquel camino ya que, al ser una carretera poco transitada, encontraría menos obstáculos en su recorrido. Era más seguro viajar por esta vía, ya que algunos tramos de la autopista estaban bloqueados por multitud de vehículos abandonados, o que habían sufrido algún accidente el día que tuvo lugar el apocalipsis.
La pierna le dolía horrores, pero no le quedaba más remedio que aguantar el dolor y conducir si quería llegar a tiempo a la estación espacial. Aunque el dolor de la pierna era lo que menos le importaba en aquel momento. Se sentía fatal por lo que había hecho. La culpa le atormentaba por haber asesinado a Iván. Le había matado con sus propias manos. Después de que este le hubiera salvado la vida en diversas ocasiones. Después de que este le hubiera curado la pierna, y le hubiera ayudado a moverse y alimentarse cuando ni siquiera era capaz de ponerse en pie.
¿Cómo había podido hacer algo tan terrible?
Jamás se lo perdonaría.
Debería haber buscado una alternativa, pero en aquel momento no lo pensó. Se asustó. El miedo le hizo actuar de aquella manera. El miedo a la muerte. No estaba preparado para morir, y mucho menos de una manera tan horrible. No, lo único que le importaba en aquel momento era llegar a la estación espacial y salir de aquel horrible planeta en el que se había convertido la Tierra.
Intentó pensar en otra cosa. Intentó dejar la mente en blanco. Imaginar lo que iba a encontrar en aquel nuevo mundo. Dejar atrás los malos pensamientos y centrarse en la carretera. La muerte de Iván ya no tenía remedio. No servía de nada darle más vueltas.
El joven había dejado su bombona de oxígeno en el asiento del acompañante del coche, junto a una botella de agua de la que iba dando pequeños sorbos de vez en cuando, ya que tenía la garganta seca.
Por si no tuviera bastante con el dolor de la pierna; el traje de protección, junto con las gafas de sol, la mascarilla de oxígeno y la capucha, le dificultaban todavía más la conducción, ya que le impedían moverse con soltura y le hacían perder visión periférica, lo cual era bastante peligroso. Por eso no conducía a demasiada velocidad.
Pasó junto a una señal que decía que solamente faltaban dos kilómetros para llegar a la estación espacial.
El corazón comenzó a latirle a toda velocidad.
Pronto todo acabaría.
En ese momento, algo llamó su atención. A su izquierda, junto a la carretera, vio a un grupo de unas cien personas. Estos llevaban, como era lógico, sus trajes de protección, mascarillas y bombonas de oxígeno; pero lo que realmente sorprendió a Jesús fue que iban armados. Portaban pistolas, rifles y metralletas, y además, muchos de ellos también llevaban colgadas a sus espaldas enormes mochilas, donde seguramente llevarían más armas.
A Jesús le invadió el miedo al pasar junto a ellos, pero estos ni siquiera le miraron. Hicieron caso omiso a su presencia y continuaron con sus asuntos. Al parecer, su objetivo no era robar o asesinar a los supervivientes que se cruzasen en su camino.
Respiró aliviado cuando los dejó atrás. Solo le faltaba meterse en problemas ahora, cuando todo iba a llegar a su fin.
Condujo durante algunos minutos más, y por fin, divisó a lo lejos la estación espacial. El lugar era enorme. Estaba formado por tres enormes edificios blancos, rodeados por una gran explanada de más de doce mil hectáreas. Dicha explanada, estaba completamente amurallada para evitar que cualquiera pudiera acceder a su interior. Sus muros medían más de tres metros de altura.
Jesús detuvo el coche junto al arcén de la carretera. Después, agarró sus muletas y el diploma de Iván, que se encontraban en el asiento trasero; cogió la bombona de oxígeno del asiento del acompañante y se la colgó en la espalda, y seguidamente, se bajó del vehículo.
