Relatos de Sábado- Los Secretos de Sara- Guillermo Cerviño Porto
Publicado el 28 noviembre 2015 por Anescris
@anescris
Capítulo IPontevedra, a miércoles 20 de noviembre del 20131El imponente edificio de oficinas propiedad de Marsh & Fernández en la avenida de Buenos Airesnúmero 32 tenía cinco plantas. Y en la quinta, cúpula acristalada cual azotea de un superhéroe, estabasituado el despacho del presidente fundador: Damisenko Fernández. También estaban, aunqueocupando una superficie considerablemente inferior, el despacho del señor Edward Spencer Marsh yel del director adjunto Manel Avellaneda Loira, segundo y tercer accionista mayoritariorespectivamente.Decían de Marsh que era un especialista en captar buenas oportunidades; que rara vez se equivocabaen sus negocios y que su creciente fortuna era la prueba de ello. Sin embargo, incluso personas conun talento innato como el suyo cometen al menos una vez en la vida un error garrafal. Una de esaspifias bochornosas que te hacen sudar las manos, llevarlas a la también sudorosa frente y preguntartecosas del estilo: “En qué diablos estaba pensando para hacer tratos con esos inútiles” Algo así fue loque dijo el lord inglés al final de esta historia, cuando se vio obligado a malvender sus acciones –obtuvo menos de la mitad de lo que había pagado por ellas– a los que serían los nuevos propietarios.Y de suerte que alguien quiso comprarlas antes de que la empresa se declarase en quiebra. “Que measpen si los españoles no están doctorados en el arte de perjudicar al prójimo”, se había dicho a símismo sentado en su gabinete londinense entre una nube de humo azul procedente de su pipa, su otramano en la barbilla, boca abierta en la sorpresa y la cara impregnada con los colores procedentes dela pantalla de televisión, donde un reportero del canal internacional informaba de la segundareapertura de la fábrica. Lord Marsh había fundado con Damisenko Fernández a principios del 2013el primer resurgir de la antigua empresa de tableros en el mismo lugar donde esta había estado.Ocurrió muchos años después de que los suecos la dejasen en manos de los españoles y de que losespañoles la condujesen a la ruina. Pero los contactos de Damisenko entre la oposición al gobiernolocal habían logrado que se recuperase milagrosamente parte de la antigua clientela, de cuando lafábrica era el pulmón económico de la ciudad y el orgullo de los pontevedreses. Grandes empresasnacionales e internacionales con sus interminables pedidos. El proyecto prometía. Ese había sido elaliciente principal por el que Marsh se decidió a traer una pequeña porción de su fortuna hasta esaesquina de la península ibérica. La veta de la que esperaba sacar un provecho que jamás obtuvo. Ycomo todo directivo que se precie tenía que tener un despacho propio en la reputada quinta planta. Asíera. Y aunque las expectativas de uso oscilaban entre una y dos al año como mucho, no por ello habíadejado de diseñarlo en el más escrupuloso y refinado estilo inglés clásico, tal y como era costumbreen todas sus propiedades.Los siguientes espacios por orden de importancia en la cúpula los ocupaban la sala de juntas y la salade espera, ambas amplias en demasía y dotadas de lo más moderno en cuanto a tecnología decomunicación y confortabilidad. Y por último, pero no por ello menos importante, existía también unpequeño espacio escondido entre los servicios de caballeros y damas que hacía las veces de almacény minibar. Al otro lado de su discreta puertecilla pintada del mismo color de la pared para que nollamase la atención y con un minúsculo cartel de “acceso solo a empleados” se hallaba todo lonecesario para que Rosalinda pudiese surtir de bebidas y aperitivos a los socios, inversores y demásejecutivos y componentes de las asambleas.En cuanto a la disposición de las otras plantas, era la siguiente: Si el edificio pudiese representar losesquemas de una sociedad completa, la cúpula sería la clase alta, inmaculada e inalcanzablereflectando los celestiales rayos del sol en un caprichoso prisma de colores. Y