Empujó la puerta del cajero con desgana. Necesitaba cambio; en la cartera solo llevaba billetes grandes, y ningún quiosquero le iba a aceptar cien euros para pagar los periódicos del domingo. Sus caros zapatos italianos pisaron algo mullido, al tiempo que su nariz captaba el olor a mugre y vino barato. En la esquina del portal, envuelto en la manta que había pisado, dormitaba un vagabundo zarrapastroso. Estuvo tentado de dar la vuelta, pero no había otro banco en toda la manzana. El borracho no hizo ningún movimiento, ni siquiera mientras el cajero emitía su soniquete metálico durante la operación. Por un momento dudó si acercarse a comprobar si aún respiraba. Si estaba muerto tendría que avisar a la Policía, supuso. Un engorro. Mejor dejarlo correr. "Ponte en su lugar" repetía siempre su mujer cuando se cruzaban con algún sintecho de esos. "En su lugar"; un perdedor, alcohólico, sucio y abandonado. No, él no podía ponerse en su lugar. Cuando por fin salió a la calle, se estremeció con el aire frío de la mañana, ajustándose la elegante bufanda Loewe al cuello. Se puso los guantes de fina piel y reemprendió el camino hacia el puesto de prensa, dispuesto a comprar “El mundo” y quizá también la revista “GQ”. La calle estaba casi vacía a aquellas horas tan tempranas. Solo el petardeo de una moto que se acercaba por su espalda, rompía el silencio de la mañana. No se volvió cuando oyó que se detenía a su altura. Ese fue su error. Era un chaval, no tendría ni veinte años, pero parecía un experto en atracos rápidos. Le puso una navaja en el cuello, arañándole la yugular, y le obligó a entregarle la cartera, el rolex, y por último, como un capricho, también la bufanda, los guantes y los zapatos. Su compinche mantenía la moto encendida. En un minuto el ladrón se subió, sujetándose a su espalda, y desaparecieron calle abajo. Se quedó parado al borde de la acera, alelado. Aquello no podía estar sucediéndole a él. Un coche le rebasó, pisando el único charco de toda la avenida, y rociándole con una mezcla de agua y barro que redujo su elegante traje a un guiñapo en un parpadeo. Dio dos pasos atrás, maldiciendo en todos los idiomas conocidos, y sus pies descalzos y mojados patinaron sobre las baldosas. Cayó al suelo, golpeándose el costado contra la pared de la casa más cercana, y rebotando hasta dar con la cabeza en una farola. Se tocó la frente. Sangraba. Se quedó sentado, casi lloriqueando, durante un buen rato. Nadie se acercó a ofrecerle su ayuda. Cuando consiguió ponerse en pie, caminó desorientado por unos momentos. La puerta abierta del cajero pareció ofrecerle un sitio donde guarecerse. Entró, dispuesto a recomponer un poco su aspecto antes de volver a casa. La manta del sintecho de nuevo se coló bajo sus pies, ahora sin la protección de sus zapatos de suela, patinó de nuevo. Esta vez su cabeza hizo un sonido hueco al impactar contra el suelo. No se volvió a mover. Una hora después el vagabundo despertó y se encontró a su inesperado compañero de cobijo nocturno. Le dio un pequeño empujón, y luego otro más fuerte. Cuando se aseguró de que ya no despertaría, decidió que la chaqueta, aún sucia como estaba, le era más útil a un vivo que a un muerto. Luego se marchó, con su manta, dejando el cajero lleno de papeles y una botella vacía a los pies del difunto. Algo más tarde alguien entró para hacer uso del dispensador. Arrugó la nariz ante el olor a mugre y vino barato. Ni siquiera le dedicó una mirada al cuerpo que poco a poco se iba enfriando.