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RELATOS DECONSTRUIDOS. "UN RELEVO INOPINADO" BY DAVID F. SHELFORD · 10/30/2023
Había pasado su último año de trabajo muy preocupado por cómo quedaría todo cuando él ya no estuviera. Había adquirido una responsabilidad que iba mucho más allá de sus obligaciones laborales, y por eso le inquietaba que, tras la jubilación, su autoimpuesto nivel de exigencia no se mantuviera por su sucesor. Afortunadamente, casi en el último minuto, había aparecido el sustituto ideal. Y así, ese sentimiento de angustia se fue transformando en una emoción agridulce que mezclaba a partes iguales la felicidad por haber llegado al final de su vida laboral con la tristeza por dejar la facultad. La misma facultad en la que entró como estudiante hacía, exactamente, cuarenta y siete años; la misma facultad en la que se licenció; la misma facultad en la que se doctoró; y la misma facultad en la que, para sorpresa de todos y para disgusto de sus padres, obtuvo una plaza de bedel apenas transcurridos dos meses de terminar toda posibilidad de seguir estudiando en ella.
A Pedro lo conocí en la cola de secretaría el día en el que hice mi primera matrícula. Los dos empezamos la carrera al mismo tiempo, pero terminamos en momentos diferentes. Yo, apenas me licencié, comencé a trabajar en la empresa de mi padre. Él continuó con los estudios de doctorado, que culminó con una brillante tesis doctoral que le habría permitido aspirar a una plaza de profesor en la universidad.
“Es que quiero seguir en la facultad”, se excusaba cada vez que le proponía dejar la universidad para venirse a trabajar conmigo en la boyante industria familiar que ya prácticamente dirigía yo. Todos suponíamos que era la vocación docente lo que le mantenía pegado a los libros mientras los demás compañeros de estudios nos construíamos una vida, por eso nos desconcertó saber que se había presentado para cubrir una plaza de bedel que había quedado libre por una jubilación.
La plaza la ganó sin dificultad ninguna, claro. Además de que su preparación superaba con mucho a la de los demás aspirantes, Pedro era muy conocido por los servicios administrativos del campus, a los que había recurrido constantemente para organizar docenas de actividades en la universidad. Ofrecía su colaboración para todo y, por su indudable don de gentes, era capaz de convencer a otros muchos para que le secundaran en su apoyo. Se hizo así un nombre frente al propio rector, y el gerente general de la universidad no solo tenía anotado su teléfono en la agenda, sino que lo marcaba con frecuencia para pedirle ayuda cuando necesitaba de apoyo estudiantil. Por eso, cuando Pedro le dijo que iba a optar a esa plaza, y tras pedirle aquel sin éxito que esperara un poco porque en breve saldrían otras más acordes con su valía en el propio rectorado, le recomendó personalmente ante el presidente del tribunal calificador.
Pero esta relación de Pedro con la universidad no fue siempre así. En los dos primeros años de carrera mostró el mismo apego que los demás a los estudios: escaso. Aprovechábamos cualquier excusa para faltar a clase y, cuando íbamos, esperábamos con ansiedad el timbre que marcaba la salida para plantarnos en el bareto en el que pasábamos los ratos muertos arreglando el mundo delante de un botellín, antes de volver a casa a comer y a echarnos la siesta.
Fue en tercero de carrera cuando la cosa cambió. Tras un primer trimestre que Pedro no pudo completar por una inoportuna lesión deportiva, logró convencer a casi todos los catedráticos para que le permitieran presentarse al primer parcial después de las Navidades, aunque fuera en un examen oral. Tuvo por ello que ir a la facultad el viernes antes del inicio del segundo trimestre a examinarse. A los profesores adjuntos en los que recayó la obligación de tomarle la lección no les hizo mucha gracia tener que dedicarle un tiempo de sus vacaciones, claro está, por lo que todos aventuramos una colección de suspensos. Pero no solo no fue así, sino que obtuvo las mejores notas de la clase y ya, a partir de ese segundo trimestre, fue el alumno más aventajado de nuestro curso. Además, su actitud para con la carrera cambió completamente. No faltaba a ninguna clase y, cuando el horario tocaba a su fin, siempre ofrecía alguna excusa para quedarse en la facultad mientras los demás nos apresurábamos a volver a casa. Empezó también a involucrarse en prácticamente todas las asociaciones estudiantiles sin contenido político. Por su total disponibilidad escaló rápidamente en ellas hasta convertirse en portavoz y referencia de casi todas. Consiguió que abrieran la biblioteca los sábados, aunque apenas nadie acudía a ella, y no solo eso, su complicidad con los conserjes era de tal entidad que le dieron una copia de la llave para que abriera la puerta si ellos llegaban tarde o no podían asistir, lo que poco a poco se fue convirtiendo en una costumbre.