el bajo cubierta seríala clase obrera, la inmundicia, el oscuro subsuelo de la civilización y el último lugar que un residentede la cúpula quisiera visitar. Y así, entre paredes de rasilla y yeso y suelos de hormigón pulidoestaban los vestuarios de los trabajadores, con sus duchas individuales, sus bancos de madera y sustaquillas de moneda. Se accedía por una pequeña puerta de metal desde el aparcamiento del lado este,ya que la entrada principal daba acceso directamente a los ascensores. Desde el interior de losvestuarios se llegaba a las naves de trabajo, adyacentes al edificio principal por su parte trasera. Ydesde el módulo principal, una escalera de caracol adherida a la pared posterior del edificio conducíaa los trabajadores a la primera planta. Allí estaba el departamento de recursos humanos y la sala dedescanso. Aquellas pequeñas oficinas acristaladas ofrecían a sus ocupantes una pequeña mejora delnivel más bajo compensada con una hora y media más de jornada laboral por barba. El capatazGonzález y Alexandra Guapo serían los encargados de apagar las luces cuando todo el mundo sehubiese ido, aunque la mayoría de las veces, sin que Damisenko tuviese conocimiento, Gonzálezpermitía que su compañera por partida doble –ya que era, también, su novia– se fuese a casa mientrasél acababa de comprobar que todo estuviese en orden. Nada del otro mundo, pero al menos allí arribano tenían que soportar los las altas temperaturas, y el ruido de la maquinaria entraba dentro de losoportable. Tan solo los ascensores de la entrada principal conducían al segundo nivel. Equivaldríaen nuestro símil a la clase media y lo ocupaba por completo la sección administrativa. Los olores asudor y a comida precocinada y el polvo de las botas y los trajes en su ir y venir de los módulos detrabajo a la sala de descanso no llegaban hasta allí, y las administrativas –tres mujeres de entre treintay cinco y cincuenta años– podían vestir de calle sin temor a ensuciarse. Claro que no disponían desala de descanso, ni televisión, ni microondas, lo cual compensaban con una máquina de café exprés,un dispensador gratuito de sándwiches y bocadillos y un cuarto de hora libre por turnos en su jornadaintensiva. El tercer piso se usaba como almacén de material de seguridad, uniformes y otros enseres.Casi nadie lo visitaba. A veces González necesitaba reponer el uniforme de algún trabajador o dotarde casco y guantes a los que llegaban nuevos. Otras, Maribel Fernández y Manel Avellaneda acudíanpara revisar las interminables pilas de cajas de cartón que contenían los archivos de la fábricaantigua. En cuanto a la cuarta planta, a pesar de haber sido acondicionada como una réplica exacta dela tercera, nadie había puesto un pie en ella desde el día de la inauguración del edificio. Se manteníaestrictamente cerrada y la única llave la alojaba la caja fuerte que Damisenko tenía en su despacho dela cúpula. El objetivo de esa clausura era que la clase alta estuviese por completo aislada de la clasebaja. “Con el orden evita uno los problemas –decía siempre que se le preguntaba–. En esto reside eléxito”. Lo que en realidad quería decir: “Los de abajo deben permanecer abajo, y los de arriba, dondeles pete”. Sea como fuere, de ese modo se mantenía la cúpula libre de intrusiones, ruidos y demásmolestias innecesarias.Es digna de mención especial una sexta habitación en la quinta planta construida por orden expresadel presidente bajo estrictas directrices. En realidad, era una ampliación de su despacho, ya que solose accedía desde allí. Su habitáculo formaba un perfecto triángulo rectángulo de unos sesenta osetenta metros cuadrados, estando la puerta de entrada en el vértice del ángulo recto y siendo lahipotenusa una pared hecha del mismo cristal de cuatro centímetros de grosor de la cúpula. De hecho,daba la sensación de que las paredes se unían al techo en una única e inmensa pieza. Desde allí seobservaba todo el cielo, además del módulo numero uno de la nave principal, una parte delaparcamiento y otra de los terrenos