Avanzó a paso lento por el arcén hasta llegar a un camino asfaltado que se abría a su izquierda, y que llevaba hasta la entrada de la estación espacial. Una valla de más de tres metros de altura recorría y cercaba dicho camino por ambos lados. Jesús comenzó a recorrerlo a paso lento. A medida que se acercaba a la estación, se iba poniendo más nervioso. Le sudaban las manos y el corazón le latía a mil por hora.
Al final del camino, se hallaba una enorme puerta de unos dos metros de altura, que estaba vigilada por dos soldados. Estos estaban armados, cada uno con su respectiva metralleta, y vestían unos trajes de protección especiales de color amarillo, que cubrían todo su cuerpo, dejando a la vista solamente la zona del rostro, la cual estaba protegida por un material especial transparente que impedía el paso de los rayos ultravioleta.
Antes de llegar hasta la puerta, Jesús se fijó en la enorme antena de comunicación que se elevaba al otro lado del muro, y que debía medir más de treinta metros.
La estación espacial era impresionante, como las que solían aparecer en las películas de ciencia ficción.
Finalmente, llegó hasta la entrada. Los dos guardias que la vigilaban le miraron con detenimiento, observándole de arriba abajo.
-Buenos días- dijo uno de los soldados, un joven corpulento de ojos verdes, cuyo rostro estaba cubierto por una espesa barba pelirroja.
El otro guardia, cuyo labio superior estaba cubierto por un frondoso bigote, y sus espesas cejas casi se juntaban sobre el puente de su nariz, observó a Jesús con cara de pocos amigos.
-Buenos días- saludó el joven- he venido por el mensaje de la radio.
-¿Trae algún documento que acredite que es usted personal de primera necesidad?- preguntó el soldado de la barba pelirroja.
-¡Claro!- respondió Jesús- Traigo este título.
Tras decir esto, le entregó el diploma al guardia.
Este lo tomó en su mano y lo examinó con detenimiento.
-¿Tiene algún documento de identidad para comprobar que este título realmente le pertenece?- preguntó el soldado.
Jesús se quedó completamente paralizado.
¿Cómo no había pensado en ello?
Claro que iban a pedirle un carnet de identidad para comprobar si el título era realmente suyo. No iban a permitir que cualquiera entrara en la estación sin antes asegurarse de que realmente era quien decía ser.
¿Cómo había sido tan tonto?
-No… No… lo… he… traído- respondió Jesús titubeando- Lo he olvidado.
-Entonces, me temo que no podemos dejarle pasar- indicó el soldado de la barba pelirroja con semblante serio.
-Pero…- intentó decir Jesús.
-Lo sentimos. Retroceda y vuelva con el documento de identidad, puede que todavía le dé tiempo a regresar a su casa y volver aquí antes de que partan las naves- señaló el guardia del bigote.
En ese momento, Jesús escuchó un gran alboroto a su espalda. Se giró, y vio a un grupo de gente que caminaba hacia la entrada de la estación espacial. Enseguida los reconoció. Eran las personas armadas que había visto en la carretera.
-¡Son los rechazados!- exclamó el soldado de la barba pelirroja, señalando a la muchedumbre con el cañón de su arma.
-¿Estás con ellos?- preguntó el soldado del bigote, dirigiéndose a Jesús- ¿Estabas intentando colarte en la estación?
-No, yo no estoy con ellos- respondió el joven- No los había visto en mi vida.
-¡Retrocede!- gritaron los dos soldados al unísono- ¡Retroceded todos!
El grupo de gente armada, a los que el soldado había llamado “Los rechazados”, hicieron caso omiso a la orden de los guardias y continuaron acercándose.
-¡Alto!- gritó el soldado del bigote, encolerizado.
Jesús retrocedió cuando ambos soldados le apuntaron con sus armas.
Los rechazados, continuaron avanzando hasta llegar al punto del camino donde se encontraba Jesús. Este intentó marcharse, pero se vio rodeado por el gentío, que le bloqueó el paso.
-¡Nosotros también tenemos derecho a viajar!- gritó uno de los rechazados, un hombre de mediana edad con algo de sobrepeso- ¡También tenemos derecho a vivir!
