12 de noviembre, 2012 / Vuelo Caracas-Lima 7.37 pm
Un ruido me desconcentra mientras esperamos que despegue el avión, pero nadie -a excepción del chico que va a mi lado- parece advertirlo. “¿Qué es?” me pregunta y nos armamos una teoría que va desde una falla en una de las alas, hasta la puerta mal cerrada o falta de aceite en las ruedas. Si algo sabemos hacer bien los viajeros es tratar de predecir las desgracias aéreas.
El sonido se dejó de escuchar. El chico respiró aliviado. Va de jeans, tenis y franela. Igual que yo. Lleva una mochila y me dice a tiempo que debo guardar la mía porque estamos en la salida de emergencia. Le hago caso, pero antes saco mi libreta, un bolígrafo, mi libro y el iPod. Él hace lo propio, mismas cosas.
Nos separa un asiento. Él ocupa la ventana por la que mira ansioso, mientras a mí se me va la vista por el pasillo. Convenimos usar el asiento vacío como una suerte de escritorio. Entonces, reposaron ahí su cuaderno y mi libreta, su libro y el mío. Pero comenzamos a escribir.
Se ríe y escribe con afán. Se peina, se levanta, me pide permiso y abandona el cuaderno para que me de chance de leer una frase: “en esos momentos en que sabes que tu vida corre peligro”. Decido que escribe sobre el ruido que escuchamos instantes atrás y me conformo con esa idea. Vuelve, me levanto, pasa y se sienta para quedarse con el cuaderno entre las manos. Le inquieta todo lo que pasa afuera. “¿Le tienes miedo a los aviones?” le pregunto. Me dice que no, y le sale una risa nerviosa. “Solo he visto muchos desastres aéreos en Discovery Channel”. Le sonrío yo esta vez, como un intento natural de darle confianza y creérmelo.
Yo tampoco le tengo miedo a los aviones, pero sí a la sensación de vacío cuando despegan. Un vacío que se me quedó después de un vuelo tragi-cómico que tomé alguna vez y en el que la avioneta se fue en picada. Desde esa vez, toda la angustia se me atraganta antes de despegar.
Se persigna tres veces. Cierra los ojos. Sabe que lo miro y me sonríe. Somos los únicos -o eso creo- que prestamos atención a las medidas de seguridad del vuelo. Me pregunto si en una situación de emergencia todos sabrían actuar con calma. Posiblemente no. Sé que no. Yo olvido las indicaciones cada vez, por eso siempre miro a la aeromoza, aunque luego no recuerde nada con exactitud.
“Siempre cierro la ventanilla del avión cuando despegamos ¿te importa? no me gusta ver cómo se mueve el ala”. Sonrió de nuevo. A mí no me gusta lo espeso de la oscuridad, pero no se lo digo. Lo pienso mientras el avión despega y se nivela, mientras el vacío me invade los pies y los puños entrecerrados. Aprende uno con los años a despertar miedos y callar otros. Este es el mío, el más reciente.
Nos dedicamos a escribir casi al mismo tiempo, pero me distrae la portada de su libro y su insistencia de anotar el nombre del mío. No voy a desentrañar ese momento de intimidad en el que decides qué libro llevarte a un avión, por lo que no diré los títulos, pero ambos, aunque de historias disímiles, tenían a Dios como protagonista. Yo leí el suyo alguna vez y mientras espía de reojo lo que escribo, me río de las similitudes, del sueño, y de las ganas de ver la película que estaba por comenzar ya casi treinta minutos después, cuando el vuelo ya tenía aspecto de viejo tranquilo.
- “Hago escala en Lima y sigo a Buenos Aires. Voy con mi padre que se quedó sentado atrás”.
- “Yo hago escala y seguiré a Río de Janeiro”, le digo.
- “No conozco Río”.
- “Y yo no conozco Buenos Aires”.