A la llave de la biblioteca se añadieron muchas más, y dado que su estancia en la facultad era continuada, había profesores que le buscaban a él antes que a los escurridizos ordenanzas para abrir alguna puerta o los armarios en los que se guardaban los libros más solicitados por profesores y alumnos, de los que pronto se hizo confiable custodio.
Aunque su relación conmigo se mantuvo en esos años, fuera de la facultad nos veíamos menos. Además, su conversación se fue haciendo aburridamente monotemática. Siempre asuntos de la carrera, del rectorado, que si el decano tal y cual cosa, que si la facultad necesitaba tal o cual arreglo… Se empeñaba en enseñarme lugares recónditos del edificio que, pese a pasar en él varias horas al día, desconocíamos la práctica totalidad de los alumnos. Pasillos escondidos que no llevaban a ninguna parte, un gimnasio que nadie utilizaba, despachos convertidos en improvisados almacenes y lo que se había convertido en su principal obsesión: la antigua vivienda del portero. Porque hasta hacía unos pocos años, cada edificio del campus tenía un portero que vivía en él y se encargaba de su vigilancia y mantenimiento. Luego, las empresas de seguridad y los contratos de obras y servicios centralizados para toda la universidad terminaron con esta figura.
“Estaría bien vivir aquí, ¿verdad?”, me dijo distraídamente en una ocasión. Yo ni le contesté, pero eso tenía que haberme puesto en guardia para lo que vino después.
Y es que lo que para todos fue una sorpresa, para mí fue, además, una afrenta personal. O al menos así fue como me lo tomé en un primer momento. Había aceptado siempre el rechazo a mis generosas ofertas para formar parte del negocio familiar porque creía que su carrera profesional la dedicaría a la docencia, y esa vocación yo la respetaba. Pero que tirara por tierra toda su formación, todos los años de estudio, un futuro laboral brillante, como yo lo entendía, por un puesto de bedel, el más bajo de la escala de la conserjería, me sentó como si me hubiera propinado una bofetada. Me pareció que lo que rechazaba cuando le ofrecía entrar en mi empresa no era el puesto de trabajo, de muchísima mayor entidad que el de bedel que había aceptado, sino a mí. Durante unos meses dejé de cogerle el teléfono. Cuando quedábamos en grupo los antiguos compañeros de carrera, evitaba hasta saludarle. Me sentía profundamente ofendido y mi aversión hacia él fue creciendo rápidamente.
Él, por supuesto, lo sabía y me rogó que quedáramos una mañana para hablar de ello. Me dijo que en esos años se había dado cuenta de que lo que más le gustaba en el mundo era estar en la facultad. Que había rechazado la carrera docente porque las plazas se otorgaban por concurso de méritos y que, forzosamente, iba a tener que empezar en otra universidad y que pasarían muchos años hasta que pudiera acceder a un puesto en nuestra facultad, si es que alguna vez lo lograba. Porque lo que él amaba no era la universidad, ni el estudio, ni la carrera, ni tan siquiera la cómoda vida universitaria, sino la facultad misma. Ese edificio que al principio le pareció anodino, pero que por alguna razón le había fascinado el mismo día en que fue a examinarse en Navidades del primer parcial de tercero de carrera. El mismo día en que Vicente, el conserje más antiguo de la facultad y de todo el campus, le acomodó en el salón de grados en su último día de trabajo del cual se jubilaba. “Has llegado por los pelos, chaval”, recordaba que le dijo cuando le invitó a entrar. Él creyó que era al examen, pero no: el profesor aún le hizo esperar durante una hora. Y en esa hora que a él le parecieron unos pocos minutos, se sintió no ya como en su propia casa, sino como si se estuviera viendo desde fuera a él mismo en un hogar cálido y confortable; estaba en ese momento en comunión (empleó esa misma palabra) con la facultad y con todos quienes habían pasado por ella desde su lejana fundación; contemplaba con familiaridad a todos los decanos cuyos retratos se alineaban ante sí en el salón; notó cómo la facultad entraba en él por primera vez en su vida; se sintió parte de ella, como lo era cada una de las viejas estanterías de madera que cubrían tantas paredes del edificio. Sentía vergüenza al contármelo, me confesó, pues se daba cuenta de lo disparatado que sonaba todo, pero que no tenía otra forma de explicarme y de explicarse a él mismo lo que le había sucedido en aquel salón, que recurrir a la imagen de un santo extático alumbrado por un rayo de luz divina. Por eso, tras ese examen por el que el profesor le felicitó por una brillantez en la exposición que superaba con mucho la preparación con la que había acudido a él, ya sabía lo que quería hacer con su vida.
