16 de junio, 2014 / Vuelo Madrid-Nueva York / 2.03 pm (hora España)
Hay viajes que se terminan como un bolero: “recuerdos de un amor que abrió mi corazón, aquella noche”. Va llevando uno en el cuerpo esa melancolía, ese despecho que lo acompañan los pasos apresurados en el aeropuerto, la armonía siempre desordenada de las ruedas del equipaje a todo galope. Todo es un conjunto de tristeza: el sello en el pasaporte, el sonido de la maleta al caer sobre el peso, las cajas agolpándose ante el chequeo inminente de seguridad. Los aeropuertos son el lugar de los abrazos rotos, de las despedidas desordenadas; de un cúmulo de emociones que no encuentran acomodo. Es el sitio donde todo sucede de manera automática, donde la rutina podría ser mortal, pero también es donde se está en muchos lugares a la vez. Llegamos y nos vamos en diferentes idiomas y ese espacio se queda ahí, protegiendo las conversaciones y los anhelos. Hay sueño en este vuelo y dos gotas de coherencia que saben a jugo de naranja.
Los relatos de avión son esos textos que escribo en mi libreta, únicamente cuando estoy en algún vuelo
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