-¡No podemos dejaros pasar!- respondió el guardia de la barba sin dejar de apuntarles con su arma- ¡No hay sitio para todos!
-¡Claro que si lo hay!- gritó una mujer alta y delgada que debía rondar los treinta años- ¡Sois unos mentirosos!
Los rechazados comenzaron a preparar sus armas para atacar.
Jesús estaba aterrorizado. Se había visto envuelto en aquella batalla completamente por sorpresa. Intentó escapar, pero la valla que cercaba el camino por ambos lados se lo impedía, y le resultó imposible abrirse paso entre la gente, ya que con las muletas apenas podía caminar.
El joven se vio arrastrado por la muchedumbre.
Los rechazados se acercaban cada vez más a la entrada.
-¡Alto! ¡Es el último aviso!- gritó de nuevo el soldado del bigote, sin dejar de apuntar con su arma a la multitud, que se aproximaba cada vez más.
El otro guardia, el de la barba pelirroja, cogió el walkie talkie que colgaba del cinturón de su traje de protección y pidió ayuda.
-¡Necesitamos refuerzos en la entrada!- exclamó.
-¡Dejadnos pasar!- vociferó un joven que apenas debía tener dieciocho años, mientras apuntaba a los soldados con su pistola.
Tras decir esto, el muchacho apretó el gatillo y disparó en el hombro al soldado que acababa de pedir refuerzos. Este, emitió un grito de dolor y cayó al suelo de espaldas, ante la atónita mirada de su compañero.
El soldado del bigote, sin pensárselo dos veces, abrió fuego contra la muchedumbre, disparando indiscriminadamente a todo aquel que se le ponía a tiro. El guardia herido, se levantó como pudo y se unió a su compañero, abriendo fuego también contra los rechazados. Las balas alcanzaron a varios de ellos, que cayeron al suelo malheridos, mientras sus compañeros respondían al ataque de los guardias disparándoles también sin piedad.
Jesús se vio de repente envuelto en aquel fuego cruzado. Estaba aterrado. Comenzó a huir tan rápido como pudo, ayudándose de sus muletas. Escuchaba el sonido de los disparos a su espalda y el silbido de las balas que pasaban volando junto a su cabeza, mientras trataba de abrirse paso entre la gente.
Las alarmas de la estación comenzaron a sonar, y una voz anunció por megafonía que se iba a realizar una evacuación de emergencia.
Jesús vio como los muertos comenzaban a amontonarse a su alrededor. Vio como una bala impactaba en la cabeza de un hombre que se encontraba a su lado, matándolo al instante. La sangre de este salpicó su traje de protección, tiñéndolo de rojo. Las gotas de color carmesí comenzaron a resbalar por el traje de plástico mientras el joven las miraba horrorizado. En ese momento, dos balas impactaron en la espalda de Jesús. Una en la zona dorsal, atravesando su cuerpo y saliendo por su pecho. La otra, impactó en su zona lumbar y salió por su abdomen. El joven cayó al suelo, junto a los cadáveres de varios rechazados que también habían sido alcanzados por las balas de los guardias. Allí tirado, vio como los soldados eran acribillados por las balas de los rechazados que aún quedaban con vida. Los militares cayeron al suelo, muertos.
Acto seguido, el joven rechazado que había disparado su pistola e iniciado aquel tiroteo, se acercó hasta los cadáveres de los guardias y registró sus ropas, hasta dar con la tarjeta magnética que abría la puerta principal de la estación espacial. Después, con ella en la mano, corrió hasta la entrada y la acercó hasta el lector de tarjetas que se encontraba a la derecha de esta. El lector emitió un pitido, y el color rojo que hasta aquel momento podía verse en su pantalla, pasó a ser verde, y la puerta se abrió. Los rechazados la empujaron violentamente e irrumpieron en la estación, disparando indiscriminadamente a todo aquel que se cruzaba en su camino, ya fueran civiles, soldados o científicos.