todavía sin edificar propiedad de la empresa, el Puente de losTirantes y un buen trecho del río Lerez y su paseo hasta la playa fluvial. Todo un privilegio. Y es que,excentricidades aparte, había que reconocer que Damisenko tenía un gusto especial para el diseñoarquitectónico y la decoración. Prueba de ello era el pasillo de la fama de su mansión y la propiamansión. Así pues, Damisenko gustaba de tomar asiento casi todas las mañanas en los sillonesdispuestos a modo de mirador de ese cuarto. Dedicaba unos minutos para tomar allí su café matutinoy ojear la prensa del día. O simplemente dejaba que su mente se dispersase y que sus pensamientosflotasen en libertad por el techo acristalado. De ese modo podía analizarlos objetivamente, libre delas opresivas emociones que los problemas le embargaban. Ese lugar, en donde creía estar nadandoen el mismo aire, le inspiraba una tranquilidad que no podía obtener en ningún otro sitio. A vecesinvitaba a Rosalinda a que lo acompañase en su café y charlaban de fruslerías mientras el hilomusical los envolvía a ambos en un ambiente supremo de relajación y bienestar. El resto de lapropiedad de Marsh & Fernández lo controlaba el presidente desde ese mismo cuarto a través de laspantallas de seguridad integradas en las paredes, con excepción de la tercera y cuarta planta porcarecer de interés.Fernández, además de socio fundador, presidente y director general, poseía la mayoría de lasacciones: un cuarenta y seis por ciento en total. Lord Edward Spencer Marsh era dueño del veintiochopor ciento, y Manel Avellaneda, mano derecha de Damisenko, un siete. El resto estaba distribuidoentre constructores pontevedreses, grandes proveedores de la propia fábrica que habían visto en alzasu valor, el presidente del Pontevedra Club de Futbol y algún que otro desconocido y miembro delpartido de la oposición. Maribel Fernández, en contra de los consejos de su marido, también se habíahecho con unas cuantas acciones. Nada importante. Según ella, para sentirse parte útil de la familia yde la empresa. Lo que Damisenko no supo nunca fue que su esposa pagó por ellas el triple de su valoren el mercado, obcecada en echar fuera de la comitiva a ciertos accionistas minoritarios casualmenteenemigos en la empresa de Manel Avellaneda.Y como ya habrá adivinado el lector, Marsh & Fernández atravesaba una dura crisis en esenoviembre del 2013, sin siquiera haber cumplido un año de existencia. Para el caso se convocó unpleno de urgencia en el que se diseñó una lista con tres posibles inversores, cuyo capital seríaindispensable para reflotar la situación económica e impulsar de nuevo al grupo hacia lasostenibilidad, y si acaso, al beneficio. Lord Marsh –el cual siempre asistía a las reuniones porvideoconferencia– luego de negarse rotundamente a ampliar su participación económica, secomprometió a dirigirle a Damisenko el primero de los posibles inversores, un prolífico empresariofrancés llamado Allen Forjonel, de cuya negociación debería ocuparse el presidente en persona.Sanmartín y Floriani cerraban una lista demasiado corta para la gravedad de la situación. Damisenko,a su vez, hizo llamar al delegado de la fábrica en París –en realidad, unas pequeñas oficinas de ventay distribución para tantear el mercado francés con la esperanza de abrir allí una segunda fábrica–, elseñor Gautier Chardin, que asistiría acompañado de su esposa y su hijo y que formaría parte, sinsaberlo todavía, del “último recurso” que el presidente Fernández aportaría a la lista. Un cuartomiembro por si todo lo demás fallaba.Tras semanas de preparativos todo quedó dispuesto. Solo restaba que el presidente se entrevistase conlos personajes en cuestión y rindiese cuentas a la comitiva. El primero de ellos, el joven AndrésFloriani, acompañado de su ilustre esposa Claudia, llegaría a la ciudad esa misma tarde. La familiaChardin, por su parte, haría acto de presencia a primera hora del día siguiente.Algunas de las imagenes son cogidos de la red, si ves tu foto y quieres que la quite avisame y yo enseguida lo hare.