26 de mayo, 2014 / Vuelo Frankfurt Hann-Pisa / 7.07 pm (hora Alemania)
Estoy volando a Pisa. Es la primera vez que viajo a Italia y mi estómago lo sabe bien, porque tengo una inquietud revoltosa desde hace dos días. En apariencia, se pensaría que estoy tranquila, que esto de vuelos, aeropuertos y chequeos de inmigración es una cuestión de rutina. Algo así como ir a comprar pan y periódico cada domingo, pero no. El vuelo, lo he escrito muchas veces antes, me da nervios aunque luego se me olvidan. Cuando mi mente comienza a ponerse creativa y fatalista, logro apaciguarla con música o situaciones que no existen. Según lo que escuche, me imagino dando un concierto de piano, o cantando descalza con una guitarra a cuestas, para distraerme.
Cierta vez, esperando en otro aeropuerto, recreé toda una escena: yo era una actriz, digamos que de Hollywood, con dos o tres películas que funcionaron bien en taquilla. Es decir, la gente me reconocía y se acercaban a pedirme autógrafos y fotos, y yo los complacía aunque pensaba que tenía muchas ganas de ir al baño, pero seguía sonriendo.
Se podría pensar que mi subconsciente tenía unas ganas terribles de figurar y no faltará quien diga que ese es mi verdadero yo y que en realidad esta que escribe -y que tiene miedo a volar- tiene otros miedos escondidos; pero lo cierto es que ese día de mis quince minutos de fama mental, mi vuelo se había retrasado y con eso sufrí una prolongación innecesaria de temores.
Estaba sentada a tres sillas de un jugador de béisbol, venezolano y altísimo, con los brazos llenos de tatuajes y jonrones. Todo aquél que pasaba y lo veía le pedía una foto, una firma en la camisa, el zapato, la gorra. Él sonreía, dejaba de ver su teléfono, se levantaba, posaba, firmaba. Una y otra vez. Le comentaban jugadas, hacían llamadas y así habló con el papá de no sé quién, con el novio de la otra, con la tía-madrina de alguien más. Le hacían fotos y en la tregua de dos minutos, en la que volvía a sentarse, estirar las piernas y perderse en su teléfono, intentaba también leer un libro que nunca pudo terminar. Entonces, otro llegaba agazapado, tratando de ver si era él realmente, le sonreía y se levantaba de nuevo.
Fueron cinco horas esperando ante esa puerta de embarque. En ese tiempo, el hombre no tomó agua, no pareció incomodarse. Una y otra vez volvía a su teléfono. Una y otra vez se levantaba a ser la estrella famosa de béisbol, esperando el anuncio de un vuelo.
En cambio, mi actriz tenía ganas de ir al baño y era, a decir verdad, arrogante y ridícula. Nunca se quitó los lentes de sol y sostenía su bolso como si el brazo estuviera a punto de quebrarse. Era ella también un halo de tristeza y esperaba el vuelo con cierta inquietud que escondía tras el masticar de un chicle de menta ya sin sabor. Era mi actriz un querer pasar desapercibida, una risa forzada y una maleta arrastrada de sentimientos.
La vi sentarse varias veces y levantarse a fingir que veía vidrieras y que se interesaba por unos relojes de colores. La vi recordar una canción y apenas esbozó una sonrisa cuando pasó por delante del beisbolista que, casi por instinto, separó su vista del teléfono y la miró hasta que se perdió detrás de una puerta sin destino. Él sonrió y firmó en una gorra: “Para Toñito, A”.
Los relatos de avión son esos textos que escribo en mi libreta, únicamente cuando estoy en algún vuelo
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