<<Han enloquecido>> pensó Jesús mientras observaba desde el suelo aquella terrible escena <<El odio les ha hecho perder la razón. El odio y el miedo a la muerte>>
El mismo miedo que había sentido él. El mismo miedo que le hizo acabar con la vida de Iván. Así que, quién era él para juzgarles.
La gente corría de un lado a otro, intentando escapar.
En el interior de la estación, los militares guiaban a los ciudadanos hasta las naves para iniciar el despegue de emergencia.
Los rechazados volvieron a abrir fuego. Decenas de personas cayeron al suelo al ser alcanzadas por los disparos.
Los guardias contraatacaron, y algunos rechazados perecieron bajo sus balas.
Aquello era una guerra. Una guerra por la supervivencia. Una guerra sin sentido, como todas las guerras. Por no saber llegar a un acuerdo. Por no saber encontrar una solución mediante la cual todas las partes salieran favorecidas.
Porque siempre hay una solución. En una guerra no hay buenos ni malos. Hay dos partes que no consiguen ponerse de acuerdo. Que no consiguen hallar una salida. Que no consiguen resolver un problema de manera que todos salgan beneficiados.
Pero siempre hay otra salida. Siempre hay una alternativa a la violencia.
Pero no, el ser humano no actuaba así. Actuaba por impulsos. Con crueldad. Actuando antes de pensar. Como siempre, por no saber convivir con los que son diferentes. Por considerar a unos ciudadanos superiores y a otros inferiores.
El mismo problema de siempre. La historia que se lleva repitiendo año tras año. Siglo tras siglo. Generación tras generación.
Jesús, se arrastró por el suelo con ayuda de sus manos y atravesó la puerta de la estación espacial. Estaba malherido. Se estaba desangrando.
Allí, tirado sobre el pavimento, pudo ver el caos que se había desencadenado en el interior de la estación.
Desde allí abajo, podía ver perfectamente la explanada que rodeaba el centro espacial. Vio a gente huyendo; gente que era tiroteada; vio cientos de cadáveres por el suelo; y también, vio las cinco enormes naves que habían sido construidas para evacuar a la población. Estas medían más de doscientos metros de longitud y setenta metros de altura. Eran de color blanco y tenían forma ovalada. En su zona inferior, cada nave tenía tres enormes propulsores, que serían los encargados de hacer que los vehículos despegasen. Se habían habilitado unas plataformas, provistas de peldaños, para que la gente pudiese subir a los vehículos espaciales. Muchos, ascendían a toda velocidad por dichas plataformas ayudados por los soldados, introduciéndose seguidamente en las naves. Sus caras, reflejaban el terror que sentían en aquel momento. Todos querían ponerse a salvo. Corrían con todas sus fuerzas, intentando llevar a cabo a toda prisa la evacuación de emergencia.
Algunos rechazados sacaron de sus mochilas varios proyectiles, que parecían ser cócteles molotov, los encendieron con sus mecheros y los lanzaron contra una de las naves. Después, se alejaron a toda prisa mientras esta comenzaba a arder. Acto seguido, la nave espacial explotó en mil pedazos con cientos de personas en su interior. Inmediatamente, se dispusieron a hacer lo mismo con el resto de los vehículos espaciales.
Lo último que Jesús vio antes de morir desangrado, fue al ser humano arruinándolo todo, como siempre. Al ser humano iniciando una nueva guerra. Quizá la última. Al ser humano condenado a extinguirse a causa de su propia estupidez. Al ser humano, el ser menos humano que existía, haciendo lo que mejor sabía hacer: destruir todo lo que tocaba.
Y es que la historia siempre se repite. El odio, la discriminación, la envidia, la avaricia, el egoísmo… solo llevan a la destrucción.
Esa era nuestra asignatura pendiente, pero no aprendimos la lección a tiempo y suspendimos la materia.
Ahora, ya es demasiado tarde.
Los ojos de Jesús se apagaron.
La oscuridad lo invadió todo.
Su cuerpo quedó tendido en el suelo sobre un enorme charco de sangre.
Ahora, ya no hay más oportunidades.
FIN
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