Me asaltó la duda sobre su estabilidad mental. No me pudo ofrecer una sola explicación coherente para su cambio de actitud, y únicamente fue capaz de articular esa serie de excusas absurdas envueltas en un misticismo igualmente irracional.
“No creas que he perdido el juicio”, se anticipó, “pero esta felicidad que siento al estar en la facultad no puedo explicarla de ningún otro modo”.
Yo traté de disuadirle. Conocía por otros compañeros el miedo a salir del confortable ámbito universitario al duro mundo laboral. Eso le sucedió a nuestro común amigo Antonio, que decidió no presentarse ni en junio ni en septiembre al último examen de la carrera con el único propósito de prolongar innecesariamente hasta febrero su estancia en la universidad. Quizás esto mismo, pero en un grado de gravedad extremo, era lo que le estaba pasando a él. Le pedí que lo intentara, que pidiera una excedencia y viniera a trabajar conmigo, que ya vería como cambiaba de opinión. Y en cuanto al sueldo, le duplicaría o triplicaría lo que cobraba como bedel. Pero fue inútil. “No es eso”, me repetía. “Te lo agradezco infinito, pero es esto lo que quiero. Gano lo suficiente para vivir en casa de mis padres y estoy tratando de que me dejen quedarme en la casa del portero”.
No pude hacer nada. Le rogué, lo desafié, lo insulté, pero no conseguí hacerle cambiar de opinión. Ni siquiera cuando le ofrecí un contrato durante su mes de vacaciones. Estaba seguro de que cuando saliera unos días de ese ambiente tóxico que le tenía apresado podría sacarle de él para siempre. Pero no accedió. El mes de vacaciones lo iba a dedicar a adecentar la abandonada vivienda del portero. Era su responsabilidad.
Yo había vendido la empresa hacía unos años y mi mayor preocupación era ver en qué rellenar las horas del día. Por eso, cuando me enteré de la jubilación de Pedro, que ya había subido por el escalafón hasta situarse en la cumbre del cuadro de subalternos de la universidad, me ofrecí a recogerle en nuestra antigua facultad. Entré hasta su despacho, que había instalado, debí habérmelo figurado, en la antigua vivienda del portero, donde había metido una cama y un armario ropero cuyo contenido estaba ahora en tres cajas de cartón.
“Solo me quedo algunas veces, no vayas a creer”, me dijo. “Espera que llamo para que nos echen una mano”.
Al poco apareció un muchacho que no llegaba a los veinte años. Cogió la caja más pesada y nos acompañó hasta el coche. Lo metimos como pudimos todo en él.
“Bueno, Pedro, venga a visitarnos de vez en cuando, la facultad no va a ser la misma sin usted”, le dijo cariñoso el chico.
“Lo haré, claro que sí. Te he dejado todas las llaves sobre la mesa. Están todas etiquetadas, para que no puedas equivocarte. He hablado con todo el mundo y les he dejado claro tu papel aquí. No tendrás problemas. Y prepara bien este parcial que es el más difícil del curso”.
Nos montamos en el coche.
- Un buen chaval este Marcos.
- Muy joven para trabajar aquí ya, ¿no? –pregunté.
- ¡No! Si es un estudiante.
- ¿Un estudiante? ¿Y le dejas las llaves?
- Sí. Le conocí hace tres semanas. Me ayudó a preparar el salón de grados para la lectura de una tesis doctoral de una amiga suya, y luego se quedó también a limpiarlo en lugar de acompañar a los demás a celebrarlo. Desde entonces no ha habido día que no haya venido a echarme una mano con algo. Ahora le toca a él hacerse cargo. Estamos muy satisfechos de haberle encontrado. Ha sido un relevo inesperado, pero confiamos en que no dejará la facultad desatendida.
- ¿Estamos? -pregunté retóricamente, pues ya sabía a quiénes se refería. Él tampoco contestó nada, pero eché un último vistazo a la fachada de la facultad desde la ventanilla del coche y, efectivamente, no sé explicar por qué, me pareció satisfecha y confiada.