Un nuevo lanzamiento de dados para hacer un relatillo.
Un héroe local
Los bandoleros montaron su base en el almacén antes de cometer su golpe en el banco local justo cuando Pippo se disponía a finalizar su jornada. Por suerte, era un chico ágil y se pudo subir a las vigas del techo antes de que le alcanzaran. Empezó a gritar, en un intento de que alguien del pueblo lo escuchara y se percatara de lo que ocurría, pero habían elegido bien su escondrijo: estaba demasiado alejado del centro del pueblo y era improbable que nadie pasara cerca de allí.
Aun así, Pippo no se rindió y, como los bandoleros no podían permitirse llamar la atención disparando, mandaron a uno de ellos a perseguirle por el techo. El joven se aprovechó de que apenas tenían la iluminación de una vela y de que conocía el terreno para llevarle a una zona donde las vigas, bastante carcomidas, no pudieron soportar el peso del criminal.
Aprovechó el alboroto que había generado la caída para escabullirse hasta la puerta, donde tuvo el tiempo justo de abrirla, colarse por la rendija y cerrar con el candado antes de que ellos llegaran hasta ahí. Aun así, no ganaba mucho tiempo: era un cerrojo enclenque, porque no había mucho que robar y su patrón no pensaba gastar mucho más en proteger lo que había dentro.
Pero Pippo no se achantó: se subió al caballo más dócil y luego desató y espantó a los demás, tras lo cual acudió al centro del pueblo para dar el aviso. Cuando los pueblerinos llegaron al almacén, tal y como había sospechado Pippo, ya no quedaba nada más que un bandolero con el cuello roto sobre una viga partida. No obstante, sin caballos, los demás no habían podido ir muy lejos, así que se organizó una partida de búsqueda con la que cazaron a toda la banda uno a uno.
A Pippo no le tocó mucho de la recompensa, repartida a partes iguales por todos los participantes en la búsqueda, pero se convirtió en todo un héroe local. Gracias a su astucia y a su valor, magnificados cuando contaba la historia, se había atrapado a todos esos delincuentes peligrosos, así que la gente le estaba profundamente agradecida.
Cuando otra banda de delincuentes se instaló en la zona, todos acudieron a él y Pippo, que había prosperado a base de favores, no supo decir que no sin quedar fatal. Así pues, propuso que tendieran una trampa a los hombres y, por algún milagro, su plan funcionó. Como era el principal artífice de la trampa, esta vez se llevó buena parte de la recompensa y se convirtió en un hombre rico.
Esta vez, sin embargo, no se quedó en el pueblo para disfrutar las mieles de su celebridad. Sabía que vendrían otras bandas, que volverían a acudir a él para librarse de ellas y que la suerte no tardaría en acabarse. Así pues, tomó todo su dinero y se marchó a una ciudad lejana, lejos del territorio hostil donde se instaló y contó sus batallitas a todo el que quisiera escucharle.
Ya estaba bien entrado en años cuando se encontró con el libro que contaba sus hazañas. Curioso, localizó al autor, que solo pudo decirle que se había inspirado en una historia de un pueblo de la frontera y que el héroe había muerto a manos de la familia de uno de los bandoleros, que había jurado venganza. Pippo estuvo a punto de corregirle y de explicarle la verdad, pero entonces se lo pensó mejor. La historia tenía parte de verdad y parte de exageración, así que, por si acaso había de verdad algún familiar de los delincuentes a los que atrapó buscando venganza, mejor quedarse en el anonimato y no volver a contar sus hazañas a nadie más.
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